Sentada en un sofá color mostaza junto a la ventana más grande del apartamento está mi abuela, con su pelo corto entre rubio y blanco, sus ojos azules y sus labios delgados. La brisa ya empieza a entrar por el balcón, y los 35 grados centígrados típicos de las tardes caleñas se vuelven menos insoportables. Ella, con sus manos pecosas y agujas de crochet, teje un camino para el centro de mesa de su cuñada. Deja las grandes agujas a un lado, se para y me dice:
- Mijita, mira lo que te hice- saca de una bolsa un par de bufandas negras- Para esos fríos tan duros que están haciendo en Bogotá.
- Gracias Tita -le digo mientras las guardo en el bolso. En mi casa ya tengo toda una colección de bufandas que mi abuela me regala cada vez que voy a Cali.
Como percibe que no aguanto el calor que invade al apartamento me invita al balcón. Se sienta en la mecedora de tapiz de arabescos cafés y contempla las orquídeas que tiene en tres materas de cerámica azul. Ahí, en el sexto piso de un edificio de ladrillo, frente a un paisaje de pequeños tejados rojos enmarcados por guaduales, me cuenta su historia.
Nació en Plunge, en 1937, un pueblo al noroeste de Lituania. El 7 de Junio Reginele, o Regina traducido a español, se convierte en la sexta integrante de la familia Lukauskis Lapinski, hasta ese momento conformada por sus padres y tres hermanos, todos hombres.
Su infancia transcurrió en una finca donde su padre, Simonas Lukauskis, sembraba cebada y trigo, y criaba vacas y caballos. Mientras que su madre, conocida como babune, hacía la mantequilla, el queso, el pan y las carnes para consumir en la casa. Apenas hace unos tres años me enteré que aquella mujer callada que llevaba siempre una trenza larga y gris, y una sonrisa en la cara no se llamaba babune. "Babune", como todos le decíamos, es abuela en lituano.
Los años tranquilos en aquella finca cercana a dos pequeños lagos, que parecía un escenario sacado de los cuentos de los hermanos Grimm, no duraron mucho. Cuando mi abuela tenía apenas dos años ya había explotado la Segunda Guerra Mundial, y el panorama en Lituania cambió. En 1940 la Unión Soviética invadió al país y éste se convirtió en La República Socialista Soviética de Lituania. Al año siguiente la Alemania nazi ocupó el territorio lituano y el poder de la URSS se redujo. A principios de 1945, debido a la caída alemana en la guerra, el país volvió a ser republica soviética. Ese año, mis bisabuelos con sus seis hijos pequeños tuvieron que huir de su casa.
- Cuando nos fuimos, en la carretera estaban haciendo zanjas para cuando habían bombardeos. Uno se tenía que tirar y meterse ahí. Después tocó dejar las carretas. Entonces nos llevaron en un camión con soldados, un camión que llevaba soldados heridos.
Se queda muda por un momento. Guarda un silencio que en realidad es fácil de descifrar; no sólo se está esforzando por recordar momentos que vivió cuando tenía siete años, también está reviviendo una etapa que la marcó por el resto de su vida.
- Después se buscaba cualquier transporte que hubiera por ahí. Nos tocó montar en una lancha, en un barquito para atravesar como un lago grande, porque habían ya bombardeado muchos puentes.
La verdad es que entre zanjas, soldados heridos, bombardeos y puentes caídos la familia atravesó gran parte de Europa, desde Lituania hasta Alemania. En ese viaje murió el hijo menor, de un año. Murió de frío mientras buscaban huir de la guerra.
- Cuando llegamos a Alemania nos dieron una casa en un pueblito. Cuando había bombardeos por la noche había que meterse en el sótano y apagar las luces para que los aviones no vieran el tamaño de las ciudades.
Es curioso ver la forma en la que mi abuela trata de buscarle el tono rosa a sus relatos, de matizarlos y hacerlos parecer menos crudos de lo que son. En un momento parece desconectarse de la conversación y me dice "¿Sabes que era lo que más me gustaba de Alemania? Ir a ver los castillos, eran muchos y muy bonitos".
Para contrastar la escena de los castillos me cuenta cuando fue testigo de las torturas que se realizaban en Alemania. En los mismos cuartos donde ella, su hermana y su madre se bañaban junto con otras madres e hijas, se realizaban los famosos baños de gas.
- Donde nosotros nos tocaba bañarnos era, un día eran mujeres otro día eran hombres, y las niñas con las mamás. Entonces eran unos cuartos grandes, y había muchas regaderas, uno se bañaba ahí. Pero cuando iban a hacer torturas entonces mandaban gas por ahí. Los mataban.
