Así es la vida en Agua de Dios, el pueblo de Cundinamarca al que llevaban los enfermos de lepra

Miércoles, 15 Junio 2022 23:07
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Detrás de un puente olvidado, y en medio de una vegetación abundante en cultivos frutales, viven cientos de personas infectadas con el mal de Hansen, una enfermedad crónica que corroe la piel, daña la sensibilidad de los nervios y marchita la vista.

Un puente color cobrizo rodeado de árboles a la ribera del río Bogotá da acceso a este municipio ubicado a cuatro horas de Bogotá.|El Puente de los Suspiros solía ser el punto de despedida entre los enfermos y sus familiares, que los acompañaban hasta allí.|Según Édgar Medina, esta fosa cuenta con más de 800 huesos de “leprosos” que probablemente murieron bajo inhumanos tratos.|Manuel Llano llegó a Agua de Dios hace seis meses con la ilusión de encontrar especialistas para tratar sus heridas, pero según él, hasta ahora no lo ha atendido ningún doctor.|Jaime Molina ha entrevistado a personajes como Luis Carlos Galán en su labor periodística.||| Un puente color cobrizo rodeado de árboles a la ribera del río Bogotá da acceso a este municipio ubicado a cuatro horas de Bogotá.|El Puente de los Suspiros solía ser el punto de despedida entre los enfermos y sus familiares, que los acompañaban hasta allí.|Según Édgar Medina, esta fosa cuenta con más de 800 huesos de “leprosos” que probablemente murieron bajo inhumanos tratos.|Manuel Llano llegó a Agua de Dios hace seis meses con la ilusión de encontrar especialistas para tratar sus heridas, pero según él, hasta ahora no lo ha atendido ningún doctor.|Jaime Molina ha entrevistado a personajes como Luis Carlos Galán en su labor periodística.||| Juan Alejandro Motato Soto|Juan Alejandro Motato Soto|Juan Alejandro Motato Soto|Juan Alejandro Motato Soto|Juan Alejandro Motato Soto|||
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Son las ocho y media de la mañana, y un ardiente sol de mayo dora los racimos de plátano que reposan junto al atrio del templo principal. Los motociclistas en pantaloneta e incluso descamisados no esperan hasta el mediodía para aliviar ese calor que parece fundir las suelas de los zapatos. Una brisa ligera atraviesa la plaza central de Agua de Dios, un municipio ubicado a cuatro horas de Bogotá, al suroccidente de Cundinamarca. 

A este lugar, cuyo acceso lo da un puente de arco color cobrizo, solían llevar como si se trataran de prisioneros a los enfermos de lepra procedentes de todo el país. Entre 1890 y 1961, por imposición de la Ley 104 de 1890, miles de pacientes llegaron a este municipio destinados a terminar sus días allí, sin posibilidad de salir nuevamente y relegados por la comunidad. 

En ese entonces, el estigma era tal que los enfermos debían portar un documento especial y tenían una moneda exclusiva llamada “coscoja”. Ni siquiera los familiares podían visitarlos, sino que debían optar por mudarse a escondidas a vivir allí o despedirse entre lágrimas junto al Puente de los Suspiros, una estructura que marcaba los límites del lazareto con el municipio de Tocaima. 

A sus 61 años, Moris aún recuerda cuando llegó allí con apenas nueve años del departamento de Córdoba porque su mamá resultó enferma de Hansen. Si bien ya no existía el veto para los pacientes en 1970, a él y a su familia les tocaba decir que vivían en Tocaima para evitar la discriminación por fuera de Agua de Dios. 

En aquel momento, se creía que la lepra era contagiosa e imposible de curar, pues no existían los tratamientos adecuados para combatir dicho mal que afecta la piel, los nervios periféricos, la nariz y los ojos. No obstante, se trata de una infección bacteriana que con ayuda de fármacos se puede sanar en un plazo de seis a doce meses y, en etapas tempranas, evitar la discapacidad del paciente. 

De hecho, hoy en día, es posible cruzarse con un enfermo en este pueblo sin percatarse de que padece lepra. Los pacientes más afectados viven en los sanatorios desde hace décadas porque no tienen quién los cuide afuera. A fin de cuentas, pueden salir a la calle cuando lo deseen y el gobierno los subsidia con un millón de pesos que les permite pagar la alimentación del albergue. 

