“¿A qué vienen? Ustedes no vienen a ver porno” me dice el señor que recibe las boletas a la entrada. No, no es una galería de cuadros, aunque hay 24 en todo el lugar. Es un cine porno, uno de los pocos que quedan en Bogotá. Un cine en el que el incienso trata de ocultar el olor a sudor. La luz es de sala de urgencias, entre verdosa y blanca que pronto se apagará. Parece que el vendedor del sex shop se fue por el desayuno y nunca volvió, pero su silla aún espera que regrese. Sobre esa pared, posa una gata reteñida de fucsia con un bastón y un tabaco.
Es Esmeralda Pussycat, el nombre del lugar. En la vitrina hay masturbadores fosforescentes, llaveros de pene como suvenir y películas triple x con chicas de capul ochentero en las caratulas. Al lado derecho, un botiquín de primeros que tiene el logo de la cruz roja borroso, como si le hubiese caído legía.
Parece que todo el lugar se quedó en el tiempo. Y, en ese tiempo las personas que vienen se quedaron también. Un hombre de 60 años, ojos rasgados y cabizbajo arrastra sus pies mientras camina, como si el ánimo no le diera para levantarlos. Entra al salón de los solitarios. Su rostro se borra por la oscuridad del lugar. Solo se ven dos siluetas.
El oído es el único aliado aquí: de fondo se oyen orgasmos fingidos de la actriz que aparece en la pantalla gigante y más cerca se escuchan las sillas rechinar y las chapas de los cinturones rozar con el suelo. Una orquesta arrítmica. Un salón solitario. Cien sillas y solo dos ocupadas.
El salón del segundo piso, para parejas, cuesta lo mismo, diez mil. Pero la pantalla se ve de cerca y es más privado. Parece un balcón con 30 sillas. Me asomo y veo a un hombre abajo, en la primera fila. Casi que pegado a la pantalla. Lo veo diminuto alrededor de tantas sillas por ocupar. Como un punto en una página en blanco.
…
Se escucha un “gol” que no se gritó. Veo en la recepción al mismo hombre que preguntó a qué venía, sentado en una silla Rimax, viendo un partido de fútbol. Parece su única compañía y a lo único que le habla con expresión alguna en su rostro. Unos minutos después, llegan tres hombres. Son tan parecidos al primer hombre que entró, que parecen disfrazados de él. Pero no ingresan. Uno de ellos da pasos lentos de un lado a otro, como si quisiera irse, pero no tuviera a donde. Los dos que están en la taquilla tienen su mirada fija en el suelo.
Sobre la Séptima la fachada pintada de negro y sin letrero se ve inferior al lado de los grandes locales coloridos con anuncios luminosos. Aunque está alrededor de tantos, pareciera que estuviera solo, aislado, en un rincón. Y aunque Pusycat es el bicho raro solitario de Bogotá, le ha permitido la entrada a soledad, a la soledad de aquellos hombres solitarios.