Después de vivir en la casa en el pueblo, se fueron a una especie de apartamentos que el gobierno de Estados Unidos había adecuado para los refugiados, donde tenían como vecinos familias checas, polacas y yugoslavas. Cuatro años después les dieron a conocer unas listas de países donde podían ir a vivir como asilados. Venezuela, Ecuador, Argentina y Estados Unidos, entre otros, eran las opciones. Por alguna razón desconocida mi bisabuelo, ‘Tete’, eligió a Colombia.
- Mi papá dijo: pues vamos para Colombia, no sabía el idioma ni nada, lo único que sabíamos es que acá había mucho indio. Le decían que cómo se iba a ir allá ¡Si allá son con taparrabos! Entonces mi papá dijo: no importa.
El proceso se demoró un poco, pues mientras mi abuela y su familia buscaban salir de Alemania, Bogotá estaba sumida en el caos. En abril de ese año fue el bogotazo, una revuelta violenta entre los partidos tradicionales del país que se dio a raíz del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán; donde murieron miles de personas y quedó destruido el centro de la capital, incluido el edificio donde estaban en proceso los documentos de la familia Lukauskis. A finales de julio las autoridades colombianas les dieron vía libre, y después de atravesar Europa,en tren desde Alemania hasta Marsella, emprendieron un viaje de 28 días en barco, hasta Cartagena.
- A mí lo que más me gustó en ese viaje era ver los peces voladores, que por acá uno no los ve, vuelan harto así por encima del agua. En el barco íbamos otras dos familias y nosotros. Eran piezas grandes con camarotes donde dormían las mujeres y en otras los hombres, lógico que no era en primera clase, pues eso era regalado.
Nuevamente se mezcla en la historia esa mirada romántica casi nostálgica que tiene mi abuela sobre esos momentos. El hecho de que recuerde que en medio del largo viaje de España a Colombia un grupo de peces ‘volaba’ por encima del agua, cuando en realidad estaba partiendo a un país totalmente ajeno; huyendo de una guerra y dejando atrás su casa, el resto de su familia y sus recuerdos, es fiel testigo de que la historia aunque hoy me la cuenta una mujer de 73 años con diez nietos, está narrada a través de los ojos de una niña de once años.
En agosto de 1948 llegaron a Cartagena. Es fácil imaginarse un grupo de seis niños monos y muy blancos chiquitos, acompañados por una mujer menudita, callada y tímida junto a un hombre fornido de ceño fruncido caminando por las calles coloniales de la heroica. Después de una semana viajaron a Bogotá.
En la capital un sacerdote de apellido Salducas se encargó de ubicarlos. Le consiguió a Tete un trabajo como administrador una finca en las afueras de la ciudad. Su hermano mayor Víctor fue a trabajar con su padre; Simón fue enviado a estudiar a los Salesianos de Ibagué, a Pranas lo habían internado en el colegio del 20 de julio pero solo duró un mes, y a ella la mandaron a estudiar con las Salesianas. Cuenta que ninguno hablaba ni entendía español.
- Lo único que sabíamos decir era ‘negro’. Mi papá compró un diccionario para que aprendiéramos y no aprendimos nada. El dijo no vayan a decir negro porque es una ofensa, y nosotros lo único que aprendimos fue a decir negro.
En toda su historia se puede ver esa curiosidad hacia la raza negra. Cuando llegaron a Cartagena, en las calles los niños negros pequeños perseguían a mi abuela para tocarle el pelo y a ella también le daban ganas de tocar esa piel oscura que no había visto de cerca antes. La primera vez que la familia vio un negro fue cuando llegaron a refugiarse en Alemania.
- Mi mamá estaba mirando por una ventana y pasó un soldado americano negro… ¡Que susto se pegó la pobre abuela pensando que era el diablo!
Después del trabajo a las afueras de Bogotá la familia se trasladó a Popayán. Ahí trabajaron en la finca de Doña Josefina Valencia, hija del maestro Guillermo Valencia; reconocido poeta y político del país. Al padre no lo alcanzó a conocer, pues él murió antes de que ellos llegaran a trabajar a la finca. Sin embargo, se acuerda de haber visto un par de veces a su otro hijo, Guillermo León Valencia, quien fue presidente varios años después.
En la finca de la familia Valencia trabajaron mucho tiempo, hasta que se trasladaron a Buga porque el Servicio de Inteligencia Colombiana le dijo al bisabuelo que él había venido como agricultor, y debía seguir haciendo el mismo trabajo. Entonces se mudaron al Valle porque las tierras eran mejores.
