El día en que todo fue culpa del viento

Lunes, 26 Septiembre 2016 12:48
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Los exorcismos parecen impactantes y misteriosos. Lo cierto es que estos rituales de liberación son una compleja que dista del imaginario de Hollywood.

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Los exorcismos parecen impactantes y misteriosos. Lo cierto es que estos rituales de liberación son una compleja realidad que dista del imaginario de Hollywood.

Las iglesias a las siete de la mañana son bastante escalofriantes. La falta de religiosidad de los bogotanos ha provocado que a esta hora solo los viejitos tradicionales y personas en búsqueda de agua bendita para un exorcismo las visiten. Lo sé porque, en medio de disimulados bostezos, me hallaba esperando a que María Teresa terminara de hablar con el sacerdote que, minutos antes, había realizado una oración dedicada al agua que reposaba tibia en la botella verde de dos litros de 7Up. Aparentemente ahora llevamos dos litros de agua bendita.

Mi experta guía ‘exorcizadora’, María Teresa, no necesitaba pedirle consejos al cura sobre el rito, por lo que asumí que la conversación en susurros que estaban llevando, no tenía nada que ver con la demoníaca casa viviente que visitaremos más tarde, así que le di privacidad. Se despidieron con bendiciones en forma de cruces y el religioso se dirigió a un cuarto con pasos lentos, pero que hacían eco en el establecimiento eclesiástico. Sí, definitivamente las iglesias son escalofriantes. Todo esto sumado a que nuestra razón de visita se debía a la búsqueda de la liberación de un hogar de una cristiana familia.

¿Qué si tenía miedo? Sí. Es decir, una parte de mí quería ser una intelectual escéptica y no creer en chacras y cuarzos, pero otra parte de mí, aparentemente la más sensata, estaba aterrada de ser la primera en terminar poseída por el famoso ‘Chamuco’. La dichosa casa se encuentra en el barrio Minuto de Dios, y, por irónico que suene, estaba poseída. María Teresa ya me había puesto al día sobre la cantidad de eventos paranormales que se habían llevado a cabo allí. Es decir: objetos en movimiento, sombras oscuras, sombras ¿luminosas?, conversaciones con personas que en realidad no estaban allí, etc.

Juemadre, me estaba metiendo en El exorcismo de Emily Rose.

La casa era normal. No era de tonalidades grises mohosas, ni había una nube llena de truenos justo encima. Tenía un bonito jardín que requería atención y color en los ladrillos, pero en general la casa no era fea ni por fuera ni por dentro. Doña Leo, la dueña, nos abrió la puerta usando un delantal y nos invitó a seguir a su casa del terror. Un comedor redondo de cuatro puestos a mi derecha contenía la evidencia de que la familia ya había desayunado y se había retirado del lugar. Doña Leo nos ofreció un cafecito, pero María Teresa quería entrar en acción cuanto antes. Creo que quería lucirse conmigo.

La dueña nos llevó al segundo piso y le narró a su amiga ‘María T’, las últimas noches y sus tormentos. Los pasos en la madera los tenían tan asustados que ni ella ni su esposo podían pegar el ojo. Además, les estaban escondiendo las cosas y a su hija mayor, Leidy Johanna, le habían susurrado la semana pasada que se fueran de allí. Sí, era muy al estilo de El Conjuro. El piso de arriba estuvo en arriendo a un agradable viejito y a su adorable esposa treinta años menor. Ambos, ya fallecidos, parecían ser los espíritus que atormentaban a la familia de Doña Leo.

Esa parte de la casa sí que era medio creepy. Se había vuelto un depósito de la familia, por lo que había miles de cajas de cartón polvorosas y un tanto húmedas. La dueña afirmaba no saber de dónde provenía esa humedad. María Teresa me miró y levantó las cejas en señal de que ella tenía información que su amiga y yo, claramente, desconocíamos. No sabía si era mi paranoia, pero si sentía un ambiente pesado e incómodo. Era como si efectivamente allí hubiera algo más, algo que nos observaba. Esperaba que fuera un ratón, ¿o no? El caso es que mi mente ya empezaba a jugarme malas pasadas.

Doña Leo se excusó y fue a guardar su delantal y a esperar a las demás mujeres que nos acompañarían ese día llegaran. María Teresa, por otro lado, se dispuso a sacar los trapitos sucios de la familia que había vivido allí. El viejito había abandonado a su esposa por aquella mujer mucho más joven y había pagado todos y cada uno de sus caprichos materialistas. Según las hijas del viejito, su nueva pareja lo había rezado, teoría que luego había sido confirmada por María Teresa. La mujer había muerto primero de manera inexplicable, por lo que el viejito lleno de pena moral había enfermado y caído en cama durante un año antes de fallecer.

La dueña afirmaba que durante ese año la enfermera que había sido contratada para cuidar del viejito había mantenido interesantes conversaciones con la querida esposa de este. Esposa que llevaba más de seis meses enterrada en el Cementerio de Chapinero. Esto, sumado a más hechos paranormales, había llamado la atención de María Teresa por, lo que había tomado el mando de la situación tras la muerte del viejito para hacer las limpiezas espirituales. Habían encontrado frascos que la mujer tenía guardados con fluidos corporales, cabellos, fotos y demás objetos propios de rituales de brujería.

