El encierro
Nos hicieron ir de Ebéjico, Antioquia cuando tenía cinco años. A las Farc le decían “la pandilla”. Nos iban a matar. Llegamos a vivir a un ranchito en Medellín. Cuando llovía el viento se llevaba el plástico y quedábamos en la calle. Empecé a trabajar desde niña para ayudar a mi mamá con los gastos de la casa. Una noche salí a las once del trabajo. Tenía 17 años. Un tipo me agarró por la espalda. Me puso un cuchillo en el cuello y me arrastró hasta un matorral. Me cortó la ropa en cuadritos. Me golpeó hasta que perdí el conocimiento. Me violó. Cuando desperté estaba sangrando. Él seguía ahí. Era de la banda de "Los Nachos". Trabajaba con el Bloque Nutibara, un grupo paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Me amenazó. Me dijo que si decía algo iba a matar a mis hermanos. Quedé en embarazo a causa de esa violación.
Huí con mi hijo para el corregimiento de Puerto López porque me cansé de la violencia en Medellín. Mi papá me regaló una plata para comprar una casita. La reformé y monté un restaurante. En mis horas libres ayudaba a personas de escasos recursos en servicios de primeros auxilios. Aplicaba inyecciones, hacía curaciones y ponía vendajes. Una mañana hubo un enfrentamiento entre soldados del Ejército y guerrilleros de las Farc. Nos tuvimos que esconder en una casa de obra negra y hasta el otro día nos dejaron salir. No les bastó con las personas. También mataron animales.
Cuando pude salir me fui para el restaurante. Entre seis y siete de la noche un grupo de las Farc bajaba. Yo estaba limpiando las mesas. Cuando subieron llevaban a varias personas con las manos amarradas. Me llamaron a la puerta del local. Salí. Me dijeron que tenía que irme con ellos. Me negué. Me sacaron a la fuerza. Me tiraron al suelo. Me patearon. Con el rifle me dieron un culatazo en la cadera. Mi hijo se aferró a mí, pero nos separaron.
Me llevaron hasta el campamento. Tuve que subir loma arriba con las manos amarradas. Me caí un par de veces, pero ellos me hicieron llegar a rastras. Me pusieron a trabajar de inmediato. Tenía que curar a los heridos. “Si alguno se llega a morir, lo paga con su vida”, me decían. A los días de estar ahí, el comandante empezó a abusar de mí. No pude defenderme. Todos estaban armados. Después de que me violó me obligó a practicarle sexo oral. Cuando salió le preguntó a otros guerrilleros si querían comer. Otros más empezaron a abusar de mí.
Estuve nueve meses y 15 días secuestrada. Me violaban cuando querían. También me golpeaban. Dejé de asistir en primeros auxilios y empecé a ser ayudante de cocina. Le colaboraba a una pareja que llevaba tres años secuestrada. Tenía que pasarle la comida a los guerrilleros. Cuando no les gustaba me botaban la comida de las manos, me rasgaban la ropa y me violaban. También a la señora que cocinaba. Yo llegaba reventada a la cocina. Me dejaban desnuda. El cocinero se quitaba la camisa y me la dejaba para cubrirme. Un día me dijo “tranquila que pronto va a descansar”. Yo creí que él sabía que me iban a matar.
Él estaba planeando un escape. Quería sacarme de ahí junto con su mujer. El día del cumpleaños del comandante nos fugamos. Cuando les pasé la comida me violaron otra vez. El cocinero se puso a llorar, pero me decía, “coma mucho”. Yo creí que me iba a envenenar, hasta que vi a los guerrilleros privados. Me pedía que comiera para no levantar sospecha. El cocinero echó una droga en la comida para dormirlos. Me puse ropa de él y salimos corriendo los tres. Escapamos con vida del campamento. Era 1997. Casi 20 años después conocí a Fulvia.
Blanca Lucía Muñoz
Los silencios
En Uribe, Tambo (Cauca) se decía “a las mujeres les están haciendo vaca”, pero yo me sentía lejos de las balas. Olga, la mudita del pueblo, es mi mamá. Es sorda. No aprendió a hablar. Guerrilleros y hombres del pueblo la violaban. No tenía voz para denunciar. Me tuvo en una letrina. Soy la mayor. Por todo me pegaba. La última vez que me golpeó fue la primera vez que menstrué. Ninguna de las dos sabía por qué sangraba. Mi mamá creía que me habían violado. Me daba la impresión de que no me quería. No sabía de las agresiones sexuales de las que fue víctima. Soy hija del esposo de mi tía Rafaela. Ella me lo contó tres días antes de irme de la casa.
