La luz del sol se encuentra a punto de salir, la carretera está despejada y no me demoro más de 10 minutos en llegar. Son las cinco y media de la mañana y a esta hora comienza la rutina de los enfermeros en el hogar. Bajo la sombrilla alcanzo a ver cómo las gotas de lluvia caen sobre la reja de color cobre, que cubre aquella casa blanca. No dudo en quitarme los guantes y tocar el timbre que se asoma entre las rendijas, pero el frio es tanto que por unos segundos siento cómo se me congelan los dedos. Me pregunto si adentro será igual.
Escucho por la bocina la voz de la mujer con la que hablé la semana pasada, me identifico como aspirante a voluntaria y dice “empuje la puerta para entrar”. Se escucha un sonido chillón e instantáneamente se puede ver un pasillo atestado por cartas de diferentes colores y tamaños, y al fondo un letrero con las palabras “Hogar Santa Rita de Cascia”.
Subo las escaleras con curiosidad y comienzo a sentir un olor peculiar. Agujas, batas de laboratorio, remedios, sala de espera… eso es lo primero que se me viene a la cabeza. Pero miro a mi alrededor y no encuentro nada que se le parezca. Por el contrario, la sala principal tiene las paredes decoradas con fotos de niños sonrientes. Un poco más allá alcanzo a ver un parque con pasamanos, deslizadero y columpios para jugar. Definitivamente no parece un hospital, pero sí lo es.
“¿Lista?”, me pregunta Karen*, la psicóloga del hogar. Asiento con la cabeza y espero a que me dé las indicaciones para comenzar. “Mira, te voy a decir la verdad. Toda persona que tenga la voluntad de compartir un rato agradable con los niños lo puede hacer, pero la experiencia solo depende de ti. Hay personas que chocan de inmediato al entrar a los cuartos. Lloran o simplemente dicen ‘no puedo’, pero hay otras que a pesar de estar impactadas, dejan a un lado ese sentimiento y se quedan a jugar, leer cuentos, en fin. Ahora sí… ¿Estás preparada?”, me aclara.
No tengo tiempo de responder, porque Karen comienza a contarme algunas de las indicaciones. “Escucha lo que te dice el médico, por ningún medio estas autorizada a suministrarle medicamentos a los niños, lávate las manos antes de entrar, no te quites el tapabocas. Ahora ve y comparte con ellos”.
El corazón se me acelera y siento cómo la sangre se me sube a la cabeza. Estoy ansiosa, pero también un poco nerviosa por conocer a los niños.
En camino a la habitación más cercana siento que alguien me hala el pantalón y no me deja caminar. Volteo la mirada para ver si es Karen quien me necesita, pero para mi sorpresa no es así. Se trata de un pequeño de camisa verde de rayas y pantalón café, que intenta llamar mi atención.
Me arrodillo para estar a su altura y le pregunto si quiere jugar, pero no me responde. Solo se queda mirándome fijamente a los ojos, como si le hubiera dicho algo aterrador. Le digo que no tenga miedo y con un manotazo aferra sus manos el collar que llevo puesto. Intenta quitármelo a la fuerza y mientras que lo hala efectúa sonidos guturales que nunca antes había escuchado. Se asemejan al llanto, pero no estoy segura de si eso es lo que está haciendo. Por suerte Karen va caminando por el pasillo, ve la situación y me dice que Gerson está “pretendiendo que llora”, para que le entregue el collar. Le pregunto nuevamente a Gerson si quiere jugar, pero parece que no me presta atención. Karen se ríe y me dice que él no está en capacidad de oír y por esto no puede entenderme.
Unos minutos más tarde me dicen que el diagnóstico de Gerson no es solo incapacidad auditiva, sino también retraso mental, labio leporino y paladar hendido. Esta última es una enfermedad genética que afecta la audición, el habla y la apariencia física, pues se desarrolla una fisura en la comisura del labio, que puede desplazarse hasta la base de la nariz.
En esos momentos pienso que puedo acercarme a él sin necesidad de hablar. Miro a mi alrededor y veo maracas, una radio, libros y colores. Cojo un libro con dibujos para pintar, una caja de colores y me dirijo a la sala, donde se encuentra Gerson jugando con mi collar.
Una vez el pequeño tiene los colores en sus manos, me mira y emite otro sonido gutural. Pero esta vez uno de felicidad.