La ciudad que transformó el dolor en esperanza 

A las nueve y diez de la mañana, un sollozo apagado rompe el silencio del cementerio: es una madre que visita a su hijo este primer domingo de mayo. Cinco tumbas más abajo, un sepulcro de aproximadamente cuatro metros cuadrados sobresale entre los demás por la inscripción hecha a mano en un tronco pintado de verde: “Monumento de los caídos”, se lee. Según Édgar Medina, quien trabaja en el cementerio y tiene 63 años, esta fosa cuenta con más de 800 huesos de “leprosos” que probablemente murieron bajo inhumanos tratos. 

Acorde al mensaje que da la bienvenida a los visitantes, “¡aquí terminan las vanidades del mundo!”, en este lugar no hay diferencia entre los muertos sanos y los enfermos. Todos son enterrados bajo el mismo sacramento y sin ninguna seña de sus glorias y penas. En realidad, la corrosión de las lápidas y los arbustos de maleza que brotan de ellas parecen indicar que hace años no muere nadie en este pueblo. 

Al fondo del cementerio, una capilla que sirve de albergue para los hongos y las arañas, resguarda los testimonios de los primeros enfermos que llegaron a este pueblo. En una placa de mármol tallada a mano se lee con dificultad cómo fue fundada Agua de Dios por los sacerdotes salesianos, cuando el reverendo Miguel Unia y el Beato Luis Variara, a sus 19 años, llegaron desde Italia para consagrarse al cuidado de los pacientes de Hansen. 

Aparentemente, antes de 1890 no existían los lazaretos en esta zona de Colombia hasta que una noche, el padre italiano Miguel Unia soñó con enfermos de rostro desfigurado que vivían en un bosque montañoso. Según se lee, el misionero salesiano interpretó esto como una revelación divina al darse cuenta que en el evangelio se hablaba de leprosos. Entonces, se encomendó a Dios en ayuno y oración para que le enseñara dónde encontrarlos. 

De esta manera, supo que por una zona aledaña a Tocaima habían desterrado a unos enfermos de lepra. Así que partió desde Bogotá, recién llegado de Italia, atravesando quebradas, ríos y montañas hasta encontrarlos. Y qué sorpresa tan grande se llevó cuando los vio tal como los había soñado: viviendo dentro de un bosque y alimentándose de hierbas y raíces. 

De inmediato, los abrazó y se comprometió a cuidarlos. Les brindó comida, vestido y medicinas, e intercedió por ellos ante la arquidiócesis de Tocaima para que les llevaran el alimento y la comunión de vez en cuando. Desde entonces, Agua de Dios fue destinada como lazareto para confinar a los enfermos de lepra y así fue como el reverendo Miguel Unia transformó la “ciudad del dolor” en tierra de “esperanza” para que los salesianos continuaran su legado. 

Estirpes condenadas por la lepra 

Si bien Agua de Dios se convirtió en esa segunda oportunidad sobre la tierra para las estirpes condenadas por la lepra, hubo muchos casos de gente que se resignaron a comenzar una vida nueva mientras dejaban atrás una posición social llena de comodidades. Entre estos figura el compositor santandereano Luis A. Calvo, quien debió abandonar su vida bohemia en Bogotá para trasladarse al lazareto. 

Relegado por el estigma, el autor de la danza ‘Malvaloca’ se dedicó a componer las obras que lo inmortalizaron en la élite de la música típica colombiana. Durante los 29 años que estuvo en Agua de Dios, creó más de 189 piezas que le valieron tal reconocimiento internacional que fueron grabadas por la BBC de Londres. 

Aún hoy por hoy, los habitantes de este municipio señalan con orgullo el legado de su mayor referente. “Fue un gran maestro de la música”, defiende Carlos Astaiza, de 83 años, quien llegó a Agua de Dios con apenas 17 años desde Popayán (Cauca). Él es uno de los 12 enfermos de Hansen que viven en el sanatorio Ospina Pérez, un albergue financiado por el Estado y destinado al cuidado de estos pacientes. 