Me fui con Clemente. Era mi primer novio. Tenía 14 años. No alcanzamos a tener en brazos al niño del primer embarazo. Murió a los 15 días de nacer. Como vivíamos en la casa de mi mamá, nos fuimos a pagar arriendo en Popayán. Aguanté insultos y puñetazos de Clemente hasta que nació Adriana, mi hija mayor. La dejé en Uribe con mi mamá y me fui a trabajar a casas de familia en Bogotá. Cuando regresé a Cauca, Clemente me convenció de que volviéramos.
Tenía cuatro meses de embarazo cuando a él le salió trabajo en La Romelia, a dos horas y media en carro de Uribe. Fui a cocinarle. Tocaba con leña, no había estufas de gas. Una mañana él se fue a trabajar y me puse a hacer el almuerzo. No había lavaplatos. Estaba lavando una cebolla afuera del rancho y escuché al Frente Octavo de las Farc. “Pueblo unido ¡jamás será vencido! Pueblo unido ¡jamás será vencido!”, gritaban. Ver la guerrilla era normal, era como ver un policía o un militar. Tres hombres armados entraron.
-¿Tiene agua hervida?, me preguntó un guerrillero.
-No, le dije.
-¿Qué tiene?
-Tengo café.
-Sírvame.
Los otros dos se fueron. Entré, pero no alcancé a llegar a donde teníamos las cositas de la cocina. El hombre me empujó y me arrojó sobre las raíces del suelo. Era en tierra. Yo le decía “¿Qué me va a hacer? No me vaya a matar, vea que estoy en embarazo”. Pensé que me iba a orinar. Me apuntaba con el fusil en la cara mientras se desabrochaba el pantalón. Yo estaba esperando el estruendo de una bala. Me tapó la boca con la palma de la mano. No pude gritar. Empecé a perder la conciencia. Los compañeros de combate lo llamaron. Antes de irse, me advirtió que no hablara o mataría a mi tío Pablo, que era el comandante de Policía del pueblo.
El fogón se me apagó. Entré a la ducha y las lágrimas se escapaban entre el hilo de agua que me escurría sobre la cabeza. La vecina del lado, Chila, me llamó y me dijo que no fuera a decir nada, que eso estaba muy peligroso. Cuando Clemente llegó no había comida. Me preguntaba por el almuerzo y yo solo le decía “me quiero ir para el pueblo, me quiero ir para el pueblo. No quiero estar aquí”. A esa hora no había carro, pero al otro día no le cociné, sino que me fui a Uribe donde mi mamá.
Le dije que allá hacía mucho frío. No le dije la verdad. Ocho días después me empezó a doler la cabeza. Me salieron granos por todo el cuerpo. Al mes de haberme ido de La Romelia bajó Clemente. Tenía la barriga más grande. Él fue donde un yerbatero y le llevó una muestra de orina. Le dijo que yo tenía un espíritu de muerto y que tenía que tomar agua de tumba. Me hicieron tomar la mitad en una media. La otra mitad me la echaron en la cabeza. No me curó. Llegué amarrada al hospital San José de Popayán. No soportaba el dolor. No me quería despertar. Cuando dormía el dolor no se sentía. Me sacaron líquido de la columna. Me aislaron, me daban la comida en desechables y no me dejaban poner mi ropa sino que me vestían con unas batas azules.
Los médicos me preguntaban si me había acostado con otro hombre diferente a Clemente y yo decía que no. Él estaba bien. Yo les decía que era el agua de tumba la que me tenía podrida. Estuve hospitalizada casi un mes. No me querían dejar tener la niña, me decían que iba a nacer sin huesos. Pero Leidy nació bien. Nunca la llevé a controles por miedo a que me la quitaran. Cuando nació, Clemente me abandonó en el hospital. Él quería un varón. Duré dos años en tratamiento. Le conté a una enfermera la verdad y supo guardarme el secreto. El guerrillero tenía sífilis. Me la contagió. Llegué a Bogotá a pagar arriendo. Ahí conocí a Ángela. Me asombró escuchar a una mujer que no conocía hablar sobre violencia sexual.
