Ligia y Manuel se sientan en la tarima dejando una silla de distancia. Está reservada para Jorge, quien parece que viene retrasado o tal vez a tiempo, en la otra dimensión donde el evento no fue adelantado y se hizo a la hora planteada inicialmente. Ni la mujer ni el hombre miran al público. Se concentran en revisar una vez más los libros que tienen en sus manos, van y vuelven por las páginas como si quisieran que nada se les escapase. Pero sus últimos segundos de preparación se ven interrumpidos por una voz masculina en el micrófono.
—Esta noche vamos a hacer una gala de poesía, a escuchar poetas de la región. Es para mí un honor poder presentar a estos amigos de las letras.— Exclama el hombre con el mismo entusiasmo de quien presenta un concurso por televisión.
La región a la que se refiere Isaías es el Norte de Santander, un departamento ubicado al nororiente del país. Su cultura viajó miles de kilómetros hasta la fría Bogotá para asentarse en un pequeño stand dentro de la edición número 37 de la Feria del libro, donde Ligia Trujillo, Manuel Valdivieso y Jorge Carreño exponen sus obras. Son poetas por ser nortesantandereanos. Su origen fue el inicio de todo: el despertar de la búsqueda por una voz propia.
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Cautivarse con la poesía
La tarde se está terminando, pero eso no hace que el bullicio constante de un sábado en la feria disminuya. Al contrario, el pabellón está lleno. El ruido del joropo, que llenó los rincones del lugar hace unos cuantos minutos, ya no está. En su lugar, queda un silencio de un público que espera atento a la lectura de poesía que se lleva a cabo en la tarima del pabellón Colombia.
Ligia abre uno de los libros que reposaba en sus piernas, se acomoda las gafas, acerca el micrófono a sus labios. La mujer, quien es docente de lunes a viernes y se especializa en literatura infantil y juvenil, le dice al público: “realmente me siento muy honrada por estar en este espacio. Creo que le estoy cumpliendo el sueño a esa Ligia adolescente que iba a la biblioteca a leer, a eventos, a escuchar a sus amigas”.
Para ella, la escritura surgió como una forma de bifurcar su atención cuando no quería escuchar, especialmente en el colegio. Comprende, porque lo vivió, que no siempre es sencillo estar, por eso como docente es paciente. Empezó leyendo Cien años de soledad y encontró increíble la forma en la que se podía acomodar el mundo en el lenguaje.
—Me gusta atravesar el mundo desde la sensibilidad y siento que a veces toda esa sensibilidad necesita un lugar en donde pueda aterrizar, en donde pueda encontrar una forma. — Comenta la mujer.
Esa manera de habitar el mundo ha llevado a Ligia a construir imágenes acerca de lo que siente y lo que ve. Cuenta que fue difícil “venir de una familia que no es letrada, que tuvo unas dificultades en la formación académica y empezar a hacer desde ahí para mí fue un reto”, pero a la vez piensa que es un regalo que le acomodaron de alguna manera. Encontrar algo en lo que es buena.
Luego de que Ligia lee unos tres poemas, Manuel se aclara la voz y continúa. También nació en Cúcuta, pero ha hecho su carrera en Bogotá. La poesía siempre ha estado presente en su vida, pues su mamá disfrutaba leerle a Rafael Pombo y era apasionada por el trabajo de Guillermo Valencia.
Manuel recuerda que en su casa había una biblioteca. Ahí conoció, a los 16 años, al poeta Leon de Greiff. No entendía nada de lo que leía, pero ciertamente le atraía. Gracias a eso sus primeros escritos fueron acerca del amor.
Al poco tiempo de que Manuel comenzó a leer llegó Jorge. Se nota agitado. Apenas se sienta, exhala, como soltando todo aquello que tenía guardado. Hoy, el hombre nacido en Ocaña tiene planeado leer algunos de los poemas publicados en su libro El mal de los ardientes, que reúne poemas que ha escrito a lo largo de ocho años.
El interés de Jorge por la literatura surgió de un robo. Su padre era administrador y su madre ama de casa, por lo que en su hogar no había libros, tampoco había ido a una biblioteca. Descubrió una a los nueve o diez años en la casa de su abuela, donde cometió el delito: se robó el libro más pequeño para no sentirse culpable, un diccionario. Ahí Jorge se dio cuenta de que el lenguaje era muy preciso y esa precisión le resultó enternecedora.
