Un hombre compuesto por trazos

Martes, 08 Julio 2025 08:06
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La carrera del arquitecto Alejandro Henríquez Luque está entrelazada con su pasión por el dibujo, una herramienta que usa para el diseño profesional y para crear una conexión especial con su hijo.

Alejandro Henríquez para la revista AXXIS de arquitectura y diseño|Catedral Basílica Metropolitana de Santa María, Burgos|Afiche de su libro de Quinta Camacho|Plaza Mayor, Madrid|Librería Wilborada, Bogotá|Central Park, New York|Dibujo de Mateo|Cartagena de Indias, Colombia|Dibujo de Beagle|Dibujo de Mateo|Dibujo animales en acuarela|Libro “Carpintería de Ribera” para el Ministerio de Cultura|Coliseo de Roma, Italia||| Alejandro Henríquez para la revista AXXIS de arquitectura y diseño|Catedral Basílica Metropolitana de Santa María, Burgos|Afiche de su libro de Quinta Camacho|Plaza Mayor, Madrid|Librería Wilborada, Bogotá|Central Park, New York|Dibujo de Mateo|Cartagena de Indias, Colombia|Dibujo de Beagle|Dibujo de Mateo|Dibujo animales en acuarela|Libro “Carpintería de Ribera” para el Ministerio de Cultura|Coliseo de Roma, Italia||| Revista AXXIS - David Rugeles|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Alejandro Henríquez|Aleja
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Durante un vuelo que cruzaba el océano, en los tiempos en que su hijo todavía creía en los Reyes Magos, Alejandro Henríquez Luque les daba vida a esos tres sabios de oriente con sus acuarelas. Serían nueve horas y media, o un poco más, para cubrir la distancia aproximada de 8.000 kilómetros que separan a la capital española, Madrid, de Bogotá, el corazón andino de Colombia.

A su lado iba sentado Jorge Alí Triana, un cineasta y dramaturgo colombiano célebre por poner en escena películas como Edipo Alcalde, Tiempo de morir y Bolívar soy yo. A pesar de reconocerlo, Henríquez no le habló, prefirió esperar a que fuera el otro quien iniciara la conversación. En el fondo, esperaba que el director, al ver aquel cuaderno que su vecino llenaba de dibujos, letras cursivas y recortes, le preguntara por lo que estaba haciendo. Más bien, hubiera querido pronunciar una vez más el nombre de la persona a la cual se lo entregaría. Esa bitácora colorida era una historia que le había construido a su hijo Mateo, quien luego de vivir con él en Barcelona, se mudaría con su exesposa a Colombia. Henríquez le estaba preparando un regalo más complicado de envolver que cualquier juguete o chocolate: una parte de sí mismo.

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Alejandro Henríquez suele vestir con prendas sin mucha gracia. Lleva una barba espesa de un gris cansado y el cabello como si la prisa fuera su peinado. Sostiene los pinceles y bolígrafos con precisión, y pasa las páginas de las libretas con tal delicadeza que parece haber convertido ese gesto en ceremonial. Lo sorprendente es que esa gentileza provenga de unas manos grandes, gruesas y de piel endurecida, cubiertas de un vello oscuro que le da un aire algo rudo.

Quizá esa característica venga de familia. Su tío, el hermano mayor de su madre, era un albañil. “Siempre me gustó lo que él hacía, me enseñó un montón de cosas”, dice Henríquez. Así, la arquitectura fue calando en su vida desde niño, cuando empezó a dibujar casas y estructuras.

Henríquez ha sido arquitecto durante cuatro décadas. Se graduó en 1987, y desde entonces las líneas de su bolígrafo han precedido a las obras en las que ha participado, como el cable aéreo de Panamá, el teleférico de Soacha y las revitalizaciones de las calles de Barcelona, España. También ha hecho restauraciones a restaurantes y viejas casonas, investigaciones para el Ministerio de Cultura y una obra de 15 tomos que le valió el Premio Nacional de Arquitectura en divulgación: Croquis de Viaje – Germán Samper Gnecco, un maestro arquitecto del que habla con sensatez y sin necesidad de que se le pregunte.