Fulvia Chungana
El destierro
Me cogió bronca desde que le herí el ego de macho. Estábamos bailando en una discoteca. Me negué a ayudarle a seducir a una amiga. “Mijo, ¿no es pues tan hombre? Conquístela usted”, le dije. Desde ahí empezó el hostigamiento. Rafael era del Bloque Metro de las AUC. Yo conocí a Stick, el comandante anterior, porque una mañana me mandó llamar. Quería saber por qué Jaime Andrés, mi hijo menor, había perdido el año. Estaba en cuarto de primaria. De niño tuvo un trastorno de epilepsia parcial. Los profesores le calificaban diferente. Stick me interrogó. Al otro día llegó a mi casa con otros paramilitares a revisar los medicamentos de Jaime Andrés. Tuvieron una reunión con la directora de la escuela. Le dieron el año por perdido.
Cuando me salió trabajo en la oficina de desarrollo de la comunidad, Rafael me citó. Me dijo que si él se daba cuenta de que yo veía algo raro en las veredas y no les contaba, tenía que arreglar cuentas con él. Yo enseñaba manualidades a mujeres. Tenía que visitar seis veredas. Yendo para La Sonadora, hubo un secuestro de la guerrilla a empleados de empresas públicas. Los montaron en una camioneta blanca. Un guerrillero me paró y me interrogó. Le mostré el carné y me dejó pasar. “Usted no ha visto nada”, me dijo. Llegué a la escuela y empezaron los disparos. No sabía cómo iba a salir de ahí. Cuando regresé a Guatapé no le avisé a Rafael. Él se dio cuenta. Me aporrearon. Me dañaron la dentadura.
Dejé de trabajar con el municipio. Yo vivía con Óscar, un parcero miembro de la comunidad LGBT. Le gustaba la música. Una noche ganó un concurso de Dj’s. Estábamos celebrando. Pasadas las dos de la mañana cerraron la discoteca. Agarramos para una esquina a seguir la rumba. Llegaron ellos. Vi a Rafael y a El Enfermero, que era el que desmembraba con la motosierra. Yo me quería ir. “Poni, ¿me va a hacer un favor? Diga que nos vamos a dar una vuelta y me lleva para la casa. Yo no quiero estar aquí”, le dije a Ponina, un amigo del pueblo. Él me llevó en la moto a eso de las tres de la mañana. Yo alisté mi pijama blanca de flores rosadas y me metí a bañar.
Tocaron la puerta. Creí que era Óscar que venía a seguir la rumba. Pensé que se le habían quedado las llaves. Cuando abrí eran tres de ellos. Entraron. Se sentaron en la sala y se pusieron a tomar. Yo ya conocía la dinámica. Me quedé callada. No hace mucho iban a matar a Óscar por ser gay. No pude hacer nada. Rafael me paró, me llevó al cuarto y pasó lo que pasó. Los tres me violaron. Se fueron. Abrí la llave de la ducha y me senté en el piso para que me cayera mucha agua. Me sentía sucia. No le dije a nadie. Dejé de salir a la calle. Tenía miedo.
Al mes salí. Dora me invitó a tomar café. Eran las seis de la tarde. Llegó otro comandante con paramilitares que nunca había visto. Rafael ya no estaba. Me hizo señas con el dedo para que me acercara. Sacó un arma y me la puso en la cien. “Te voy a matar hijueputa, te voy a matar”, me decía. Se inventó que yo era la moza del alcalde. Con la cabeza bajo el arma vi mi vida pasar. Veía a la gente como cocuyos. “No te mato hijueputa por tu papá y tu hijo, pero vos te vas del pueblo”, me dijo. Tenía plazo de irme al día siguiente hasta las dos de la tarde. No podía salir de la casa.
No sabía por qué me hicieron ir. Me senté en el mueble. Me mecía hacia adelante y hacia atrás. No es justo, no es justo, me repetía. No supe decir más. Dora y dos amigas más me ayudaron a empacar. Le conté a mi papá que me hicieron ir del pueblo. “Mañana voy y la saco de ese cagadero”, me dijo. Me llevé la cafetera, el azúcar, el café, los cigarrillos y el encendedor para la habitación. Si iba a prender un cigarrillo, me metía debajo de la cama. Si iba a hacer un tinto, me metía debajo de la cama. Creí que iban a volver a matarme. Fue la noche más larga de mi vida. No dormí. Lloré, lloré y lloré. No sé cuántos cigarrillos me fumé, ni cuántos tintos me tomé.
