Hay días así. Largos días en los que no sucede nada. En los que nadie le escribe, aunque le escriban todos; los largos días en los que nadie le llama por teléfono, aunque lo llamen tantos. Los largos días en los que él piensa en sus amigos que le rompieron el corazón, en los amores que tuvo- a los que él les rompió el corazón-, en el amor de su vida. Y que quizá le está rompiendo el corazón. Y nada lo conmueve. Así son los largos días de Adolfo Zableh.
Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un bramido, el viento. Sentado en una butaca de madera cubierta por una manta, viste un suéter beige de cashmere, un abrigo de cuero negro, blue-jeans calza botas Dr. Martens. A sus espaldas, una puerta corrediza de vidrio templado separa la sala de un balcón en el que se ven dos sillas y, más allá, un terreno cubierto por plantas. Después, una selva de concreto, un cúmulo de edificaciones de mediana altura, ladrillos, grandes ventanales, Bogotá.
Lo envuelve esa cáscara nebulosa, las costras incurables de un desánimo nuclear. Hasta que esa cosa insalubre, dañina, que lo atormenta desde niño, ese pálido nudo de fuego, se le forma siempre entre las cuerdas bucales cuando intenta hablar. Reconoce no ser el interlocutor más fluido, pero también que ha tenido un enorme progreso; antes, en su niñez, pasó horas, días, semanas y, hasta años sin pronunciar palabra.
"A-de-lante, ade-lante", dice, mientras sujeta una lupa con su mano derecha.
Es un hombre, pero podría ser un dragón, el jadeo de un volcán, la rigidez que antecede a un terremoto. Se pone de pie. Aprieta un cojín bordado y dice: "Sigue, sigue".
Llegar al apartamento del piso 11, el más alto de un edificio bieniseñado, en una esquina del barrio Rosales, a siete kilómetros del centro histórico de Bogotá, donde vive Adolfo Zableh, es fácil. Lo difícil es llegar a él.
Tratar con él, mientras empuña un vaso de whiskey en las rocas de una sola malta para exaltar su ánimo, tampoco es tarea fácil. Como un soldado de plomo, rígido, expectante, ofrece un trago, e invita a tomar asiento. Una vez roto el hielo, se muestra afable, cortés, pero aún algo distante.
Adolfo. Adolfo Zableh. Oriundo de Barranquilla, ciudad de la costa Atlántica colombiana. Hijo primogénito de un total de cinco traídos al mundo por la unión de Adolfo Zableh, prominente empresario, y Estela Durán, catedrática de Universidad. Adolfo. Adolfo Zableh. Tenía tan solo cinco años cuando fue víctima de abuso sexual, 25 cuando a través de una columna confesó lo sucedido, 26 cuando se graduó de Economía de la Pontificia Universidad Javeriana, 30 cuando se consagró como columnista, guionista, colaborador de medios, escritor de renombre. Adolfo. Adolfo Zableh. Hay quienes creen que habla de lo que nadie habla. Maneja un discurso pausado, poco fluido, pero su prosa, su prosa es su redención, su máxima pasión, un medio para comunicar lo que, para él, resulta incomunicable con el habla.
Descubrió su habilidad para la escritura cuando en contraprestación a la ayuda que recibía con las matemáticas, empezó a escribir los ensayos para sus compañeros. La escritura no es solo su oficio, es la forma de explorarse a sí mismo, de enfrentar los miedos, la rabia, la amargura y la inconformidad. Es la manera de expresar un pensamiento siempre activo, siempre al borde del abismo.
- El peor miedo que uno puede tener es a uno mismo, enfrentarse, darse la cara. Si esto no ocurre, el alivio será pasajero y la sanación no llegará. Es una lucha continua, solitaria y sin tregua, pero a la vez, plena de descubrimientos y buenos momentos a la que no se le escapa nada.
- ¿Cuándo es que usted entiende que escribir es su vocación?
- Yo entré a Economía sabiendo que no quería ser economista, o sea, que no quería ejercer la economía, quería estar más enfocado en el tema de periodismo deportivo. Yo quería ser el próximo Hernán Peláez, ahora no quiero ser él porque claramente no es el perfil que terminé escogiendo, pero en economía me iba tan mal en el tema de matemáticas, estadística, econometría, una cantidad de materias que tenían que ver con números, que mis compañeros me ayudaban con esos asuntos y yo, en contraprestación, los ayudaba con todo lo que fuera humanidades. Yo hacía los ensayos, nunca en la vida había escrito antes. Hacía los ensayos de historia, los de filosofía y pues ahí me di cuenta, en el primer ensayo que entregué que les fue muy, muy bien y dije “okay, lo mío es más lo escrito que lo hablado, evidentemente, por acá es la vuelta”.