Al cabo de un tiempo, le pidió a su madre que le trajera libros de Bucaramanga, pues seguía sin poder acceder a las bibliotecas. Ella le llevó dos libros de rimas y leyendas de Bécquer y Ficciones de Borges. Al igual que Manuel no los entendió, pero fue feliz escuchando cómo se podían combinar y entretejer palabras que en apariencia no tienen nada que ver. De la poesía le cautivó la extrañeza.
Habitar la palabra
Ligia lee uno de sus poemas de su libro Cero adentro. Le habla al público acerca de la diferencia de escritura en ambas obras. Mobiliario interior tiene textos cortos, te deja deseando más. El primero le permite explayarse, dejar en el papel todo el flujo de sus pensamientos, emoción en cada coma y punto.
…Una lista de mercado ha sido nuestra relación más cercana
enraizada en la forma de amar
Todavía no sé si preguntarle cómo tubérculo sin reservas,
sin agua,
sin tierra,
sin querer quererlo,
20 años después, lista de verduras y cosas varias,
me hizo hija,
mayúsculas minúsculas,
aunque la herida siempre ha estado abierta.
Incluso con sus diferencias, ambos estilos responden al constante movimiento de su mente, pues escribir es la forma de registrar los pensamientos. Sin embargo, confiesa que tiene una predisposición, una limitación respecto a lo que comunica: se cuestiona si tiene valor.
-—Me he acostumbrado a esa lucha, a entender que como mujer, que tiene unas formas muy puntuales de expresarse, es valioso el ejercicio que estoy haciendo. —Comenta con voz tenue.
Ligia comprende que hay una constante autoexigencia en el proceso de escritura que se ve reflejada cuando mira sus poemas y piensa que nunca están terminados. Pero el valor de dicho ejercicio no se limita a responder a estándares y formas específicas, sino a algo libre, al retarse a encontrar la forma propia.
Manuel aprovecha la ocasión para leer un poema sobre su ciudad natal: Bogotá quiere a Cúcuta.
Como si el día no me recibiera nunca cuando despierto de noche.
Insolación lunar sin fiebres.
Costra helada la piel escarcha los pensamientos.
Nacido de una tormenta solar, soy un venado huérfano de calor.
Aunque se aproximó a la poesía en su adolescencia, años después se interesó en la escritura narrativa. Escribió dos novelas por una necesidad incesante de contar Cúcuta.
—Cuando llegué aquí a Bogotá me di cuenta de muchas cosas, especialmente una estructura muy machista, injusta, en la que había crecido. Necesitaba contarlo.—Menciona.
Volvió a la poesía con Tomas Transtromer, un autor sueco, que le hizo ser consciente de que el trabajo no le permitía dedicarse a la lectura y escritura. Sin embargo, Manuel decidió aprovechar que tenía que caminar todos los días, así que se encontró pensando versos y los versos se convirtieron en poemas. Desde ahí ve la rutina diferente.
Así como Manuel fue novelista primero, Jorge fue cantante. Para él, la poesía era música, pero tuvo que dejarla porque por su voz gruesa no lograba interpretar aquellos boleros y trovas que tanto le gustaban. Empezó a escribir canciones y las canciones se volvieron poemas. Hoy, le lee al público Memorial:
Renuncia a todo consuelo, recobra la luz difícil.
La negada voz que te fue impuesta,
la solitaria rancia de tus pasos,
no quedará roca sobre roca,
reclama entonces tu intemperie,
sujeta tu armazón hombre,
retoma el paso, descalzo,
sangrarán los días venideros,
sabrás que cómo importa la belleza…
Considera que su estancia en la escritura se debe a una constante imposibilidad: no entendía los libros que leía, no podía acceder a una biblioteca, no le alcanzaba la voz para cantar. Pero aquellas imposibilidades resultaron en un presente y un futuro con la poesía.
—Es algo que se volvió necesidad. Ya no puedo salirme de ese círculo vicioso de la escritura. —Cuenta mientras mantiene la mirada fija.
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Acerca del exilio y recuperar lo perdido
Tras otra ronda de lectura, el evento se da por terminado. El público aplaude y algunos asistentes se acercan a la tarima para tomarse fotos con los autores. Cuando bajan del escenario se acercan a saludar a amigos y conocidos que fueron a verlos.
