Un día con un pescador de camarón

Miércoles, 15 Febrero 2017 11:11
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Detrás de mantas Wayúu, nubes rosadas por el volar de los flamencos y al son del último éxito vallenato, se oculta el sabor de los camarones recién sacados del mar en las redes de una familia que vive gracias a las aguas de La Guajira.

Pescador de Camarón en La Guajira|||| Pescador de Camarón en La Guajira|||| ||||
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Detrás de mantas Wayúu, nubes rosadas por el volar de los flamencos y al son del último éxito vallenato, se oculta el sabor de los camarones recién sacados del mar en las redes de una familia que vive gracias a las aguas de La Guajira.

De la tierra donde los niños mueren de hambre y año tras año se encuentran escándalos por corrupción. Donde sus gobernadores se toman a diestra y siniestra los subsidios para la comunidad. En el epicentro de las mochilas wayúu y las tardes de ranchería. El lugar preferido de los flamencos y el hogar predilecto de los camarones y los chivos. En la cuna del vallenato y la champeta, a 20 horas por carretera de la capital, se encuentra uno de los 32 departamentos de Colombia: La Guajira. Dentro de sus 20.848 km de desierto y bosque seco, rodeado de las propias bahías del Mar Caribe, se encuentra una pequeña parte de lo que muchos pueden llamar paraíso. El Santuario de Fauna y Flora de los Flamencos, llamativo por las nubes rosadas que se forman en el cielo con el volar de las exóticas aves y gracias a su paradisiaca gastronomía, es hoy en día el oasis del ecoturismo guajiro.

Las rancherías que rodean el santuario, la ensenada que se llena solo algunos meses del año -por la fuerte sequía que azota el territorio- y las exóticas aves, son solo algunos de los atractivos del lugar. De su gastronomía se destacan los camarones, al desayuno, al almuerzo, a la cena, en la borrachera, en las onces y las medias nueves. A toda hora este tipo de crustáceo se degusta entre las miles de preparaciones que con talentosas manos realizan las mujeres wayúu, de mantas largas y coloridas, algunas tejidas y otras más modernas con telas de seda. A cambio del mesero elegante y de estar sentando en una sofisticada mesa con cubiertos de plata, tenemos la hermosura del mestizaje que nos ofrece un plato de generosas porciones.

Lunes 1:00 P.M

En frente de mi cara, tengo lo que en la capital venderían como un afrodisiaco y exclusivo plato de camarones al ajillo. De color rosado pálido pero llamativo, con algunas rayas que envuelven el diminuto cuerpo del crustáceo y unos toques de cilantro, las papilas gustativas se activan solo con la vista en el plato, pues la combinación, tan propia del lugar, encaja perfecto con el sonido del choque de las olas y la brisa en la cara. El estómago, con atisbo de saber qué sería lo que en unos minutos degustaría, rugía, a lo mejor del hambre o muy posiblemente la emoción. Sin importar la arena en todos lados, ni mucho menos el calor que estaba haciendo, con una maraña en el cabello y emocionada por la reciente llegada, me encontraba con la inigualable sensación del primer bocado.

Con la abundante dieta de camarón,  son cuestionables los titulares que en la capital nos forman estigmas y estereotipos: “En la ardiente Guajira los niños mueren de hambre y sed”, titula Semana y así innumerables medios colombianos. Es increíble que en medio de tanta belleza, tanto contra luz, en uno de los lugares más fotogénicos del país, la vibra no sea más que euforia y amor, de esos hogareños, del de la mamá, del de la abuela. Mientras que en otro lado, en la frialdad rutinaria de Bogotá, se hable solo de las tragedias que aquí, muy ocultas, se encuentran.

Lunes 8:00 A.M

Pero un plato es más que solo sabor, horas antes las mujeres wayúu, luciendo como para una gala, en sus tradicionales y sagradas mantas, se sientan a limpiar el crustáceo. Sin preocuparse por el sudor o el brillo de su cara, ni por el frizz del cabello, mucho menos por los pies llenos de arena, las indígenas tienen en frente de ellas, canastas llenas de lo que uno nunca sospecharía que es un delicioso camarón. Al contrario, a los grandes crustáceos con ojos negros saltones, que te hacen sentir más que observado, los cubre una coraza transparente que les quita toda la ternura evocada por el color rosa. El paso a seguir, es quitarles la cabeza que se va junto con sus largas antenas y unos pares de pinzas que utilizan para defenderse. Con la otra parte del cuerpo en sus ajadas manos, empiezan a retirar la delgada piel y con esta, las múltiples y cortas patas que tiene el animal.

El sádico cuchillo que se asoma en una de sus manos, atraviesa por toda la mitad el cuerpo del crustáceo. El color café que se ve por dentro se conoce como vena, y con dedos hábiles y poco asquientos, es sacada con rapidez. La cola es cortada con una estocada veloz y sin temor. El camarón queda listo para ser cocinado.