Todo esto había hecho del lugar una concentración fantasmal. Mi acompañante mientras hablaba, se dispuso a sacar de las bolsas negras que cargaba, los elementos necesarios para la limpieza. Veladoras blancas, hojas secas de salvia, las novenas a San Miguel Arcángel y San Benito, una copa de cobre, una Biblia, un montón de rosarios enredados, muchos palitos de incienso de varios colores, pero del mismo olor a sándalo y finalmente el agua bendita en la botella de 7Up. Doña Leo volvió trayendo consigo unos platos blancos con adornos de flores descoloridas en los bordes y un poco de agua.

María Teresa, al ser una mujer un poco mayor, pero no viejita, alegó que yo debía ayudar a mover las cajas para poner las sillas del círculo cósmico de rezo. Según ella su rodilla había empezado a molestar justo en ese instante. De mala gana lo hice pensado en mi leve alergia al polvo. Doña Leo puso las veladoras blancas en los platos con agua para evitar incendios, ya que estas se quedarían prendidas hasta que se consumieran. Mientras tanto, su amiga decidió prender los inciensos y aprovechar el fuego para fumarse un cigarrillo. Según ella a los espíritus les molestaba el humo del cigarrillo (al igual que a todo ser viviente no fumador).

Yo mientras tanto era poseída… por un ataque de estornudos producto del polvo.

Después de su cuarto pitillo ella y su amiga resolvieron que estaban lo suficientemente cansadas y ancianas como para subir las seis butacas. Cuando terminé de ubicarlas lo más pegadas posible las otras rezanderas habían llegado. La sobrina de María Teresa, una monja vestida de blanco y la vecina de Doña Leo con su nuera. Sin muchas palabras todas de manera mecánica tomaron un rosario, un par de novenas y se sentaron una junto a la otra. A mí me tocó hacer lo mismo, pero definitivamente no era una de ellas. Una parte de mí se sentía mal de pensar que esto no daría resultado por mi culpa y falta de fe.

La nuera me entregó a mí un equipo de rezo y me indicó que me sentara a su lado. Justo en medio de ella y María Teresa. Todas habíamos pasado por una preparación previa en la que habíamos ido a la Iglesia de los Capuchinos en San Victorino, a pagar misas de dos mil setecientos pesos por la protección de nuestras almas. Además de comprar (por si las moscas) botellas personales de agua bendita por el económico valor de mil pesos. Ya limpias y confesadas (menos yo), iniciaron la lectura de la novena mentalmente. Yo la leí por curiosidad y no fue la lectura más entretenida del universo.

La primera tanda duró una hora y media. Nada pasó. Ellas estaban tan concentradas que realmente me había empezado a aburrir. Después de la segunda tanda de relectura María Teresa tomó la copa de cobre que estaba a sus pies y la llenó de las hojas secas de salvia. La encendió y la empezó a mover haciendo que el humo recorriera el lugar. La pasó a la monja y esta hizo lo mismo, seguida de la vecina y las demás. Todo esto dentro del círculo, ya que era el puerto de protección. Me habían advertido de muchas maneras que no nos podíamos mover ya que corríamos riesgo ¿De qué? No sé.

Incluso, la monja me había dicho que si me sentía mareada debía avisar, pero por nada del mundo abandonar el círculo. Todo con tal de espantarme. Después de la cuarta ronda de lectura decidieron tomarse de las manos y hacer un cierre temporal. Yo pensé que era la hora de comer, pero no, ya que supuestamente estábamos en ayuno (yo había comido cereal en la mañana). María Teresa encendió otro cigarrillo y empezó a comentar que le habían susurrado que el ente que estaba allí pertenecía a una mujer. No supe en que momento hizo la conexión con el espíritu, pero las demás parecían de acuerdo con su afirmación.

Doña Leo abrió la botella de agua bendita y la empezó a sacudir por el lugar y por nosotras. Me sentí decepcionada ya que yo estaba esperando que el agua hubiera cambiado su estado natural al bendito de forma palpable. Algo así como que ahora fuera escarchada o llena de arcoíris. Después de que la botella quedara medio vacía y María Teresa terminara de fumar otros cuatro contendores de cáncer pulmonar, retomamos el círculo energético. Esta vez la copa de cobre estaba en la mitad de la reunión todavía ardiendo y la vecina había estrellado ramilletes de salvia por todas las superficies dejando rastros en el suelo.

En esta tanda, que iniciaba a las dos de la tarde, se rezaría la novena de San Benito y luego se cerraría con un sin número de padres nuestro, aves María y no sé qué más oraciones que en mi vida había escuchado. Mi abuela estaría enojada conmigo ya que supuestamente fui a un colegio católico. Todas empezaron a rezar de nuevo en sus mentes, yo empecé a rememorar las películas de terror en las que los curas entran cuales héroes con sus crucifijos y su Biblia en latín, y le ordenaban a Satanás abandonar las casas o los cuerpos de las vírgenes poseídas. Esta cosa no se parecía en nada a eso y era bastante aburrida.