En la Revista AXXIS de arquitectura y diseño, donde alguna vez fue nombrado como un personaje destacado, se dice que Henríquez explora la arquitectura a través de una “mano pensante”. Su trazo se convirtió en su lenguaje y en un vehículo de pensamiento. Y es que, en él, el dibujo y la arquitectura "siempre funcionaron al mismo tiempo".

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El maletín que Henríquez lleva consigo es una cápsula de él mismo. Un iPad, un metro láser, las llaves de la casa que está restaurando, utensilios de dibujo, una caja de acuarelas y unos clínex para limpiar el pincel o para cuando tiene alergia. Por último, saca una libreta a la que se le están terminando las páginas y que tiene la portada desgastada, probablemente de tanto que ha puesto y quitado su caucho. 

Creció bajo una educación en la que “estudiar arte era cosa de hippies y marihuanos”, por lo que pasó primero por su cabeza ser cura que la idea de que podría convertirse en artista. Hoy en día la realidad dista bastante. Como se ve en su maletín, Hernández habita entre dos mundos, y aunque podría desprenderse de uno de ellos, el flujo de la vida dictó lo contrario: “Yo soy un ilustrador arquitecto y eso me gusta”.

En todo caso, la arquitectura también es arte. Desde los majestuosos sistemas de riego y drenaje en las terrazas de Machu Picchu hasta las audaces propuestas contemporáneas. Sin embargo, esta expresión artística también sigue el curso natural del progreso. En 1982, se lanza AutoCAD, un software de Diseño Asistido por Computadora. Henríquez estaba terminado sus estudios cuando este programa estaba tomando popularidad en Colombia. “En ese momento fue el boom, pero mi tesis de la universidad en el '87, diría que fue de las últimas que se hizo a mano”, dice. 

Todos sus planos los hace con AutoCAD, Revit o SketchUp, pero ninguno de ellos existe sin antes ser líneas trazadas a mano alzada y manchas de colores que se secan rápidamente en las hojas corrugadas. “El dibujo cada vez se usa menos, pero eso me parece chévere, porque me hace diferente. Me contratan porque dibujo y la gente lo aprecia muchísimo”.

Una vez un amigo le dijo a Henríquez: "Usted dibuja y es como si fuera el guitarrista de un grupo de rock". Henríquez, tal como Jimmy Page en Led Zeppelin, no está en el centro del escenario, pero basta con que pase sus manos por el papel, como Page por las cuerdas, y algo se enciende, aunque nadie sepa de inmediato de dónde viene. Finalmente, como dice el mismo Henríquez, “el dibujo genera una empatía automática”. En medio de una era en que lo digital se ha vuelto el principal medio para contar historias, Henríquez cuenta la suya a través de los cuadernos.

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En 1993, Henríquez llegó a Barcelona, España. Se acababa de casar y quería pasar su luna de miel en aquella ciudad portuaria. Lo que inicialmente serían solo tres meses, se transformó en una estadía de 15 años. Un amigo que residía allí le pidió ayuda para participar en un concurso de dibujo. Ese primer encargo fue el punto de partida de una cadena de contactos que lo llevó hasta un arquitecto que necesitaba a alguien que “le pusiera color a unos planos”. Comenzó trabajando como empleado, luego de manera independiente, y con el tiempo, obtuvo la nacionalidad española.

En Badalona, un municipio vecino a Barcelona, basta caminar unas cuantas cuadras para toparse con plazas que flotan sobre parqueaderos subterráneos: miles de metros cuadrados que llevan su trazo. Pero lo más importante que construyó en España no fue de concreto ni de acero, fue su paternidad. Allí nació Mateo, su hijo, a quien quiere “como a nadie en la vida”.

Cuando Mateo cumplió 3 años, sus padres se separaron. Al poco tiempo, su madre volvió a Colombia, pero Henríquez se quedó viviendo con su hijo. La separación fue sin duda un acontecimiento que lo marcó, no lo tenía previsto. “Fue una época muy dura. Además, vivía en un país extranjero sin nadie más”, dice. Entonces fue que surgió la idea de darle a Mateo algo “profundo”, a partir de algo tan valioso para él como el dibujo, las cartas.