Domingo 9:00 P.M

La noche anterior, antes de que las wayúu se levantaran a limpiar los crustáceos, en el momento en que todos duermen en hamacas, chinchorros o también se encuentran en el “plan de caseta” (bailando vallenato y tomando licor Dos Caballos), la amplia Boca de Camarones espera tranquila en la madrugada. Es una ensenada de poca profundidad, pero que trae todo los nutrientes del mar y sus peces. Para los noctámbulos, es un espectáculo ver el cielo oscuro que está iluminado por estrellas y constelaciones, para rematar, en esta noche, nos acompañaba una luna roja que dibujaba diferentes colores en el firmamento. De no ser por el temor a encontrar algunos bichos o tropezarse con algunos troncos, las linternas no hubieran sido necesarias.

Con un cielo tan despejado (y semejante en belleza a una pintura de Pollock) la sensación del agua en principio se sentía tan fría como si estuviéramos en el Ártico, pero después de acostumbrarse era refrescante y hasta relajante. Uno de los wayúu más carismáticos de la Boca y con una de las sonrisas más resplandecientes que haya visto, de tez negra y músculos fibrosos que se marcaban con cada movimiento, nos estaba acompañando en todas nuestras aventuras. Para sus 15 años, tenía una gran estatura y para estar en un ambiente tan alegre era extraño encontrar personas tímidas como él. Yilson era el tercero de una familia de tres hermanos y una hermana.

Después de un rato de incertidumbre, a lo lejos se podía ver una fogata en la orilla de la ensenada y alrededor de ella varias personas. La noche era fría para estar en La Guajira, pero a medida que nos acercábamos el ambiente se sentía más cálido, probablemente por la fogata o también por el calor humano. Mientras más avanzábamos, pudimos observar que eran varias las fogatas que estaban en la orilla. Del agua salía un hombre alto, fibroso y con unos pantalones cortos y mojados: era el papá de Yilson. Con un saco en la mano, se apresuró a dejarlo en el suelo y en compañía de su esposa –la madre del quinceañero- y su única hija, era la hora de clasificar la pesca.

En el saco que estaba extendido en el suelo se encontraba una incontable cantidad de camarones y otro tipo de peces. Al principio irreconocibles, por la costumbre de verlos rosados y limpios, era perturbador ver cómo se movían en su último aliento por sobrevivir. Sus pequeñas patas se movían de un lado para otro y en caso de coger alguno sin tener cuidado, podían llegar a hacer daño. El hijo menor de la familia, que aparentaba unos ocho años, sostenía la linterna y en algunos instantes se distraía por burlarse de las cachacas que estaban observando lo que hacía diariamente su familia. Por cachacas, me refiero al apodo que nos tenían todos los guajiros y por burlarse me refiero a que se nos notaba el temor a los cangrejos y por nuestras constantes curiosidades que para ellos eran tan obvias.

En una selección ardua pero rápida, las mujeres del clan escogían los camarones y sacaban a los cangrejos que se colaban en el saco. Estos se iban caminando sin prestar atención a la gran redada en la que se pudieron ver involucrados, pero en caso de alumbrarlos se acercaban con rapidez como en un campo de atracción. Los otros peces, que en su mayoría eran sardinas, se quedaban en la orilla y al otro día serían devoradas por todo tipo de pájaros. Esta tarea la estaban haciendo al mismo tiempo otras siete familias, que como ellos, tenían como sustento esta época de cosecha de camarón.

Mientras el padre de Yilson se volvía a introducir al agua para poner el saco en una red que estaba atada a un palo y donde se agarraban los camarones, Yilson fue atacado por un camarón tigre. De la familia de los crustáceos, este animal era el feroz depredador de los camarones que las familias de la reserva pescaban. Superaba en tamaño a los camarones que habíamos visto hasta el momento, y haciéndole justicia a su nombre, lo rodeaban líneas gruesas que lo hacían parecer todo un felino. Este tipo de crustáceo moría más lento y atacaba más duro, según nuestro joven acompañante, sabía muy rico.

Lo que horas antes fue un buen bocado de camarón, ahora es un balde de crustáceos que están a punto de cerrar sus ojos saltones. Era cuestión de minutos para que la bolsa con la pesca volviera a llegar al suelo y la familia empezara a seleccionar sus mejores presas. Mientras en el día muchos trabajaban en una pesca más tradicional, en la reserva de los flamencos, se esperaba hasta la noche para que los camarones salieran. Desde las siete hasta ya pasada la madrugada, estos clanes familiares se reunían para conseguir su sustento.

En la capital, alguien debía estar comiendo un plato de camarones, que le fueron vendidos con la mayor de las ostentosidades pero sin saber que mucho antes, alguien como Yilson y su familia, había estado en la madrugada, en la orilla y en compañía de una fogata, esperando que salieran los crustáceos.