A finales de los años 50’s, mientras mi abuela trabajaba en la finca con su madre, llegó un hombre muy alto, delgado, de entradas marcadas y ojos verdes. Trabajaba en la zona y les facilitaba las cosas a mis bisabuelos ya que el sí manejaba el español y conocía más personas del lugar. Su nombre era Antanas Jurksaitis y también era lituano. Le llevaba veinte años a mi abuela pero eso no le importó, le dijo a Babune que ‘se la guardara’. Se la guardaron muy bien y cinco años después se casaron.
El abuelo siempre ha sido un misterio, no se sabe bien de donde venía, solo que sabía siete idiomas, provenía de una de las principales ciudades de Lituania y había trabajado una época en el Vaticano. La historia parece sacada de una novela; dos lituanos provenientes de ciudades y mundos totalmente distintos, ella de una familia de un pueblo pequeño y él un hombre letrado de la capital, se encuentran en un lugar muy lejano del mapa. En Buga, Colombia.
Antanas, o Antonio como todavía le dice mi abuela, muere en un accidente de tránsito en agosto de 1964. La deja con tres hijos pequeños- el mayor de cinco años- y seis meses de embarazo. En septiembre, de forma prematura, nace mi papá, Antanas Jurksaitis también.
Después de enviudar, Regina regresa a Popayán para criar a sus hijos. Cuatro años después se va a vivir a Nueva York. Allá se vuelve a casar y tiene una hija. Después de divorciarse vuelve al país, de nuevo a Popayán, la ciudad que siempre ha sido como su Plunge en Colombia.
Dice que siempre ha sentido que esa es su ciudad, dice que siente una ‘cosa nativa’ hacia ella. Después de irse varias veces siempre busca la forma de regresar, pero ahora, sentada en la sala de su casa en una ciudad que no es su favorita dice: "Ahora sí como que salí definitivamente. Popayán ha sido muy lindo, me da mucha nostalgia porque ha cambiado mucho". Cuando dice que ahora sí salió definitivamente lo hace con mucha melancolía.
La verdad es que la última vez que vivió en el Cauca no era en Popayán, era en una vereda muy cercana que se llama El Cofre. "El Chircalito", como se llama la finca, es una casa grande, de tres habitaciones donde en mi infancia siempre olía a galletas recién horneadas.
Los recuerdos en esa finca son muchos, ahí pasé muchas vacaciones con mis primos; usábamos pedazos de cartón para deslizarnos por la loma, recogíamos huevos, jugábamos con los perros que siempre habían desde pincher hasta doberman, traíamos leña para quemar masmelos en la fogata, nos comíamos la masa de las galletas cruda y salíamos en la noche a la cancha de fútbol -con un arco improvisado por tres guaduas- a ver las estrellas fugaces y ‘ovnis’. Ese lugar con el piso cubierto de hojas secas y guayabas maduras es el que mi abuela se vio obligada a dejar atrás debido a la violencia que arropó no solamente esa zona roja del Cauca sino también a la familia.
A finales de los 80’s su hermano mayor, Víctor, fue secuestrado por la guerrilla. Aunque eso no hizo que ella dejara su finca ahí empezó la presión por parte de hermanos e hijos para que se fuera a un lugar más seguro. Finalmente su hermano fue liberado, con una barba blanca y larga como de Papá Noel, después de muy poco tiempo si se compara con los secuestros de hoy en día que van más allá de los diez años.
Diez años después, un grupo de encapuchados llegó a la parcelación donde estaba "El Chircalito". Luego de amordazar al vigilante los ladrones metieron a todas las personas de la parcelación en la primera finca de la carretera, la de mi abuela. Ahí los dejaron un tiempo y con camión desocuparon gran parte de las casas y se devoraron hasta las galletas que comíamos mis primos y yo en vacaciones.
Aun así, Regina seguía enamorada de Popayán y continuaba terca frente a la idea de dejarlo. Pero en el 2005 ocurrió un incidente que la obligaría a irse. Su hermano Pranas fue asesinado por un guerrillero de las FARC en un forcejeo en su carro al no dejarse secuestrar. Pranas era su hermano más cercano, el inmediatamente menor y el que había hecho el papel de padre para mi papá y mis tíos al morir mi abuelo. No estaría mal decir que era su hermano favorito, era un hombre que a pesar de haberse posicionado económicamente en un país al cual llegó sin saber siquiera el idioma nunca perdió su sencillez, un hombre que vivía enamorado del campo, al igual que mi abuela, y que para acompañar el aguardiente pedía siempre un vaso de leche. Desde el día que murió Pranas mi abuela no volvió a fumar, dejó el cigarrillo por completo después de sesenta años.
