No quedó piedra sobre piedra. Cenizas, polvo, oscuridad y vidrios en el aire eran todo el escenario que había dejado la época de terror por el narcotráfico.
ÚLTIMA HORA. “Muerte, horror, destrucción. Acaba de estallar un poderoso artefacto, se alcanzan a divisar numerosos muertos”, suena en Caracol Radio. “El más grave atentado hasta hoy”, titula Canal Uno, “el terrorismo hirió la seguridad en Bogotá”, publica El Tiempo, un miércoles cualquiera, a un día de las velitas, un 6 de diciembre.
Mientras que en Alemania se caía el muro de Berlín, en Colombia caía la más fuerte ola de atentados. El 89 fue el año negro para el país cafetero, en el exterior solo éramos conocidos por nuestras amplias redes de narcotráfico y por la insaciable ola de violencia que se estaba desatando. El país estaba sufriendo mucho, muchos inocentes murieron a cuestas de un debate político: frenar la extradición. El cartel de Medellín, que cada día tenía más fuerza, lograría a toda costa que el proceso de encarcelación en Estados Unidos quedara frenado. Las personas vivían en constante tensión, era un año negro para Colombia, la gente salía de sus hogares pero no sabía si volvería. Era una zozobra en todo momento, dicen algunos, otros lo llamaban el país del terror.
7:00 a.m
En la sede de bomberos ubicada en Los Mártires, los empleados se disponían a desayunar. En la estación de Caracol Radio, el periodista Guillermo Franco estaba esperando el inicio de su programa radial. Doña Rosa, modista en el barrio San Matilde, se encontraba haciendo el vestido de la primera comunión de su hija. María Elvira, profesora de pre escolar, estaba siendo atendida por una manicurista en una peluquería cualquiera del centro de Bogotá.
Jairo Umaña, parte del equipo de escoltas del general Maza Márquez, estaba a ocho pasos de la entrada del edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Por cosas de la vida, se le dio por tomar café con uno de sus compañeros, aprovechando que su jefe no había llegado. Ese día no entraron al noveno piso donde quedaba la oficina del director Maza, como habitualmente lo hacían, no ingresaron a recibir las órdenes del día, esas que nunca serían dadas. A esa hora ya estaban ingresando los trabajadores del DAS, “buenos días”, “cómo amaneció” repetían a los empleados. También había una fila de personas que sacaban su pasado judicial en las oficinas de la institución de seguridad y, cuestionando un poco el dicho “a los que madrugan, Dios les ayuda”, se habían levantado temprano sin saber lo que les esperaba.
7:32 a.m
Un bus cruzaba en horas de la mañana por la carrera 27 con Avenida 19, específicamente el barrio Paloquemao. Con una suspensión en aprietos por las cinco toneladas de explosivos que llevaba dentro, fue el actor intelectual del crimen. Una explosión que lo destruyó en pedazos y arrazó con lo que tenía a su alrededor. Neumáticos de hierro se habían convertido en armas explosivas, en barras de nitroglicerina y materiales porosos, eso que comunmente se conoce como dinamita.
“Sentimos un estruendo grandísimo”, dijo la suboficial de bomberos Miryam Malpica. “Vimos una columna de humo”, afirma Guillermo Franco. “Eran antes de las ocho de la mañana cuando se escuchó una fuerte explosión”, comentó María Elvira, con el manicure destrozado por su sobresalto. Doña Rosa alcanzó a ver, en su televisor viejo, anuncios de última hora en todos los noticieros. Y Jairo Umaña solo dijo: “¡PUM! Sonó un petardo”.
La orden era matar a Maza Márquez, destruir el edificio desde sus entrañas con once toneladas de dinamita que se redujeron a siete. Para desgracia de Pablo Escobar, líder de la banda de narcotráficantes, al ver las noticias en donde aseguraban que el bus iba cargado con cerca de setecientos kilos de explosivos, dijo: “Estos maricas no saben nada, siempre dan el diez por ciento del total de la dinamita que les pongo”, así lo narra su hijo Juan Pablo.
