Los líderes ambientales en Colombia no existen para el Estado. El Gobierno los niega permanentemente; y cuando no los niega, no los reconoce. Ni por vía legal ni en los planes de protección existe una categoría que los defina y permita ofrecerles una seguridad diferencial. Ni siquiera a nivel mediático se habla de ellos. Se les categoriza de forma colectiva como líderes sociales, campesinos, indígenas y demás, cuando sus luchas en muchos casos van más allá de una cuestión territorial. Ni siquiera cuando la ONG inglesa Global Witness, nos posicionó como el segundo país con más asesinatos de líderes ambientales en el mundo
Esto quedó aún más claro cuando el pasado 27 de septiembre el gobierno colombiano decidió no adherirse al Acuerdo Regional de Escazú por segunda vez. El pacto, además de buscar el acceso a información ambiental, busca el reconocimiento de los líderes ambientales y el establecimiento de estatutos para protegerlos. Este es el primer acuerdo a nivel internacional que contempla obligaciones legales para cada Estado en protección de los defensores de recursos naturales. En esa fecha se cumplió un año desde que la ONU comenzó la recolección de firmas, momento en el que Colombia firmó pero no decidió ratificar su respaldo. Esta es una problemática latinoamericana pues ni siquiera Chile, país donde se organizó la ceremonia, ha firmado el acuerdo.
El Gobierno no los reconoce pero en abril de 2018 Francia Márquez, líder ambiental y afro, ganó el Premio Goldman, conocido como el “nobel ambiental”, por su lucha contra la minería en el Cauca y la defensa del agua como espacio de vida. Además del reconocimiento, Márquez ha sido violentada de diferentes maneras, aún con atentados que buscaban asesinarla. Ahora para hablar con ella es necesario romper las barreras de un esquema de seguridad y el temor de quien ha sido víctima de amenazas, un atentando donde fue atacada con disparos y granadas en medio de una reunión y el desplazamiento forzado de su hogar. Francia es solo uno de los múltiples casos que ha llevado a que Global Witness posicione a Colombia como uno de los países con mayor riesgo para líderes ambientales.
Según el más reciente informe de la ONG inglesa, el año pasado, a nivel mundial, fueron asesinados tres líderes ambientales cada semana. En los últimos años, Colombia no ha salido de los tres primeros países con más asesinatos por esta causa: de 164 muertes en el mundo, 24 eran de nuestro país. La persecución se le atribuye a tres actividades que, casualmente, son el diario vivir: la minería, la agroindustria y los proyectos extractivos.
A las personas que denuncian y se oponen a las afectaciones que producen esas actividades en los recursos naturales, se les ha estigmatizado, violentado, y los ataques en su contra han quedado en la impunidad. Pareciera que los líderes se han convertido en enemigos del Estado. Son sus enemigos porque luchan contra las empresas a las que les ha otorgado licencia para extraer los recursos sin consultar a la comunidad y bajo el discurso de desarrollo económico.
El Gobierno también ha llegado a escudarse en que la Unidad Nacional de Protección ha implementado mecanismos para el cuidado de los líderes pero, como bien han denunciado muchos de ellos, las soluciones no han sido efectivas. Se brindan celulares de emergencia para zonas donde no llega la cobertura, se asignan carros a líderes que se mueven en lancha y, al final, la solución estatal es moverlos de sus casas en vez de solventar el problema de raíz. La respuesta del gobierno también ha sido “señalarlos como guerrilleros”, como afirma Rossana Mejía, líder ambiental que para visitar el municipio que la vio crecer tiene que entrar a escondidas y acompañada de un escuadrón de seguridad.
La inseguridad ha llegado al punto que en febrero de 2018 grupos armados en el Cauca colocaron una bomba afuera de la casa de Enrique Fernández, líder indígena de la comunidad Nasa. Después del suceso, el defensor y su familia tuvieron que ser desplazados de la ciudad. El caso de Luis Alberto Torres, líder del movimiento Ríos Vivos, habla por sí solo. A sus 35 años fue asesinado en Valdivia por la defensa del río Cauca debido a las afectaciones de la represa de Hidroituango. Su caso es el reflejo de la realidad que se vive en zonas donde los recursos son expropiados y explotados sin regulación y sin mesura.
En Colombia los líderes ambientales sí existen, se reconocen internacionalmente, ganan premios, luchan por los recursos diariamente pero el Estado les ha fallado. Les falló con el Acuerdo de Escazú, les falló no protegiéndolos y, ahora, los olvida en bases de datos que se convierten en frías cifras que no dicen nada sobre el drama humano que cada una significa: en el conteo abstracto de líderes asesinados que el estado mata en vida olviándolos.