El último aniversario de las FARC

Domingo, 27 Mayo 2018 15:22
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Hace un año la desmovilizada guerrilla conmemoró su cumpleaños número 53, que pasó a la historia como el último en armas

Amanecer en el ETCR Mariana Páez de Mesetas, Meta, hace un año. Foto: Julián Ríos||| Amanecer en el ETCR Mariana Páez de Mesetas, Meta, hace un año. Foto: Julián Ríos||| |||
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Aquel 27 de mayo de 2017, la pequeña ciudad construida con plástico y polisombra se preparaba desde las tres de la madrugada para celebrar el último año de sus habitantes como miembros de una organización armada.

Eran las seis cuando el sol comenzó a mostrarse y se apagaron los cinco reflectores que iluminaban la Zona Veredal Mariana Páez, ubicada en Mesetas, Meta. A esa hora, casi todos los excombatientes de las FARC estaban en pie y, los pocos que no, se despertaron después de escuchar los voladores de pólvora que anunciaban el festejo.

“¡Échele, échele, jípala, jípala!”, “¡Prenda la mecha, camarada!”, gritaban algunos. Aunque la pólvora se escuchó a las seis, los preparativos para el aniversario 53 de las FARC comenzaron tres horas antes en las cocinas, conocidas entre la guerrillerada como ‘ranchos’.

En fogones de leña con paredes de adobe y tejas de zinc, construidos por ellos mismos, comenzaron a preparar el banquete de la celebración. A un lado, ollas y ollas repletas de yuca y papa; al otro, en un rancho cercano, una brasa cercada por varillas con carne de res incrustada comenzaba a calentarse. De fondo, en un radio de pilas con una pegatina de Alicia en el País de las Maravillas, sonaba “Sólo Ayer”, la canción de Camilo Sesto que marcó la década de los 60.

Esa misma década, durante la Segunda Conferencia Guerrillera en 1966, el movimiento adoptó el nombre de “Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia”, que para la época contaba con unos 350 hombres. Pero fue dos años antes, el 27 de mayo de 1964, la fecha que pasó a la historia como mito fundacional de esta guerrilla, luego de que sus milicianos burlaran al Ejército en su intento de aniquilarlos en Marquetalia.

53 años después de ese 27 de mayo, paradójicamente, sonaba una canción de la época en un aparato que hacía alusión al país de las maravillas, justo en un lugar lleno de personas que, mejor que nadie, conocen esa Colombia lejana de lo fantástico.

Asomaban las 4:30 de la mañana cuando un aguacero inundó un rancho en el que estaban cocinando cinco hombres y dos mujeres. El caudal desbordó las zanjas y el suelo de barro quedó cubierto de agua, mojando la leña a su paso.

No hubo que esperar mucho para que los exguerrilleros comenzaran a arreglar el daño:

–Venga pa’ acá, mijo, que con quejarnos no solucionamos nada–, dijo uno de los hombres.

–Eso está hijueputa, chino, toca hacer una barricada acá–, le respondió otro, de acento boyacense.

–Yo tengo una pala en la caleta, toca abrir una zanja–, complementó un llanero, refiriéndose por ‘caleta’ a su habitación.

Se marchó y poco después apareció entre la borrasca cantando. “Viva la re, viva la re, viva la revolución”. Mojado y con pala en mano, comenzó a zanjar hasta que el agua fue saliendo del rancho. “Ese palo de agua casi nos hace bajar las ollas, pero la resistencia lo hace todo”, me dijo cuando lograron prender el fuego nuevamente.

Eran las 5:30 a.m. y los gallos comenzaban a cacarear. Los senderos de la zona veredal –hoy bajo la figura de Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación–, convertidos en barriales, solo podían transitarse con botas pantaneras. Frente al Aula Máxima (un salón con piso de arcilla y techo de plástico sostenido por vigas de madera) formaban cerca de 50 exguerrilleros.

Aunque la línea de mando se quedó en el monte, recibían una charla sobre la logística del festejo, al que asistirían más de mil invitados. La mayoría eran familiares de los excombatientes, músicos, e integrantes de colectivos culturales o deportivos que harían presentaciones durante el día.

Crédito de la foto: Nicolás Achury

Hacia la seis de la mañana, algunos hombres salieron a terminar de reparar las vías de acceso. La tarea, que había comenzado dos días antes, era indispensable para que los buses pudieran llegar hasta el campamento con los visitantes. La ruta desde el casco urbano de Mesetas toma cerca de dos horas y comienza atravesando una llanura sembrada de pasto transitada por ganado cebú. Luego, cuando inicia el piedemonte y aparecen los morichales, la vía se pone cada vez más rebelde y, en ocasiones, le queda grande incluso a los camperos.

Crédito de la foto: Nicolás Achury

Entretanto, en los ranchos seguía preparándose el almuerzo del día. Sentados alrededor de un bulto de yuca y otro de papa, seis exguerrilleros conversaban mientras limpiaban los tubérculos: “Es que acá en las FARC lavamos las papas, mijo, porque usted viera en las casas pobres… eso no se ve”. Al escuchar el comentario, uno de sus ‘camaradas’ que pasaba con el desayuno –aguadepanela y arepa– le siguió el juego entre risas: “Es que nosotros somos 'jinos', fritamos con aceite y todo”.