Colorea, se ríe y me mira. Hasta que después de unos minutos, suelta lo que tiene en las manos, para frotarse el estómago y comenzar a llorar. Una de las enfermeras llega con un tubo transparente y me dice “Gerson siempre es el primero en decir que tiene hambre”, me rio para seguirle el chiste, pero no entiendo si tiene hambre por qué en vez de ese tubo no le trajo comida.
La enfermera le levanta la camiseta a Gerson. Deja al descubierto un pequeño aparato en la parte derecha del área abdominal. Saca la sonda del plástico que la recubre. Abre la tapa del aparato. Atraviesa el abdomen con la sonda y Gerson hace gestos como si fuera a comenzar a llorar. La enfermera lo calma, lo acuesta en la cuna y finalmente deja que un líquido viscoso pase por el tubo transparente. “Hoy es crema de champiñones”, me dice. Yo no puedo evitar abrir los ojos y le quiero preguntar todos los detalles sobre la alimentación por gastro, pero parece que algo sale mal con la conexión entre el tubo y el aparato, y la comida se derrama sobre la cobija de Gerson.
El olor de la sopa de champiñones comienza a esparcirse por el cuarto y la comida a ensuciar lo que alcanza.
Cojo la prenda sucia, la llevo a la lavandería y como la señora encargada de arreglar la ropa está ocupada, me siento en un banco justo al lado de la lavadora a esperar.
***
Tric, tric, tric, ese es el sonido de unos dedos que rozan sistemáticamente contra algo de superficie dura. Miro a mi derecha, pero no veo a nadie. Giro a la izquierda y la encuentro, allí esta. Una niña de aproximadamente siete años, de cabello castaño oscuro, recogido por dos moñas, piel pálida y manos pequeñas. Parece estar muy concentrada haciendo ese sonido.
Se detiene y acerca el oído a los barrotes quietos como si aún estuvieran sonando. Nuevamente roza sus dedos contra uno de los objetos y vuelve a parar. Un ciclo que se repite durante todo el tiempo que estoy sentada esperando.
Le entrego la cobija a la señora de la lavandería, pero me quedo observando a la pequeña. Se levanta, se me acerca y comienza a repetir lo mismo que estaba haciendo con los barrotes, pero ahora con mis brazos. Esto no produce sonido alguno, pero aun así Heidi, la pequeña niña, acerca el oído como si efectivamente estuviera escuchando algún sonido cautivante que sale de allí.
La miro a los ojos y le pregunto “¿qué haces?”, pero me ignora y continúa rosando mi brazo con sus dedos, sin muestras de tener ninguna otra distracción. Después de unos minutos, Heidi se acerca a la lavadora y repite la misma acción. Realmente no entiendo qué pretende con esto, así que me le acerco con el mismo libro de dibujos y los colores que hicieron reír a Gerson para invitarla a colorear, pero cuando le toco el hombro para llamar su atención ni siquiera se voltea a mirarme, se encoje de hombros y efectúa un gesto de desprecio.
Captar su atención es más difícil de lo que pensaba. Aprovecho para preguntarle a Karen si Heidi tampoco tiene capacidad auditiva y me dice que es autista, una enfermedad que la acompaña desde el nacimiento.
Miro sus ojos para corroborarlo por mí misma y veo lo que me esperaba. Heidi tiene una mirada que no mira, pero que traspasa, una característica propia de personas con autismo. Es como si yo no estuviera a su lado. Como si realmente nada de lo que está a su alrededor tuviera relevancia para ella. Todo lo utiliza para hacer algo diferente a su uso racional.
Así, sale del cuarto de lavandería, agarra un vaso de plástico y se lo pone encima de la cabeza. Después de un rato sostiene entre sus piernas un libro que no abre, solo se lo deja ahí puesto y luego coge unas gafas para utilizarlas como lo que parece ser el timón de un carro.
Durante todo el día que estuve en la fundación fue imposible interactuar con Heidi y en el rato que estuve cerca de ella no la escuche pronunciar palabra algún, la oí balbucear, pero a mis oídos nada entendible. Mas algo que me sorprende es que en horas de la tarde llega otra voluntaria que la llama por su nombre, Heidi se voltea para buscar su cara y cuando la encuentra se queda estática. La voluntaria se le acerca y Heidi se deja cargar. Pienso que debe tener una conexión muy grande con esta mujer, pues como me lo explicaba la doctora, esta pequeña es una niña difícil de llevar, porque todo el tiempo “está en su mundo y pocas personas logran aterrizarla en este por unos segundos”. Y así fue. Después de ese abrazo, la voluntaria la deja nuevamente en el piso y ella se va corriendo para la tercera planta del hogar, a donde yo la sigo.
