Hay un rostro empotrado en la pared, justo al lado del timbre. Rin, rin y se abre la puerta. Aparece la figura desnuda de una mujer moldeada en arcilla. Dos pasos más. El color de las paredes y la luz del ventanal del portón dan la bienvenida a la casa de Alfredo Araújo, un hombre calvo, con barba y de gafas.
En una sala de estar con seis sillas de todo tipo, repleta de lienzos y bosquejos de cuerpos apilados, el tercer Alfredo de la familia Araújo, lejos de los tintes románticos, cuenta que nació para ser un artista.
Su madre, la segunda hija de un militar, se inclinó a las artes desde su infancia. Inició con el canto, el bordado y la pintura; aquellas artesanías que, hace más de 50 años, eran bien vistas para una mujer. Ella no terminó el bachillerato ni tampoco los cursos de Bellas Artes de la universidad, que en ese entonces eran de vinculación libre. Su padre, por parte, estudió música, pero no tuvo mucho éxito y se dedicó a la administración. Años después fundaron Fábula, una escuela de arte ubicada en la localidad de Usaquén, Bogotá, en la que su primogénito debía ser el estudiante estrella.
Mientras un gato amarillo con paso elegante se acomoda en su regazo, Alfredo recopila recuerdos ajenos sobre su infancia, a los cuales considera fantasiosos y cargados de decoración. El primero que viene a su mente es uno de su abuela quien, cuando estaba en vida, decía que él había nacido con una plastilina en la mano. O que, antes de cumplir un año de edad, ya esculpía y dibujaba a la perfección.
Alfredo desconoce si las cosas en realidad pasaron de ese modo. En cambio, sí recuerda que estudió toda su primaria en el colegio Cervantes en Bogotá. “Me iba mal, muy mal en el colegio. No tenía amigos, me costaba socializar y vivía en mi propio mundo”. Pero le gustaban los superhéroes. Entre risas, recuerda que su favorito era El Hombre Araña. Tanto le gustaba, que usaba su disfraz debajo del uniforme. Cuando las clases se tornaban aburridas, él se colocaba su máscara; se quitaba la ropa que le daba su doble identidad, de estudiante, claro; y saltaba por la ventana del salón. Los curas no sabían qué hacer con él.
Pero la vida sí supo. Cuando tenía 13 años, sus padres y él llegaron a Bruselas, la capital de Bélgica. Fue un frío 30 de enero. Incluso, el clima era tan diferente al de Colombia que la gente ha-bla-has-ta-es-ta-ve-lo-ci-dad. Sin perder el tiempo, sus padres lo matricularon en un colegio de barrio. Y durante los próximos seis meses, fue guiado por una compañera de gabán azul rey que lo llevaba de un aula a la otra. Alfredo tuvo menos problemas con el francés que con la geografía. A raíz de ello, perdió el año escolar y se vio obligado a repetirlo.
Por suerte, sus padres encontraron la Academia de Bellas Artes de Bruselas, una institución que impartía el bachillerato artístico. Entró y, a diferencia de sus experiencias en Colombia, siempre fue el mejor de la clase. A pesar de tener horarios exigentes, le gustaba lo que hacía. No tomaba apuntes, no estudiaba; él no lo necesitaba. Además de llevar su trayectoria escolar, Alfredo inició con cursos nocturnos de cerámica y escultura.
Por esas épocas también se interesó en la escalada deportiva, una disciplina que lo impresionó desde un primer momento. “Era como el Hombre Araña para adultos”- cuenta Araújo mientras una sonrisa se dibuja en su rostro. Desde muy joven ha sido apasionado y disciplinado con las cosas que le gustan. Tanto así que, como dice el refrán popular, donde pone el ojo, pone la bala. Y, aunque fue difícil al principio, luego de un par de sesiones, su cuerpo de estatura media empezó a tonificarse y a aceptar más retos.
“Más europeo que colombiano”
El tiempo pasó y se graduó con honores. A sus 17 años tuvo que regresar a Colombia, donde la Universidad de los Andes lo esperaba con los brazos abiertos para ser docente en el posgrado de Artes. Y, a pesar de sentirse halagado, rechazó la oferta.
Con su llegada a Colombia, rápidamente se independizó. Aunque se sentía más de allá que de acá, decidió darle una nueva oportunidad a su país natal y al amor. Después de otras relaciones, conoció a Jazmín Miranda, su actual esposa. Hace más de ocho años, una colega, admiradora de su obra, lo contactó. Ella estaba interesada en su trabajo y en él y quería conocerlo. Pactaron verse en su casa un domingo en la tarde. Desafortunadamente, desde el inicio de la cita las cosas no marcharon bien. La mujer no era su tipo y tampoco lo era su trabajo. Además, ella, corta de palabras, hacía imposible entablar conversación alguna.
Dada la situación, la mujer llamó a su agente, quien reiteradamente le dijo que no asistiría al lugar. Pero, luego de mucha insistencia, una mujer vestida de gris, con una boina y gran belleza se encontraba frente a la puerta. Impresionado, Alfredo la hizo seguir. Hablaron durante horas. Él no recuerda qué pasó con su admiradora, pero sabe que, gracias a ella, encontró a su alma gemela.
Desde ese entonces, Jazmín ha sido su mano derecha, no solo su vida de pareja, sino también en su labor con Lega2, su academia de arte. Ella acepta que la conexión fue inmediata. Ambos estaban interesados en el yoga, en la espiritualidad y en el arte. Siempre han sido la mano derecha del otro y, desde que se conocen, no han pasado más de 48 horas separados. Actualmente tienen dos hijos, Santiago y Daniela, quienes heredaron el carácter de su padre. Los tres son dedicados y de buen genio, según lo afirma Jazmín.
Un homenaje a la Catedral de Sal
Poco sabe Alfredo de cómo terminó involucrado en el proyecto que rendiría homenaje a los creadores de la Catedral de Sal, un recinto construido dentro de las minas de sal de Zipaquirá, en Cundinamarca. Recuerda que fue todo un reto. Realizar una escultura de más de una tonelada de arcilla, barras de hierro y yeso tuvo muchos obstáculos.
El lugar, el peso, la forma y la estructura; todas las variables apuntaban que las cosas podían terminar mal. Por poco fue así. Una tarde, mientras trabajaba en un taller de una zona industrial de Bogotá y la escultura no paraba de crecer, Alfredo oyó como algo dentro de la obra se rompía y no de forma figurativa. El torso del hombre de arcilla se resquebrajó en un instante y, en medio de gritos y adrenalina, el Minero quedó a la mitad.
Después de un cambio de rumbo, nuevos colaboradores y un corte en la rodilla, la escultura estuvo montada en La Plaza del Minero. “La experiencia del Minero me enseñó que una obra de arte puede convertirse en un símbolo para muchas personas, que puede ser el punto de unión de muchas ideologías y sentimientos de pertenencia para quienes se relacionan y conviven con ella”- dice Araújo. Meses y meses de trabajo se habían materializado en una obra de arte que, hasta el día de hoy, dignifica un oficio indispensable para el país.