Dos calles más arriba se encuentra el sanatorio Boyacá, un pabellón poblado de acacias y palmeras que alberga a más de 100 enfermos. En este lugar, las secuelas de la lepra lucen como heridas de guerra: dedos retorcidos y sin uñas, hombres sin piernas y una dermis que recuerda a la serpiente cambiando de piel. 

El sol seca los charcos a las 10:40 a.m. y congrega a los internos de este albergue bajo la sombra de un mango. Por el andén de enfrente se pasea Abel García, un adulto mayor de 70 años que llegó al pueblo en el 2014. Le descubrieron la enfermedad cuando tenía 60, pero como no había quien se ocupara de él, se internó voluntariamente en este centro. 

Según Abel, “la lepra se contagia por bañarse borracho, por hacer el amor con la mujer y agarrar pa’ la quebrada a bañarse o por comer carne de armadillo”. A pesar de ello, cuando se le pregunta “¿cómo cree que se contagió usted?” contesta que de tanto trabajar cuando era joven. 

En cambio, José Manuel Llano Salcedo, de 66 años, cree que los pacientes de Hansen nacen con la enfermedad y solo al crecer la desarrollan. Pero en realidad, la lepra es una infección que se transmite por los fluidos de la nariz y la boca al contacto prolongado con un paciente que no ha recibido tratamiento. 

José Manuel, cuyo aspecto se asemeja al de un campesino (sombrero vueltiao’, poncho y camiseta a cuadros), llegó desde Sincelejo, Sucre apenas hace seis meses. Le diagnosticaron lepra cuando ya tenía los síntomas suficientemente avanzados, por lo que perdió la sensibilidad en buena parte de su piel y se le deformaron los pies y las manos. 

Debido a esto, se internó por voluntad propia en el albergue Boyacá, motivado por los rumores de que había buenos especialistas. Sin embargo, desde que llegó al pueblo no lo ha atendido ningún doctor y en su lugar, ahora tiene más lesiones de las que traía. Según él, a algunos pacientes terminan por amputarlos porque nunca les revisan a tiempo las heridas. 

Tras la cura del estigma

Ya son las doce del mediodía y un ventilador ruidoso espanta el calor en la casa de Jaime Molina Garzón. A sus 74 años, este hombre es, probablemente, el único periodista vivo afectado por Hansen en Cundinamarca. Nació en Agua de Dios cuando todavía desterraban a los enfermos de lepra y, a sus 19 años, lo diagnosticaron también como uno de ellos. 

Desde el interior de su casa, prepara un programa de radio llamado ‘Plumas del Poder’ y redacta su propio periódico que lleva el mismo nombre. Todos los sábados, de siete a ocho de la mañana, habla sobre actualidad, deportes y política en la emisora Olímpica Stereo, una de las más escuchadas a nivel nacional. 

Además de su don para la comunicación, este periodista ha contribuido a curar el estigma hacia la lepra en distintas partes del mundo. En el año 2002, fundó la Corporación Social para la Rehabilitación del Paciente de Hansen y Consanguíneos, una organización dedicada a combatir el prejuicio hacia la lepra y a conmemorar la lucha de estos pacientes por reivindicar sus derechos. 

Seis años más tarde, inauguró el museo fotográfico “Agua de Dios: Vive” con el fin de documentar el pasado del municipio y la historia de los pacientes que habitaron el leprocomio. Esta labor humanitaria, sumada a sus declaraciones durante el Día Mundial Contra la Lepra, le abrieron unas puertas que jamás había imaginado. Human Rights Watch lo invitó a la India, y viajó a Japón, a Brasil y a Suiza con la misión de demostrar que “así como la lepra podía ser curada, también el estigma podía sanarse.” 

Actualmente, Jaime Molina sigue defendiendo al paciente de Hansen desde su corporación y le gustaría que Agua de Dios no fuera recordada como un ex-lazareto, sino como un municipio lleno de historia, de cultura y de tradición musical, que transformó el dolor en esperanza y le dio una segunda oportunidad sobre la tierra a las estirpes condenadas por la lepra.