Estaba en mis divagaciones mentales en las que pensaba en las películas de terror y al mismo tiempo cantaba una canción de Juan Gabriel que me había perseguido toda la semana, cuando la botella de agua bendita cayó haciendo un estruendo. Tal hecho me hizo brincar y tratar de levantarme a buscarla. La nuera me puso la mano en la espalda. Cuando la miré tenía los ojos cerrados y sus labios se movían recitando algo. ¿Cómo se cayó? ¿Esa vaina no tenía agua que le añadía peso? Lo cierto es que quería buscarle la famosa explicación científica al evento, pero no la encontraba.

-Fue el viento-me repetí mil veces mientras volvía a mi posición original mirando la copa ardiente.

Eso no me lo creía ni yo en esos momentos. Mi mente me llevó a escenarios caóticos en los que me volvía la niña de El Exorcista y caminaba torcida por las paredes. Tomé aire para hacerme la valiente, pero el frío que hacía en el lugar solo me hacía pensar que efectivamente allí estaba el famoso espíritu. Me entró un ataque de ansiedad. Me quería mover, pero me sentía atrapada. Sentía que me estaban mirando y estaba muerta del miedo. Finalmente, la cordura llegó a mí y me obligué a calmarme y a no hacer el oso frente a esas mujeres expertas en eventos paranormales.

Me tenía que relajar. No me iba a poner así por una insignificante botella.

María Teresa me miró y sonrió un tanto maliciosa. Nos ordenó a todas subir los pies y no tocar el suelo de madera para nada. A las tres en punto de la tarde el piso empezó a crujir. Los famosos pasos que Doña Leo escuchaba. María Teresa me miraba esperando mi reacción. ¡Ja! Hasta yo sabía que la madera tiene la tendencia a hacer ese tipo de sonidos. No me iba a asustar. La vecina, un tanto incómoda, bajó la cabeza, cerró los ojos y empezó a orar apretando fuertemente el rosario que tenía en las manos. No entendía su reacción hasta que noté que las veladoras blancas se habían apagado. Todas.

-Fue el viento-traté de convencerme de nuevo.

Por supuesto que era el viento, pero mi yo sugestionado juraba y comía tierra que la suma de la madera, y la botella y las velas eran la respuesta a la pregunta inteligente-pendeja que todos se han hecho alguna vez. ¿Hay algo más allá? Si yo hubiera sido un tanto racional en ese momento, no habría estado tan convencida de la existencia de los espíritus. Pero no. Mi yo sugestionado había empezado a creer en las historias de María Teresa, en las que su nieta había sido poseída durante un exorcismo en casa de su fallecido hermano. Según ella, su mirada era la del mismo demonio y la retó tratando de que parara sus oraciones.

Un escalofrío me hizo temblar de pies a cabeza. Las tres de la tarde era la hora que marcaba el reloj de muñeca de la nuera. Estaba segura de que ese número era importante. Algo así como que Jesús había muerto a esa hora ¿Por qué nunca puse atención en clase de religión? Ahora sería importante saberlo y así poder salir corriendo cualquier cosa. Una nueva tanda de la novena comenzó y yo solo pensaba en huir de allí. Abajo un ruido fuerte me hizo sobresaltarme de nuevo. Era tan claro que ahora sí podía afirmar que los fantasmas existían. Los oía tan bien que quise sacar mi celular y grabarlo todo.

-Llegó mi marido-indicó Doña Leo, rompiendo el silencio.

Sentí decepción. Yo estaba enloqueciéndome en la búsqueda del más allá. Doña Leo le gritó que no subiera y que el almuerzo estaba en las ollas del día anterior. No había pasos de espectros, no había voces, no había sombras o motas luminosas. No había nada más que la fe de estas mujeres y su ferviente deseo de exorcizar el lugar. La botella de agua bendita había quedado recostada contra la pata de una mesa por lo que se había resbalado y se había caído. Una ventana abierta había apagado las velas, así como habían enfriado la madera caliente y la habían hecho crujir.

A eso de las seis, cuando otra de las mil novenas terminó su tanda de recitación, decidí irme. Tenía hambre, estaba cansada, y un tanto aburrida. Esto se debía a que mi yo escéptico finalmente había ganado la batalla y había entendido que, si bien la fe podía mover montañas, también podía mover botellas. Me hicieron una oración de cierre, luego tuve que brincar ridículamente por encima del cáliz de fuego para limpiarme y finalmente me estrellaron una que otra ramita seca. La monja me entregó una botella de agua bendita y me dijo que la hirviera con salvia para usarla como agua de baño. Aparentemente tenía que expulsar las malas energías a las que había estado expuesta.

La tomé por educación, o eso creía, ya que al llegar a mi casa vacía y oscura, y escuchar un ruido en mi cuarto (probablemente mi gato), corrí a untarme el dichoso menjurje por si las moscas y a decirme una vez más, que había sido culpa del viento.