Me ofrecieron un puesto como pasante de comunicaciones, marketing e internacionalización en un colegio internacional de Tanzania, un país en África del este con cerca de 57 millones de personas. Estas instituciones son colegios privados que ofrecen educación internacional en un ambiente multicultural y atraen una parte privilegiada de la población. En 2015 había trabajado en un colegio internacional en Tailandia, conocía este tipo de experiencias. En 2018 había vivido en Marruecos por seis meses, como parte de un intercambio estudiantil, desde entonces quería volver al continente africano. En Agosto del 2020 y con menos de un mes de planeación me estaba mudando a Arusha, una ciudad en el Norte de Tanzania conocida por ser sede de varias misiones diplomáticas y por estar cerca de parques como el Serengeti y el Kilimanjaro.
Una de las primeras cosas que aprendí es que no se debe hablar de África como un todo. Es un gran error sentirse con la potestad de hablar de una tierra tan diversa, hogar de cerca de 1.3 mil millones de personas y 56 países, como un sólo país. Es el gran error que tantos cometen al llegar a un lugar con lástima en los ojos y con complejo de blanco que viene a salvar a los “pobres”. Tanzania me enseñó sobre mis privilegios como blanca, aunque yo jamás me catalogo como tal. En Colombia, durante mi niñez, el cura y mis tías reforzaban desde las misas el concepto de que no debía botar comida porque los niños en África no podían comer. Un viaje al mercado de Arusha, la ciudad en la que iba a vivir, bastó para entender cuán equivocados estaban. Me sentía en una tierra de abundancia llena de frutas y verduras que sólo había visto en mi tropical Colombia y algunas completamente desconocidas para mí.
Un amable conductor de mototaxi se detuvo, como si no tuviéramos un rumbo, para compartir conmigo el oloroso Durian, tan amado en Tailandia. Más allá de su sabor dulzón y poco representativo, muchos lugares en el sudeste asiático prohíben el ingreso con esta fruta por su penetrante olor que yo describo como agridulce podredumbre. También me animé a probar la rojiza fruta del árbol de achiote cuyo rugoso y seco dulzor aprendí a disfrutar. Frutos de Baobab, maracuyás, sandías, mangos y bananos de tantos colores y tamaños que me hacían sentir en la tierra más fértil.
Mujeres y hombres cargando todo esto en sus cabezas con un equilibrio forjado desde la infancia. Mi mirada saltaba de asombro, entre los patrones de colores y las pigmentadas telas, entre las miradas curiosas pero reacias y las sonrisas acompañadas de un “Karibu rafiki” que quiere decir bienvenido amigo. Mujeres con largas faldas coloridas y la cabeza cubierta por el calor o por su religión, otras vestidas con jean y cuidadosamente anudadas trenzas de colores combinados rozándoles la cintura. Hombres y mujeres con ropa de oficina y maletines elegantes. Hombres de la tribu Maasai, originaria de la zona del monte Kilimanjaro, utilizando sus rojizas Shukas, largas telas que se abrazan al cuerpo como una especie de túnica o abrigo, con los característicos cuchillos de guerreros colgando del lado.
No veía la escena terrible de niños muriendo de hambre en una tierra árida al lado de un ave de rapiña que le dio la vuelta al mundo y dominó el discurso sobre África por tantos años. Tampoco a los hombres armados y la guerra presente en todos los rincones de África. Veía a algunas mujeres locales sumándose a mi selfie en el mercado y mostrándome con orgullo a sus bebés amarrados al pecho. Me sentía feliz, libre y tan insegura viajando sola como mujer como en París o Bogotá. Con frecuencia recibía la misma atención indeseada y comentarios que lamentablemente tenemos que recibir las mujeres que viajamos solas, pero encontraba en las locales y en un básico conocimiento de la lengua suajili, un lugar seguro para salir de momentos de incomodidad.
Lejos de pensar que Tanzania era un lugar sin problemas y necesidades, me bastaba con caminar por las calles de la vibrante y ruidosa Arusha para darme cuenta de que Tanzania era un país que muchas veces me recordaba a mi Colombia. Sus colores, sus frutas, su belleza y su gente que vibra. Sus calles a medio pavimentar, sus campus privados donde tan fácil resulta olvidarse del mundo afuera, sus casas de los materiales disponibles amontonadas sin mucha planeación, sus edificios cristalinos creando una burbuja de riqueza, su polvo que te hace estornudar hasta que el cuerpo se acostumbra. Sus llamados a rezo se solapan con el gospel y la música de los bares-restaurantes. Un bellísimo caos que merece tanto más que los gobernantes que le han tocado.
