Un día como gimnasta

Viernes, 10 Marzo 2017 03:31
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La gimnasia es un deporte reconocido por la constancia, disciplina, tenacidad y pulcritud de los que la practican. Una cosa es verlo, pero otra muy diferente vivirlo. Así es un día de exigencia, miedo y satisfacción al interior de la Liga de Gimnasia de Bogotá.

Cuando se está en el aire todo se detiene alrededor. Ya no hay forma de arrepentirse. El próximo paso es aterrizar a salvo, sin huesos rotos, lesiones de tobillo o sin equilibrio que arruine la puntuación.||||| Cuando se está en el aire todo se detiene alrededor. Ya no hay forma de arrepentirse. El próximo paso es aterrizar a salvo, sin huesos rotos, lesiones de tobillo o sin equilibrio que arruine la puntuación.||||| Foto tomada de Agencia AP|||||
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La gimnasia es un deporte reconocido por la constancia, disciplina, tenacidad y pulcritud de los que la practican. Una cosa es verlo, pero otra muy diferente vivirlo. Así es un día de exigencia, miedo y satisfacción al interior de la Liga de Gimnasia de Bogotá.

Sudadera, leggins, trusa, tenis de suela gruesa, zapatillas, baletas… Estoy frente al armario, a tan solo treinta minutos de comenzar el entrenamiento y aun no sé qué ponerme, típico. Empaco en la tula una camiseta deportiva negra y una sudadera del mismo color, un par de tenis para correr, vendas para las muñecas, tres colas elásticas para el cabello y una toalla para limpiarme el sudor. Tengo dudas de si llevo lo necesario para la práctica o no, pero no hay tiempo para empacar nada más. Salgo corriendo de mi casa y en cuanto cierro la puerta, recuerdo que dejé encima del mesón una botella con agua fría.

El tiempo parece avanzar cada vez más lento en la carretera, hasta que desde la ventana del auto alcanzo a ver un letrero que dice Centro Deportivo El Salitre y alrededor del lugar canchas de voleibol, fútbol y básquetbol. Siento que se me va a salir el corazón por la boca. Trago saliva para contener las náuseas y camino con timidez hacia donde veo un grupo de quienes parecen ser bailarinas. “¿Y tú quién eres?”, me pregunta una de las niñas. Le digo que es mi primer día de entrenamiento  y, entre risas, comenta: “Hmm vamos a ver si esta sí dura”.

Basta con que el entrenador mire su reloj para entender que ya es hora de empezar, y sin mayor preámbulo los diez gimnastas forman dos líneas sobre el asfalto y se ubican en posición de salida. El pitido que escucho a continuación me deja un poco desconcertada, pero me limito a trotar al ritmo de mis compañeros para no desentonar.

Durante la primera vuelta todo parece estar a mi favor. El viento, mi cuerpo, la música, todo funciona a la perfección. Siento que la fuerte brisa y mi cuerpo van en la misma dirección, impulsándome a correr con más fuerza. Escucho a mis espaldas la risa de algunos gimnastas y conversaciones sobre acrobacias, ampollas y lesiones de tobillo, y pienso que, tal vez, esto no es tan difícil como me lo imaginaba, porque en este punto siento que puedo trotar durante el resto del día. Pero ese pensamiento no tarda en desvanecerse entre el frío de la tarde, el pegajoso sudor y la aceleración de los latidos de mi corazón.

Cuarenta minutos más tarde… Estoy a punto de rendirme. Me duelen las piernas, respiro agitada y no puedo hablar. Todo mi cuerpo está bañado en sudor, pero el aire que entra por mi nariz me congela la garganta. Necesito agua, es lo único que pienso, pero recuerdo que dejé la hidratación y ahora es cuando más me arrepiento.

Veo cómo niñas de 10 y 11 años de edad pasan por mi lado y me adelantan, sin dejar ni su sombra como consuelo o un “tú puedes” para contener el aliento. Mi mente me dice que siga y las rebase, pero mi cuerpo me sugiere todo lo contrario. Un pitido me saca de mis pensamientos y me devuelve a la realidad: “Todos los gimnastas a la pista. ¡Pero ya!”, dice el entrenador.