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Rescatar un susurro. Sospechar un latido lejano. La experiencia de abrir una carta es como la de desenterrar un pedazo de alma. Es el único objeto que envejece sin morir, y cuanto más se marchite, más se revela su encanto: es la huella de quien, en el silencio de su pensamiento, se detuvo a pensar en otro. Eso fue lo que llevó a Henríquez a entregarle cartas ilustradas a su hijo Mateo, quien, casi teniendo 30 años de edad, todavía guarda en los mismos sobres en que le llegaron.

Lo que en Colombia es escribirle al Niño Dios o en Norteamérica a Santa Claus, en España es a los Reyes Magos. En esta costumbre conocida como la Epifanía, los niños escriben sus deseos prometiendo buen comportamiento a cambio de regalos. Henríquez, inspirado en el libro “Cartas de Papá Noel”, de J.R.R. Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, adoptó una costumbre de una fe que no profesa y, con ella, levantó un universo tan minucioso y tangible como los proyectos que construye, en el que los Reyes Magos respondían cada carta que Mateo les escribía. Desde entonces, durante cuatro años, el juego se volvió ritual, y el ritual, una forma de amor.

Guardaba cada carta en un sobre individual. Un elefante, un avestruz, monos o gacelas. Los animales en acuarela acompañaban a tres figuras con túnicas largas y turbantes voluptuosos, Gaspar, Melchor y Baltasar. Por el reverso, mensajes en tinta. Si la historia contaba una estampida, la caligrafía se desordenaba con intención, como un caligrama. Si Mateo aprendía colores, inventaba una travesía de papagayos con plumas de tonos vibrantes.

Henríquez se sentaba con la confianza de que aquello que sentía por su hijo lo llevaría a crear algo inolvidable. También, fue una forma de anestesia a la preocupación que tenía de que su hijo no tuviera una cercanía tan contundente con su madre. En todo caso, parecía tener una capacidad irrestricta para capturar ideas y palabras

En aquel vuelo, en el que dibujaba la bitácora para Mateo, quizás fue la emoción, fermentada por el alcohol, la que le permitió llenar un cuaderno en nueve horas. Hernández estaba sentado en primera clase a pesar de haber comprado un pasaje económico, pues una amiga que trabaja en la aerolínea Iberia, le solía subir de categoría. Entre sillas cómodas, comida y trago, dibujó camellos cruzando dunas, castillos de arena y pasaportes de los Reyes Magos. No pegó el ojo durante el vuelo: “Yo en mi sano juicio no sé cómo lo hice”.

Todos los años, para Navidad, escondía las cartas en la maleta de su hijo. Como parte de un acuerdo, Mateo visitaba Colombia en las vacaciones de mitad y fin de año. Pero en el 2006 su hijo de forma definitiva se mudaría a Colombia. “Era el momento de que Mateo supiera que era yo quien enviaba las cartas”. Por eso, hizo un último regalo con más trabajo, la bitácora.

La forma de entregar un regalo hecho a puño, letra y acuarelas también es un gesto deliberado. Un trayecto de buzones, carteros o, en este caso, una cadena de coincidencias orquestadas. Henríquez se contactó con Adriana Laganis dueña de la que fue la librería Arte y Letra, ubicada en la carrera séptima, y le dejó el cuaderno para que Mateo se lo encontrara como si se tratara de algo casual.

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La sorpresa terminó siendo para padre e hijo. La librería estaba llena de personas convocadas por el cuaderno que habían hojeado y la expresión que Mateo pondría. El marido de Laganis, que tenía una barba blanca y apariencia casi mística, le entregó la bitácora. Sin proponérselo, Mateo pensó que uno de los mismísimos Reyes Magos le había enviado un emisario.

Cuando, en vacaciones, Mateo visitó a su padre en Barcelona, una tarde sentados en el comedor, Henríquez le contó la verdad. Mateo, que en un par de ocasiones había notado que la letra de su padre se parecía a la de los Reyes Magos, escuchó y luego dijo: “¿Entonces todas las cartas eran mentira? Pues yo también quiero mentirle a mis hijos”.

En 2008, Henríquez regresó a vivir a Colombia. Actualmente, vive con Mateo, a quien tiene guardado en el celular como “Perrito Querido”. Brota en sus conversaciones con tanta naturalidad que la palabra “hijo” parece una muletilla: “Mateo es una de las personas más maravillosas que conozco, encantador, buen rollo y simpático”.