Ahora, se sientan en un espacio con mesas al lado del stand de la Gobernación del Norte de Santander. Ligia y Jorge están en las dos únicas sillas disponibles. Manuel, en cambio, se sienta en el piso, con una postura relajada. Los tres autores, aunque con intereses distintos, han tenido una trayectoria similar: todos migraron desde su ciudad de origen para venir a estudiar a Bogotá. Esta experiencia es transversal a su quehacer literario en el que se encuentran en una constante búsqueda de sí mismos.
Manuel encuentra su relación con Cúcuta como una tensión: recuerda con cariño a su ciudad natal, pues ahí vivió momentos de plenitud. Al mismo tiempo, no le es tan grato pensar en aquella cultura “machista” y “homofóbica” en la que creció. Percibe una carga de violencia inherente en el acento de Norte de Santander, por aquellas "estructuras sexistas, homofóbicas”, que “se mete también en la forma en la que uno escribe”.
“Cúcuta siempre me ha acompañado todo el tiempo. Es algo en lo que pienso constantemente y quiero estar contando todo el tiempo”, comenta. Su primera novela, Los hombres no van juntos al cine, surge incluso como una forma de disculparse con aquellos a quienes pudo haber afectado por esas culturas. Habla de la migración como un exilio que, aunque accidental, le ha brindado una perspectiva necesaria para ver las cosas con claridad.
Jorge piensa un poco antes de hablar. Toma aire y dice: “uno lleva consigo todo, como decía Manuel, ese cielo de la infancia”. El migrar alimenta una nostalgia y la escritura, un vehículo para recuperar lo perdido.
“Ahora debe saber qué repetidos tiramos en el rostro, los rostros de los muertos para que por nosotros los muertos siempre vivan”, cita el hombre al poeta Jorge Pacheco.
La partida de su tierra fue impulsada por una “incomodidad en relación con mi propia existencia”. Reconoce que viene “de una tierra bastante violenta, bastante adolorida”, lo que a la vez queda impregnado en las palabras. “La historia nos pesa”, dice en voz más baja.
Para Ligia, quien escuchaba atenta a sus compañeros, llegar a Bogotá le “expandió los horizontes”. Ahora, regresar a Cúcuta es reencontrarse con aquellas versiones que ha dejado atrás. Las recoge y las convierte en escritura.
Migrar fue una necesidad: “Me moví, no porque quise, sino porque tuve, pero constantemente busco todo eso en lo que escribo”, afirma. Esto ha sido fundamental en la construcción de su propia voz. “Era necesario el exilio porque seguramente no habría podido hacer lo que estoy haciendo en este momento”, confiesa con orgullo.
Temores
Allí, entre el movimiento de la gente que se empezaba a disipar, la conversación entre los tres autores continuaba. Ligia confiesa que a veces le da miedo escribir sobre lo que escribe, sobre todo por su familia. Menciona que está elaborando un poemario que aborda su relación con sus figuras paternas. Aunque le pueda generar dudas, tiene en la mente el consejo que le dieron: “matar en su cabeza la existencia de esas personas o de esos lugares para construir con más libertad”.
Jorge asiente, es evidente que se identifica con eso. Recuerda su temor al mostrar su obra, pues viene de una familia conservadora con tíos sacerdotes y tres tías monjas. Inició escribiendo poesía erótica, donde surgió su primer libro: “No sé si porque no lo leyeron, pero en todo caso la reacción no fue lo que esperaba” dice riendo.
Manuel recuerda su relación con su papá y trae a colación dos de sus versos: “No sé, padre, lo que es una metáfora, escribir con rabia como si odiaras el papel, llamar a la medianoche y gritar “Quiéreme, ¿qué va, embustero?”. Agrega que eso no son metáforas, más parecen el resumen de su vida.
“Una vez tuve un apodo, era el nombre de mi padre.” Por esto firma como “Manuel Valdivieso”, en vez de Manuel Nieto, pues su madre fue quien le enseñó a leer y a escribir.
Para ellos, estar en la Feria del Libro representa un reto importante y “una experiencia luminosa”, como describe Ligia. Aunque la autocrítica, o el síndrome del impostor, como le llaman, y la magnitud del evento pueden generar cierta angustia o dudas, les parece que esta es una oportunidad para valorar más su trabajo. Además, el espacio da lugar a diálogos enriquecedores donde el conocimiento surge del compartir y hablar con otros. Es una oportunidad para conocerse, para encontrar a gente que está en lo mismo: alguien que también tenga su propia voz.
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