- Recordando un poco sus años de adolescencia o de infancia, ¿cómo se describiría usted? Al hacer una retrospección, ¿qué clase de persona cree usted haber sido durante ésa época?
- Ésa etapa de mi vida fue de extremos. Fui muy feliz, pero al mismo tiempo pasé momentos difíciles. A mí me pasaba algo en general, me pasó hasta hace año y medio o dos y es que pensaba "¿cuándo va a empezar mi vida?" Y no me había dado cuenta de que mi vida había empezado ya desde que respiré por primera vez. Mi infancia es muy estándar, es muy normal, un papá, una mamá, varios hermanos, en Barranquilla, en la costa, acomodado. Yo siempre he tendido a intentar subir de estrato sin éxito, pero pues, entonces estudié en el Liceo Cervantes, que en esa época era el mejor colegio de Barranquilla, académicamente hablando. Vengo de una familia gigante, costeña y árabe, bastante machista, bien particular. Siempre fui y, sigo siendo un tipo ladino, tímido, tartamudo.
- En sus columnas, en lo que usted escribe, siempre menciona a su mamá, ella resulta ser un tema recurrente que surge de una u otra manera como referencia de amor, de lo que a usted mismo ha vivido. ¿Cómo es su relación con ella?
- Sí, es que la mamá es la matriz, pues de ahí su nombre, la mamá es la matriz y es en un momento la medida de todas las cosas, y es la base de la forma en la que uno se relaciona con las otras mujeres, con las otras personas, con el mundo en general. Mi mamá es una gran persona, yo la odiaba, literalmente, quería que se muriera, no porque le deseara la muerte en sí, sino porque sentía que si se moría yo me liberaba. Como que la única manera de poder sacarme esta rabia y hacer mi vida bien y feliz era… sí, como espicharse un grano, suena horrible pero es eso, si me molesta esto me lo espicho y ya.
- Bueno, hay un momento puntual de su vida en que usted decide hablar de manera abierta en una columna del diario El Tiempo, confiesa que fue víctima de abuso sexual durante su niñez. ¿Por qué toma la decisión de revelar ese episodio?
- Porque yo antes escribía para aliviarme y el alivio funcionaba pero era una cosa parcial. Ahora escribo porque entiendo que lo que escribo ya no hace parte de mí. Yo siempre digo, y lo repito una y otra vez, que escribir es como ir al baño; tú lo produjiste, está en ti, pero cuando sueltas el inodoro ya se fue, ya no es de ti. Para mí escribir, ahora es eso. Antes lo hacía en medio de mi malestar, escribir me servía para medio exorcizar, pero estaba tan mal yo, o era que lo hacía de formas que no correspondían, que no me aliviaban más allá de un rato. Yo no habría escrito esa columna si no me hubiera sentido listo para escribirla. En un momento dije: ya estoy listo, ya pasé por todo lo que he pasado, ya estoy listo para decir: “vea, lo que me ha pasado a mí es esto y la razón de muchas de mis cosas es esta, y ya, ya lo conté, ya salió y ya fue y siempre es viendo a ver lo que sigue”. Yo no me quedo en esa columna, me sirvió, fue liberadora, pero sola por su cuenta no sirve de mucho.
Al cabo de un rato, cuando ya la botella iba medio vacía, llega Estela Durán. Adolfo, conmocionado por la sorpresiva visita, reacciona; suelta un grito ahogado que por poco termina en llanto: “¡Mamá!”. Estela, una mujer de 75 años y buen semblante camina con swing garbo, la cabeza erguida. Sus pasos dejan sobre la madera las huellas de una suela de goma mojada. Sin pronunciar palabra alguna, cierra la puerta de entrada al apartamento, cuelga un paraguas de bastón cobrizo en el perchero más cercano y, se dirige con cierto sosiego hacia el sofá donde está sentado su hijo. El ambiente se torna tenso. Ninguno de los presentes se anima a iniciar una conversación. Adolfo hace como si ella y él fueran los únicos en la habitación.
De repente, ella suelta una pregunta al aire:
- ¿Quién es él?
- Un estu-dian-te de periodismo
- ¿Le estás dando clases?
- No…..n…o ma-má…má.
- ¿Entonces, hijo?
- Me está entrevistando.
- ¡Ah!
Al unísono, da media vuelta, sin saludar, sin despedirse, toma sus prendas y se va.
- Así es ella. Así es mi vida. Por eso escribo.