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Hay un día en el semestre en que Henríquez dicta una clase sobre sí mismo. Lo hace cada vez que da la asignatura de Cuadernos de Viaje en la Universidad del Rosario. Hace una mesa redonda y muestra las cartas y la bitácora de los Reyes Magos que le hizo a Mateo. La voz se le vuelve un hilo delgado a poco de quebrarse y en el rabillo del ojo se le hace una laguna. En esos instantes, es posible que una corriente de empatía recorra el salón, un atisbo del hombre detrás del profesor.

Su mirada puede pasar por apática e intimidante. No recuerda nombres con facilidad; su memoria se aferra más a un detalle. “Tú, tapabocas”, llama a una estudiante refiriéndose a la mascarilla que lleva en el rostro. Lo cierto es que, en el aula, su franqueza puede sentirse demasiado. Le dice a un estudiante que un dibujo es “aburrido”, compara frente a todos uno “malo” con otro de mejor resultado o considera que con dos ausencias se pierde la materia. Podría faltarle el tacto, como la vez que le dijo a su secretaria: "una mierda para mí", y se vio obligado a pedirle perdón.

Él mismo le atribuye este problema a su humor que define como “malo”. Viene de una mezcolanza de orígenes, herencia de una madre cachaca y un padre costeño, que pulió en Barcelona cuando los amigos lo "tomaban del pelo todo el día". Dice que ha tenido que aprender a "controlar esos chistes”, a “guardárselos”.

Al conversar con él, su apariencia distante se ve cortada por la pierna que cruza sobre la otra y por el gesto relajado de partir una galleta dentro del tinto pintado. Confiesa que la enseñanza le ha traído ratos decepcionantes cuando su pasión por el dibujo rebota sin encontrar suficiente asidero. "Yo decidí que no voy a volver a dictar", afirma. Para él, "dibujar arquitectura es una cosa fundamental, de disciplina". Ver que algunos alumnos lo consideran una tarea simpática, lo hace sentir que pierde el tiempo. Como si a un niño le destruyeran un castillo de arena que armó con esmero. Henríquez es una persona a la que le disgusta que no se le tome en serio.

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La relación de Henríquez con el dibujo encontró un eco en su exhaustiva inmersión en la obra de Germán Samper, arquitecto de obras como el edificio Avianca, el Museo del Oro o la Biblioteca Luis Ángel Arango. Más allá del estudio que ha hecho de su legado, con su tesis: Los cuadernos de dibujo del arquitecto, el caso de Germán Samper o con los tomos: Croquis de Viaje – Germán Samper Gnecco, Hernández parece admirarlo. Henríquez escribe sobre Samper que tiene cuatro actividades. Primero, el cronista, con su costumbre de capturar la arquitectura en narraciones dibujadas. El estratega, con su ejercicio de depuración de la realidad con técnicas de arte. El archivista, en la clasificación de bocetos y dibujos. Y por último, el educador con la transmisión del material. 

Paradójicamente, en Henríquez se podrían también reconocer esas cuatro. Es un cronista con sus acuarelas, un estratega al aplicar la técnica con precisión y elegancia, un archivista al guardar sus dibujos, libretas y cartas, y, si bien, es una dimensión ahora un poco frustrada, es un educador en cuanto le gusta enseñar lo que el dibujo puede transmitir. Y es que, para Henríquez, el acto de dibujar es un refugio.

Esta íntima conversación con el papel y con la tinta, se la imagina haciendo toda la vida. "Una de las cosas que más preocupación me genera es que de repente no pueda seguir dibujando y entonces qué voy a hacer". Ha visto a colegas arquitectos que creyeron en la perennidad de su trazo y el Parkinson llegó de forma implacable. "Pero bueno, cuando pase ya me inventaré algo".

“Llevo 40 años siendo arquitecto. Hay momentos en los que digo, ya estuvo bien”. En su habitación tiene un caballete y tres lienzos en blanco. Quizás el comienzo de nuevas manchas de acuarela y acrílico. Es una posibilidad que late y a la que le desea apostar. Porque el dibujo es su forma de descifrar y contar el mundo. El beso de despedida de la madre, el abrazo reconfortante del padre, una canción dedicada, los fríjoles de la abuela, en el caso de Henríquez es su trazo. Así, no es difícil imaginarlo en un futuro dibujando algún mundo paradisíaco con el retrato de sus nietos.

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