Me sentía como un zombie. Al otro día no almorcé. Mi papá me consiguió el carro del trasteo. Era muy pequeño. Empaqué lo que pude. Me fui en el primer viaje. Diego Alexander, mi hijo mayor, estaba en Medellín y se quedó con lo que quedaba de trasteo. Jaime Andrés estaba en Bogotá. Llegué a la casa de El Peñol. Llamó Diego a decir “abuelito, abuelito, dígale a mi mamá que se vaya que acabaron de venir por ella a matarla”. Eran cinco paramilitares. Él tuvo la valentía de preguntar por qué me iban a matar. Le contaron que me habían violado. Yo seguía en silencio. Él no le dijo nada al abuelo. Fumando un cigarro me lo confesó. A partir de ahí empecé a rodar. Viví de arrimada. Dormí en las calles. Pasé hambre. Me prostituí. Me drogué. Hasta que conocí a Angélica.
Ángela María Escobar
Sin remedio
La obligaron a huir de Casanare. Los paramilitares se llevaron a sus dos hijas y las esclavizaron sexualmente durante un mes. Tuvo que irse. Llegó a Bogotá. No calló. Abogaba por la protección de mujeres víctimas de desplazamiento forzado. Nueve años después iba saliendo del Ministerio del Interior cuando dos hombres la obligaron a abordar un taxi. Con un arma en la cara la forzaron a practicar sexo oral. “Es para que tenga la jeta cerrada. No la matamos para no convertirla en mártir”, le dijeron. No dejó de trabajar con el desplazamiento forzado. Empezó a hablar sobre las consecuencias de luchar y de las violaciones como escarmiento.
Sin Angélica Bello no habría violencia sexual en el acuerdo de paz con las Farc. No habría mujeres contando sus historias. No habría víctimas denunciando. Hizo visible que la violencia sexual es usada contra las mujeres como forma de castigo por su liderazgo, para atemorizar. Se acercó a la Defensoría del Pueblo y junto a Pilar Rueda hizo pública su denuncia. Se suicidó hace seis años. Su muerte impulsó la creación de la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales.
Pilar Rueda, sobre Angélica Bello
Martillazos que silencian balas
Bajo el acuerdo de paz firmado entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), se acordó la entrega de armas de la guerrilla a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con el fin de construir tres monumentos en Colombia, La Habana y Nueva York. En el centro histórico de Bogotá, 37 toneladas de armamento de las Farc fueron fundidas sobre Fragmentos. Un "contramonumento" que Doris Salcedo inauguró en diciembre de 2018, en colaboración con 20 mujeres víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto.
La noción de contramonumento, adoptada por Salcedo, va en contra de la edificación de una escultura que resalte a los actores de la guerra. La artista concibió este espacio de arte y memoria como una nueva plataforma física y conceptual, diferente a los monumentos tradicionales. En su composición los colombianos pueden pararse sobre las armas, y entre tanto, sobre una nueva realidad. En efecto, se configuró un lugar que articula tres espacios desolados sobre una superficie de metal fundida con el armamento. Fragmentos es una retórica a las ruinas, el vacío y el silencio que dejó el retumbar de los enfrentamientos.
Blanca, Fulvia, Angélica y 17 mujeres más martillaron durante dos días. Sus manos se llenaron de ampollas. “Más dolió la guerra”, decía Angélica María mientras golpeaba el martillo contra los moldes de metal. El silencio libró sus voces y se apoderó del estruendo de lo fusiles. Martillar fue catártico. “Me sentí como un billete. Me doblaron. Me arrugaron. Me pisotearon. Pero me desdoblé y caí en cuenta de que tenía el mismo valor. No fui culpable de lo que me pasó”, dice Fulvia. Martillaron por su dolor, por las que callan y por las que ya no están. Desbarataron el poder de las armas. Fundieron el rencor que quedaba en su corazón. Las armas dejaron de estar sobre sus cabezas. Ahora reposan bajo sus pies.