En medio de la charla y las bromas, era inevitable pensar en esa frase tan repetitiva entre los colombianos: “la guerra la pelean los más humildes”. En aquel campamento habían más de 500 excombatientes que, como quienes estaban conversando, provenían de zonas rurales y olvidadas por el Estado, de esas zonas en las que las oportunidades eran tan escasas que la guerra se convertía en una opción. Y allí, luego de conocer de cerca esa opción, algunos intentaban mofarse de su propia realidad.

Los exguerrilleros se esmeraban para que el evento saliera por lo alto. Según contaban, llevaban semanas preparando las actividades y escenarios para las presentaciones que tuvieron lugar ese 27 de mayo. La motivación no parecía ser solo el aniversario –el último aniversario– del movimiento. Más que eso, varios excombatientes aguardaban por los invitados, que no eran precisamente miembros del 'Secretariado' ni personalidades nacionales.

Hacia el medio día, cuando en los ranchos la brasa aún seguía a fuego alto, comenzaron a asomarse los buses y camiones que transportaban a esos anhelados invitados: los familiares de los excombatientes. Paulatinamente aparecieron las madres, padres, hermanos e hijos de los que tuvieron que separarse a causa de la guerra y con quienes, en algunos casos, no habían tenido contacto en años.

Crédito de la foto: Camila Rodríguez

No faltaron las lágrimas ese 27 de mayo de hace un año, unas por los reencuentros, otras por las ausencias. Un día antes de la celebración, Yareli –una exguerrillera que llevaba la mitad de su vida en las filas de las FARC– me había contado que tenía una hija que se gestó en el monte. Apenas nació tuvo que entregársela a su familia, y en los 11 años que pasaron desde el parto hasta la firma del Acuerdo de Paz, Yareli pudo ver a su hija solo en tres ocasiones. Ese día no pudieron reencontrarse.

De todos modos, Yareli le ponía buena cara a la celebración. Era una de las integrantes del colectivo cultural Paz y Folclor, un grupo de excombatientes que se dedican a la danza, que estaban en el hall de la zona veredal: un pedazo del lote que había sido aplanado para jugar fútbol y que, ese día, estaba especialmente destinado para las presentaciones. El hall se levantaba frente a una tarima en la que se animaba la fiesta, rodeada de sillas para los asistentes.

Ese día la zona veredal lucía más alegre que de costumbre: los bailarines se contorneaban con los ritmos típicos del folclor colombiano frente a los ojos de los invitados, algunos niños de las veredas cercanas se alistaban para salir al escenario, mientras otros –hijos o sobrinos de los excombatienes- corrían en manada siendo indiferentes al barrial.

Del otro lado del hall, cruzando algunos montones de tierra, el balón era el protagonista. Equipos de hombres y mujeres corrían tras él, alentados por barras que, en número de asistentes, superaban a los espectadores de las danzas.

Crédito de la foto: Laura Becerra

A simple vista, la celebración del último cumpleaños de las FARC parecía el bazar de un barrio popular: asado, música, juegos, presentaciones. Y de cierta forma lo era. Esa pequeña ciudad construida con plástico y polisombra reunía seres que han convivido durante años, que compartían las mismas normas y tenían anhelos similares.

Hasta ese 27 de mayo de hace un año los excombatientes, esperanzados en que la implementación del Acuerdo se daría por buen camino, estaban gestionando sus proyectos productivos y buscando alternativas para reincorporarse a la vida civil. Muchos parecían convencidos de las ventajas de la desmovilización y celebraban la desaparición de las FARC como grupo armado para convertirse en partido político.

Cuando caía la tarde, una nube turbia se posó sobre el campamento y sus alrededores. “Allá arriba viene un aguacero amenazando”, me dijo uno de los excombatientes, con la despreocupación de quien está acostumbrado a las inclemencias del tiempo. Cuando la lluvia paró ya se había hecho de noche, sin interrumpir la celebración.

En ese momento el hall ya no era escenario de presentaciones, sino pista de baile. Por la tarima ya habían pasado mariachis y orquestas, y ahora esperaban a las agrupaciones de música llanera.

Se iba acabando aquel 27 de mayo y la pólvora alentaba la fiesta cada tanto. La lluvia volvió a aparecer hacia las 10 de la noche y acompañó la celebración en adelante. Al son del arpa y las maracas, una de las cantantes pronunció una frase que expresaba el deseo de muchos: “Vengo vestida de negro porque esta noche enterramos la guerra en Colombia”.

Hoy, un año después, al reproducir en la grabadora esa frase, se escucha opacada por el ruido de la intensa lluvia que cayó aquel sábado. Esa lluvia que parece ser el presagio de lo que ha pasado en los últimos meses con el Acuerdo y las dificultades para implementarlo. Esas dificultades que –como aquella lluvia–, opacan el deseo de enterrar la guerra.