7:33 a.m
“De un momento a otro sentí el estallido, sentí que todo se vino encima. Nos calló el techo a todas las personas que estábamos en el séptimo piso”. ¿Qué pasó después? “Todo era oscuro. Confuso. Parecía que la bomba hubiera sido casi al lado de nosotros, pero fue a un costado”, dice Juan Carlos, funcionario del DAS. Estaba sentado en el cubículo de su oficina y no recuerda cómo resultó de pie. “Vi cuando los vidrios se desprendieron, estallaron y chocaron contra la pared”. Esos trozos, que volaron por todas partes, hirieron a 600 personas y dejaron a 72 muertas. El humo y el fuego eran el panorama general. Las personas dentro del edificio no sabían por dónde salir, todo era pilas gigantes de escombros, papeles incinerados, creían que se iba a derrumbar el edificio y la única palabra que describía la situación era: HORROR.
Umaña pensó que la bomba la habían puesto en el sótano, solo vio vidrios, polvo, papeles y latas volando por todas partes. No corrió, no se movió. Mientras sus compañeros corrían, creyendo que el edificio se iba a caer, él solo observaba cómo la gente salía herida y cómo llegaban las ambulancias y policías.
En la central de bomberos se encendió la sirena, todo el personal salió al lugar de la tragedia, llegaron y se encontraron con lo poco que quedaba del edificio del DAS y un crater en el suelo que jamás sería borrado, ni con cemento, ni con hierro. No se podría tapar el inmenso vacío que había dejado la detonación en las almas de muchos colombianos. La bomba fue puesta para no dejar a nadie con vida, para matar al director de la institución. El susodicho estaba ileso y, como lo narra Guillermo Franco, se encontraba en el noveno piso, en su oficina, a la que se dirigía Umaña si no hubiera tomado café. Allí se encontraba desconcertado, pertrificado, con el cadáver de una de sus secretarias al lado y otras dos heridas al frente.
Doña Rosa paró de confeccionar el vestido de su hija, probablemente, con sejemante tristeza, ya no habría fiesta. El barrio San Matilde colapsó, todas las personas salieron a la calle, muchos lloraban, otros salieron corriendo a rescatar a algún familiar. En el salón de belleza donde estaba María Elvira, los secadores se apagaron, los esmaltes cayeron al piso, y los peinados a medio hacer y las tinturas sin remover no importaron en el momento. Las noticias pasaban minuto por minuto cada detalle que era conocido del suceso. Una niebla de tristeza, melancolía y nostalgia invadió a todo el país.
“¡Socorro!”, gritaba la gente debajo de los escombros. Piernas, brazos y troncos estaban regados por todo el lugar. Los bomberos encontraban cabezas con sus cuerpos a varios metros. Había ambulancias, policías y personal del ejército por doquier, parecía una película de guerra donde todo es caos y destrucción. Como lo describe la suboficial Malpica, “era una escena bastante drámatica, bastante triste”. Se encontraban niños desmebrados totalmente, gritanto “¡mami!, ¡ayúdame!”. También se veía gente caminar sangrando. Las personas ilesas comenzaron a buscar restos humanos, manos, pies, brazos, zapatos, carteras, ropa quemada y todo tipo de prendas que estaban regadas en el piso. Cada 20 centímetros había parámedicos: uno, dos, tres, haciendo reanimación, pero muy pocos respondieron.
Las palabras de Maza fueron las siguientes: “un edificio se puede recuperar, pero la pérdida de vidas inocentes, ¡eso es irreparable!”. Cuando hablan los testigos, solo se escucha horror, tristeza, rencor y luto a punta de terror. El edificio que era símbolo de la seguridad en Colombia, había desprotegido a millones de paisanos. Desolador silencio, cenizas, polvo, oscuridad y vidrios en el aire eran el resultado de un edificio en ruinas y millones de vidas en manos de la dinamita.