En Arusha, el coronavirus 'no existía'
Arusha, la que siempre será mi ciudad, tiene también una vida nocturna que coexiste con las mayorías cristianas y musulmanas que allí habitan. Tomando las cervezas locales Kilimanjaro o Safari disfrutaba de la mezcla de bajos pegajosos y diferentes tambores. Los ritmos keniatas de Sauti sol, los tanzanos de Diamond Platnumz y los sudafricanos de Master KG se codeaban con clásicos de Oasis o los Bee Gees y un J Balvin ocasional. Este salpicón de armonías anunciaba que desde el Jueves de Karaoke en Zeze´s empezaba el fin de semana.
Aquí el coronavirus “no existía”, las luces de neón y el placer de huirle a una pandemia hacían de cada noche inolvidable para turistas, expatriados y locales. Lejos de ser verdad era lo que uno se repetía para no volverse loco en una tierra en la que no el gobierno había dejado de presentar cifras sobre el Coronavirus desde Abril, donde usar una máscara llegaba a ser ofensivo y hasta el presidente había dicho en Junio “El Corona en nuestro país ha sido removido por los poderes de Dios”.
Arusha me sacudía en las noches con conciertos y grandes shows en Via Via o 1o1, lugares donde bailé alrededor de una fogata o canté sin vergüenza como toda una estrella canciones de Jeniffer López junto a mi nueva hermana española. Arusha me despertaba en los días con su juventud talentosa en las aulas, con los partidos de baloncesto junto a mis amigas de diferentes países africanos, con su gente generosa que comparte de un mismo plato el Ugali, una especie de masa para arepas que usan como acompañamiento, o el Chips Mayai, papas a la francesa entre un huevo revuelto. Esta gente que vive aparentemente sin temor y escapando de la pandemia, ha sentido sus consecuencias en cada hogar.
Conocida como la capital del safari, Arusha vive en un 70% del turismo y el impacto es inminente. Se percibe en la sonrisa de desesperación de las mujeres artesanas en el mercado Maasai que tratan de convencerte de comprar sus collares únicos cuidadosamente hechos, por menos de un par de dólares. Los taxistas me dicen que son ingenieros, abogados, dueños de negocios de turismo y ahora tratan de sobrevivir con la esperanza en navidad “si el turismo mejora en navidad todo mejora”. Hoy de vuelta en Inglaterra pienso en esas esperanzas y en que las mató la segunda ola de un virus que ha tocado cada rincón de este planeta. Luego recuerdo a una colega y hermana Tanzana que me decía cuando me veía preocupada leyendo las noticias “hamna shida” o ”hakuna matata”, no hay problema, todo estará bien.
Hoy extraño Tanzania, extraño Arusha, extraño a las mujeres fuertes y maravillosas que conocí en el único club de baloncesto femenino de la ciudad, Las Hooperz Arusha Queens. Extraño ser cuidadosa con dejar todas las ventanas cerradas para que los astutos monos Vervet no se entraran a mi casa y luego olvidarme del tiempo en los mercados. Extraño el campus del colegio y sus lilas flores de jacaranda creando un tapete surreal y sentir a mi ciudad calentarse cada semana. Extraño aprender palabras nuevas cada día y hasta extraño mis paseos en Dala Dala; los buses colectivos, normalmente repletos, que los conductores personalizan con insignias y personajes como la cara de Dávinson Sanchez, sus versos religiosos favoritos o los nombres de sus hijos en cada ventana.
Yo todavía me pregunto por qué la vida me lanzó a Tanzania. El mundo aún se pregunta por qué de los países de la región Tanzania parece haber tenido menos muertes por coronavirus. No tengo una respuesta para ninguna de las dos, respecto a la segunda sé que sin cifras oficiales y con el gobierno filtrando la información para proteger al turismo, es difícil medir la magnitud real del impacto en salud. La gente que conocí tenía muchas teorías, como que la expectativa de vida de 65 años en Tanzania era mucho menor que la de Colombia con 76 años o la del Reino Unido con 81 años, y la población en riesgo del virus era mucho menor y vivía en las zonas más rurales.
La mayoría de mis buenos amigos decían con frecuencia que Dios nos protegía siempre y que por eso “hakuna shida”. En cuanto a por qué tenía que venir a Tanzania, eso el futuro lo escribirá.