Respetar la privacidad de los clientes es una advertencia de mucha importancia en un cine porno. Esmeralda Pussycat está ubicado en la Carrera Séptima con 23. La entrada cuesta diez mil pesos. Una señora de contextura gruesa, mirada tímida y a la vez risueña es quien las vende. El señor de la entrada es frío y calculador con sus miradas, movimientos y preguntas. Un hombre pálido, agobiado y desgastado, como el lugar mismo. Está a la defensiva con la llegada de personas jóvenes que él considera que no visitan el lugar para lo mismo que todos: ver pornografía.
El olor a sudor que se intenta ocultar con el incienso parece estar impregnado en las sillas y cortinas viejas del cine porno en el centro de Bogotá. Se siente una tensión, como un lugar de lujuria que aquellos que ingresan, temen ser observados con detenimiento y que una vez adentro, sumergidos en la oscuridad, pueden ser quiénes quieran ser. Desde el segundo piso se podían observar dos hombres que estaban abajo. Dos hombres completamente solos y aislados el uno del otro.
Uno de ellos tenía una notoria calvicie, usaba un blazer porque sus hombros sobresalían. Se encontraba justo en la primera línea, siempre mirando fijo y con algunos leves movimientos en sus brazos, hacia arriba y abajo, hipnotizantes de cómo maneja la sincronización de esta actividad que, con un traje tan elegante, debe realzar el hedor a sudoración, pero logra satisfacer sus necesidades, que es mucho más primordial.
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El otro hombre, estaba cerca a la entrada, había bajado su pantalón beige a las rodillas y estaba en una posición que al parecer consideraba confortable para recrear las fantasías de una rubia con un cuerpo tonificado que se veía en la pantalla y que observaba fijamente a la cámara, haciéndole creer a este hombre tan pudoroso, que ella estaba ahí, justo ahí.
Desde el segundo piso hay unas puertas amarillas chillonas que se mezclaban con un olor a guardado, a polvo, ácaros y suciedad que era posiblemente producto de las cortinas. Estas puertas chillonas eran unas cabinas que podían ser ocupadas para parejas o para uno solo, contaban con un televisor viejo y pequeño, cubierto por una capa de partículas grises y amarillas, similares al aserrín. El espacio es similar a las cabinas telefónicas de antes), en las que los usuarios pagaban para llamar desde la distancia a su amada o a un familiar, se sentaba en una silla pequeña y alta y hablaba por horas. A diferencia de estas, buscan más bien acercarse al cuento de hadas que representa el sexo puro y crudo del cine porno; pero incluso aún más estrechos los espacios para una actividad sexual.
Las películas porno cuentan con lugares cómodos para los actores: camas enormes, sofás e incluso piscinas enteras. En estas cabinitas insípidas, una silla Rimax, un ventilador en la parte superior (que al expulsar el aire le recuerda a uno el clima de Girardot) una caneca en la esquina más pequeña que el ventilador insignificante, poco se acercan a la fantasía de estas cintas pornográficas que además de excitar a las personas, buscan cumplir la función de crear y recrear sueños sexuales que allí, en la Séptima con 23 pueden pasar de ser una ilusión a una pesadilla.
En medio de la soledad, de una buena o mala compañía, intentar emitir los mismos sonidos, mantener el ritmo, moverse y sentirse sexy parece imposible por el reducido espacio, que obligara a los usuarios a suspender sus orgasmos porque se enterraron una pata de la innecesaria silla en el lugar menos indicado.