Se cree que este cráter volcánico se formó hace unos 2,5 millones de años cuando, después de una gigante erupción, el cono de un enorme volcán activo colapsó hacia adentro, dejando la actual caldera. El cráter es la caldera volcánica intacta más grande del mundo con cerca de 20 kilómetros de ancho, 600 metros de profundidad y 300 kilómetros cuadrados de superficie, un mundo aparte con su propio microclima y vida silvestre que se ha conservado dentro de él.
El cráter del Ngorongoro es descrito frecuentemente como la octava maravilla del mundo
Su rico suelo consta de una serie de hábitats diferentes que incluyen pastizales extensos como hechos para las persecuciones, pantanos espesos en los que se asoman los ojos de los hipopótamos, bosques donde descansan en los árboles leopardos y el lago Makat, que significa sal en Maasai y parece de color rosado desde lo lejos, por su cantidad de flamencos.
La diversidad de hábitats enlaza un gran ecosistema que desborda vida y las diferentes especies que allí habitan coexisten con los miembros de la tribu Maasai, pobladores de esta área de conservación hace más de 100 años. Según la Oficina de Turismo de Tanzania, “Aunque los animales son libres de entrar y salir de este entorno contenido, el rico suelo volcánico, los frondosos bosques y los lagos de fuente de manantial en el suelo del cráter (combinados con los lados del cráter bastante empinados) hacen que los animales permanezcan allí todo el año”.
El mundo del cráter me transportaba a la isla Nublar de la película Parque Jurásico. Mientras el clima pasaba de helado viento a cálido y seco, me daba cuenta de que los intrusos y débiles éramos nosotros. La espesa selva del borde del cráter contaba con una carretera estrecha y desigual, daba vértigo mirar a ambos lados y ver de vez en cuando el vacío de estar descendiendo hacia el centro del que hace millones de años había sido un descomunal volcán. Con especies de árboles únicas en el mundo y pájaros cornudos de caras rojiazules con plumas negras y puntos blancos que parecían verdaderos dinosaurios.
Poco después de descender por las empinadas paredes vimos a la primera leona devorando, sin afán, a una cebra en la planicie inmovil. Aunque estaba a unos treinta metros, era nítida la imagen del rojo resbalando por las fauces que contrastaba con el perfecto patrón del abrigo rayado.
La radio nos avisaba de los hipopótamos. Esta vez con un guía y un carro de safari, podíamos escuchar en qué zonas estaban los animales más difíciles de encontrar. Con el lago salino de fondo, las cebras, las gacelas y los flamingos eran tantos que construían fotografías multicolores de texturas posibles solo en este rincón del mundo. Los hipopótamos regordetes, por los 40 kilos de pasto que comen cada noche, se sumergían sigilosos en el agua estática como espejo, bostezando hasta quedar zambullidos como cocodrilos curiosos.
Horas y horas de estar en constante alerta, fingiendo ser parte de ese equilibrio perfecto. Entonces, poco antes de que fuera hora de salir del trance salvaje, alguien lo vio. Un león, mi primer león. Lucía su altiva melena, bostezando mientras nos miraba con posición relajada pero con la cabeza en alza. ¿Nos miraba a nosotros? En realidad, no. A nuestra espalda avanzaba rápido con su marcha elegante otro león macho. Más grande y rimbombante, pasaba frente a nuestro auto, a menos de cinco metros y sin darnos ni una mala mirada.
Desde el techo abierto mis manos temblorosas lograron tomar la foto de ese instante, la antena del radio se coló, esa foto siempre me recordará el miedo que viví. Un salto, un mal movimiento y quizá no habría habido quién contara esta historia. El león siguió marchando al encuentro del otro y todos esperábamos la confrontación, con la boca entreabierta. Se empujaron el uno al otro, se persiguieron brevemente y terminaron su jugueteo con las patas al aire y el vientre al sol sin tiempo para más espectáculo.
Allí estaba, con mil sensaciones en la garganta y las lágrimas sueltas. Observando a tantos seres que nunca han conocido el cielo fuera de su casa con forma de anfiteatro y en la que ellos son la función diaria para el disfrute de la especie que los amenaza y los extermina, y los aísla.
Cierro los ojos mientras los baches de la salida empinada arrullan mis pensamientos. Pienso en los mandriles que había idealizado desde que ví El Rey León, a diferencia de Rafiki siempre andaban en grupos enormes, humanos, familiares, fuertes. Pienso en los avestruces que parecen torpes con sus anatomías imposibles como mitad serpiente mitad gallina. Agradezco a la vida el haberlos podido ver en un entorno relativamente libre y no en un zoológico. Agradezco la gran oportunidad de haber estado en el cráter y sueño con volver algún día.
Me despido del lugar más especial que he visitado en esta vida de viajera. No les dejé nada y me llevé tanto de ellos. Quizá contar que existen aún lugares en la tierra donde pueden vivir libres sirva para que dejemos de matarlos y de destruir su hogar que es esta tierra.