La guerra en Colombia siempre fue algo que suscitó temores y curiosidad en la familia. Mi tía Danute me cuenta que cuando los bisabuelos veían en las noticias las muertes y masacres del narcotráfico y la guerrilla le decían que así era como había empezado la guerra, que sentían lo mismo que sintieron en Lituania cuando empezó la II Guerra Mundial. Mi abuela por su parte tiene otro sentimiento y ve las guerras totalmente distintas; tal vez precisamente por esa mirada de niña con la que recuerda la guerra en su país natal:
- En Europa se ve la guerra pero es que la guerra allá es que tenés un enemigo y el frente se va corriendo y el otro avanza, entonces eso es una batalla allí. Pero que la gente se mate porque sí, eso me extraño muchísimo.
Mis tías me cuentan que haber crecido con sus abuelos les dejó ver cómo la guerra había hecho que ellos tuvieran una forma distinta de concebir al mundo. Birute, por ejemplo, recuerda a Babune como una mujer con un gusto enorme por el baile, que todas las noches se peinaba su larga cabellera durante mucho tiempo y que era muy precavida y guardaba con mucho celo alimentos no perecederos en un armario previendo cualquier eventualidad, léase otra guerra. Danute me cuenta que cuando vivían con sus abuelos, Tete era el terror de la casa.
- Más que inspirar respeto entre los chiquitos, infundía temor y creo que lo disfrutaba mucho. De pequeños le teníamos pavor a "Tete".
Cuando ella ya estaba en la universidad su abuelo le tenía prohibido que recibiera a los amigos en la casa, le ordenaba que los atendiera afuera, en el antejardín.
- Tete decía que si dejaba entrar a mis amigos, podían amordazarnos, robarnos y hasta matarnos. Yo le explicaba que estos eran amigos ¡gente conocida! Me contestaba que él había visto amigos robar y matar a otros. Una vez más, no pude hacerle entender que en guerra a veces los amigos roban para conseguir algo para su familia, pero que nosotros no estábamos en guerra.
Mi abuela, por su parte, quedó marcada por el sonido y la imagen de los bombardeos. En la mitad del cuento se queda callada y mira a un horizonte que no hay. Me puedo imaginar en su mente una película, ella pequeña con sus padres y hermanos escondidos en la oscuridad, tapándose los oídos, con miedo, tal vez el hermano más pequeño llorando. Después una serie de imágenes de humo y personas llorando corriendo de un lado para otro. Despierta de sus recuerdos y me dice:
- Es impresionante cómo esas cosas que uno ve de chiquito, cómo se le graban. La guerra, la matazón, los tiros, los bombardeos. Es horrible el bombardeo. Cuando uno sale eso se ve una llamarada, el humo. Es impresionante. Los bombardeos, cuando uno salía después sonaban las sirenas, había incendios, la angustia de la gente, porque pues era una cosa horrible. A mí me impresionó mucho el terremoto en Popayán. Después del terremoto que todo el mundo se salió a la calle y la gente corría y sonaban las sirenas y pasaban heridos… Dios mío, y yo pues cogiendo a mis hijos, que estuvieran al pie mío. Entonces a mí me pareció que eso era la guerra.
Suena el citófono y en la portería anuncian a su hermano Víctor. Mi abuela se para, abre la puerta y después de recibir a su hermano mayor –quien aunque habla español no logró separarse de su acento extranjero- entra al balcón con un plato con jamón serrano y melón y una coquita con habas tostadas. Ellos dos empiezan a hablar, la verdad a mí me cuesta mucho trabajo entenderle a Víctor.
Es increíble verlos ahí sentados, como si nada. Después de que ambos huyeron de una de las guerras más sangrientas de la historia, el estuvo secuestrado, ella quedó viuda embarazada y con tres hijos pequeños, y a ambos les mataron un hermano. Si yo los viera una tarde, caminando por Unicentro o tomándose un tinto en cualquier café jamás me imaginaría la historia que traen a cuestas.
La visita se acaba y me despido de mi abuela. Ella me dice que espere un momento, va a la cocina y me trae un paquete de ‘aplanchados’, un dulce de hojaldre. A pesar de lo gruesa que se le tuvo que haber vuelto la piel después de todo lo que vivió es una mujer cariñosa, tal vez no con palabras pero sí con gestos. Me despido de Víctor quien me responde con un ‘hasta luego, mija’ enredado. Regina se queda en su casa, tranquila, hablando con su hermano. Su rutina no variará más allá de ir al médico a algún chequeo, ir a Carulla a comprar un par de cosas, ver su novela española y tejer. Después de conocer toda su historia, me alegra.