***
Hay un corredor que se divide en tres. A mi lado derecho se encuentra el cuarto de niños mayores con enfermedades cognitivas y motoras. En la mitad está un closet gigante, con la ropa de todos los niños de esta tercera planta y al lado izquierdo es la habitación de las niñas mayores que padecen enfermedades cognitivas y motoras.
Desde el cuarto de las niñas se escucha la canción Al taller del maestro, una producción musical del reconocido cantautor cristiano Alex Campos y en el fondo la voz de una niña tarareando la melodía. Entro al cuarto para ver de quién se trata y me doy cuenta de que quien está cantando se encuentra en una esquina del cuarto, recostada en su cama, mirando hacia la pared.
Me acerco. La saludo. Se gira hacia mí y grita: “¡Hola! Bienvenida, amiga ahhhhhhhhhh… ¿jugamos?”
Manuela tiene 19 años, pero físicamente parece de 16. Es de contextura gruesa, sus extremidades son más cortas de lo habitual, tiene una lengua muy grande que le dificulta hablar y cuando sonríe se le forman dos hoyuelos en sus mejillas. Le digo “claro que sí Manuela. ¿A qué quieres jugar?”. “ Léeme este cuento, por favor”, me dice y me pasa el libro que tiene en las manos.
Leo la primera página del cuento, Manuela ve los dibujos y me dice que ya no quiere que le lea más, ahora quiere que le dé un paseo por la fundación en la silla de ruedas.
Una enfermera me ayuda a montarla en la silla de ruedas y a abrocharle bien el seguro, para que no se vaya a caer. La saco del cuarto, la llevo al parque que hay dentro de la casa, donde se vislumbran los rayos de sol de la seis de la tarde y, sin darme tiempo para detenernos a jugar, Manuela me dice que se quiere devolver para el cuarto. Las lágrimas se le derraman por las mejillas, no produce sonido alguno y con solo mirarla a la cara me doy cuenta que algo anda mal.
Le pregunto qué le pasa y me dice que le acaban de pegar, pero eso es imposible. Yo soy la única que ha estado con ella en estos momentos. Le sigo la corriente para ver qué me dice y le preguntó “¿Quién te pegó?, “mi novio me pego así…”, dice Manuela. Se pega con la mano en el brazo y comienza otra vez a llorar. Miro a Karen esperando que me dé una explicación.
Manuela tiene retraso mental, con un diagnostico psicológico adicional de trastornos del estado de ánimo, es por esto que pasa de estar triste a brava, de feliz a aburrida… en cuestión de segundos. Este cambio esporádico de emociones me obliga a cambiar las actividades que hago con ella aproximadamente cada 15 minutos. En una hora le leo un cuento, pintamos, le doy un paseo por el parque, cantamos, me habla sobre su novio imaginario y le cuento chistes. La clave es conocer cuándo Manuela se está aburriendo de la actividad, hay que mantenerla entretenida.
***
Así como Gerson, Heidi y Manuela, en el Hogar Santa Rita de Cascia hay 50 niños más que tienen enfermedades cognitivas y motoras. En este caso, la mayoría de ellos han sido abandonados en los hospitales una vez son dados a luz y otros son acogidos en la casa hogar, porque sus padres no están en condiciones de hacerse cargo de ellos.
Según diferentes medios de comunicación, en Colombia no se tiene claro cuántas son las personas que padecen algún tipo de discapacidad. Esto se debe a que son olvidados o excluidos y por la misma razón no han sido registradas ante el Ministerio de Salud y Protección Social, ni forman parte de las estadísticas registradas por en DANE.
En este contexto, 53 de los miles de niños que padecen una discapacidad y han sido abandonados en Colombia se encuentran en el Hogar Santa Rita de Cascia. Uno de los hogares que acoge el Instituto de Bienestar Familiar y se encarga de velar por el cuidado y el desarrollo de niños con enfermedades cognitivas y motoras.
*Los nombres de los personajes fueron cambiados