Dentro del coliseo me siento más perdida que nunca. El entrenador reconoce mi mirada confusa y me explica los cinco tipos de gimnasia que practican: rítmica, aeróbica, artística, acrobática, en trampolín, “y tú vas a pasar por cada una de estas”, dice.

Me uno a una fila de niñas, sin saber muy bien lo qué debemos hacer. A medida que me acerco al objetivo, veo cómo cada una se cuelga con las manos de una barra, coge impulso, salta, hace un giro y aún en el aire, pasa sus manos para sostenerse a otra barra, más alta que la anterior. Siento que un mar de mariposas me invade el estómago, miro hacia arriba, trago saliva e intento dejar a un lado los nervios. “Eres más sudor que fuerza, niña. Ve y llénate las manos de magnesio para que te puedas colgar”, me dice otro entrenador.

Una vez encima de la colchoneta, ya no hay vuelta atrás. Tengo tanto miedo que por un momento se me olvida respirar. Una niña nota mi nerviosismo y me dice: “Tranquila que el golpe lo recibe la colchoneta”. Pongo mis manos en la barra, me impulso con fuerza hacía arriba y me dejo llevar. No lo puedo creer, estoy encima de la barra, pero ahora tengo que girar. Cuento uno, dos, tres… Y cuando menos lo pienso, ya estaba en el aire, a centímetros de pegarme contra el piso. “Bueno por lo menos logré subirme a la barra”, digo en voz alta y camino hacia una banca, pero al instante el entrenador me detiene y comenta: “Valeria esto no termina aquí. Vuélvete a subir y hazlo hasta que lo logres”. Abro mis ojos con asombro y me pregunto si es una broma o el entrenador me está hablando en serio. Veo que está a la expectativa de mi movimiento. Sé que no tengo otra opción que volverme a lanzar.

Esta escena se repite una y otra vez, hasta que por fin lo logro. Aunque no alcancé a pasar a la otra barra, siento que di lo mejor de mí y mi estómago rojo e hinchado es testigo de mi esfuerzo. Estoy agotada, quiero parar, pero recuerdo que tengo cinco minutos para recuperarme y continuar.

Llevo dos horas entrenando sin parar y me faltan dos horas más. Me digo a mí misma que el dolor es mental. Pero cuando solo las manos sostienen todo el peso del cuerpo, la sangre se concentra en la cabeza y el tronco duele de tanto apretar, es más fácil convencerse de lo contrario. “No es tan complicado. Solo tienes que dejar que tu cuerpo te hable y concentrarte”, me dice la niña que me sostiene los pies. Y, al final, me doy cuenta que tiene razón. Cuando logro ser consciente y dueña de mis movimientos, solo tengo que resistir, respirar y volverlo a intentar.

Finalmente, cuatro horas que parecían eternas están por acabar. Los entrenadores reúnen a todos los gimnastas, los organizan en un círculo y cada uno, sentado con las piernas abiertas, toma las manos de otro compañero. A continuación escucho gritos, susurros y un “ya no más” que sale de mi boca. Si el entrenamiento fue difícil, esto es peor. Todos los músculos contraídos por el esfuerzo son obligados a estirar, relajar y luego aflojar más. Para que en el momento que el entrenador se pare encima de las piernas en posición de mariposa, no sea traumático, ni desgarrador.

Después de esta larga jornada de gimnasia, salgo del coliseo, miro el cielo y luego el reloj. Son las nueve de la noche. Pido un taxi, llego a mi casa, veo la botella sobre el mesón y ruego que la próxima vez se me olvide la cola para el cabello, las vendas para las muñecas, pero nunca más la hidratación. Hoy entendí que una gimnasta de verdad no se hace en un día. Crece con dedicación, constancia, exigencia y determinación cada día y por el resto de su vida.