Cuando a Yolanda Lamus Mantilla le anunciaron la triste noticia, su espíritu comenzó a quebrarse en mil pedazos. Sus recuerdos se fragmentaron uno a uno hasta desaparecer. Fue una tarde de 2006, un día como cualquier otro. Sólo que esta vez, Yolanda comenzaría un descenso violento y afanado hacia la senilidad, hacia el olvido.
“Yola, mi amor, siéntese. Quiero decirle algo. Acabo de hablar con el neurólogo y… me comunicó que usted tiene Alzheimer”, le dijo Fernando Ramírez, su esposo desde que tiene 16 años. En aquel entonces Yolanda no sabía qué era el Alzheimer, en qué parte del cuerpo se desarrollaba, ni con qué se comía esa extraña enfermedad neurológica. Lo único que sabía era el diagnóstico de su médico Pablo López, “Yolanda, vas a empezar a perder la memoria. Va a haber desorientación temporo-espacial. Te vas a volver agresiva. Van a haber confusiones repetitivas en las rutinas”.
El doctor tenía razón. Desde esa proclama, el cerebro de Yolanda sería como un carro con una fuga de aceite. A medida que avanzaba, dejaba tras de sí gotas y gotas de su personalidad, de sus recuerdos. Un despilfarro incesante de todo lo que alguna vez fue.
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Es 2021. En la habitación, un televisor pantalla plana ensordece el ambiente con el noticiero de la noche. Parece que 86 decibeles no son suficientes para mediar la sordera de los dos ancianos ubicados en el cuarto. Con voz torpe y acelerada, Yolanda lee los titulares. “Colombia ha aplicado 360.635 vacunas”. Parpadea. Observa sus manos. Estornuda. Olvida. Menos de un minuto fue necesario para que Yolanda olvidara lo que había leído instantes antes. Se acomoda sus anteojos.
Es hora de cenar. Llega el fin de otro día sin sobresaltos para Yolanda. A sus 83 años, sus rutinas son las mismas: olvidar, preguntar y luego olvidar nuevamente. Esta mujer no sabe dónde se encuentra, desconoce por completo la ciudad, el barrio y el número del apartamento en el que reside. Con esfuerzo, esculca en su intelecto para recordar los nombres de quienes la rodean; Fernando, su esposo; Sandra, su hija; Doris, su empleada. Cualquier otro nombre que se aparte de ese trío es un recuerdo difícil de encontrar.
El Alzheimer llegó temprano a la vida de Yolanda. Desde hace 15 años, su cerebro está inmerso en la lucha contra ese enemigo invisible. En la lucha contra el olvido. Sus días comienzan, trascienden y terminan igual. Sin ninguna pista clara sobre lo que sucede a su alrededor, Yolanda nunca se enteró que el Covid llegó a la faz de la tierra. Tampoco se percató en qué momento sus nietos crecieron, y muchos menos pudo darse cuenta cuándo y cómo murió su amiga de la infancia, Ana Elvira Romero. Tan avanzada está su demencia, que a veces pregunta con asombro dónde está su mamá, muerta hace 42 años.
“Mañana vamos a vacunarnos, Yola. Necesito que me firme este papelito”, le susurra Fernando a su esposa. De manera inmediata, las manos azotadas por la artritis del cónyuge ponen sobre el planchón de mármol un documento. La hoja, recién impresa y lista para ser grabada por la firma de los ancianos, se titula “consentimiento informado para la aplicación de la vacuna contra el covid-19”. Es oficial, la pareja de octogenarios serán vacunados mañana. Las personas incapaces mentalmente, al no tener consentimiento o albedrío de las situaciones, dependen de un albacea; una persona encargada de cuidar al enfermo y de cuidar sus bienes. Fernando no solo es su esposo, su guía y su albacea, es el polo a tierra de Yolanda cuando sufre episodios de ansiedad, agresividad y en más de una ocasión, angustia constante.
Antes de firmar, Yolanda se sobresalta. Parece que su cerebro logra unas cuantas sinapsis para aterrizarla en el mundo. “¿Y vacuna de qué? Ay jueputa, pues tocará”, dice con pánico inminente mientras se rasca sus mejillas protuberantes. Fernando le entrega una hoja de prueba para comprobar si su amada aún recuerda su firma, para tener unas cuantas esperanzas de que no todo en la mente de su esposa está perdido. El trazo es perfecto y la firma, entendible.
Yolanda agarra la pluma como si pintara un lienzo. De manera despaciosa y concentrada, comienza a tatuar su firma en el documento. Sus manos arrugadas, llenas de manchas y anillos metálicos escriben con delicadeza. Hay una clara desconexión entre su cerebro y el accionar de las manos. El cortocircuito es evidente.
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La cita para aplicar la vacuna es a las 9 de la mañana. Como un reloj despertador, Yolanda pone en marcha su organismo a las 6 de la mañana. Despertarse temprano y sufrir problemas de sueño es un síntoma común para las 260.000 personas que sufren demencias en el país de acuerdo con la Universidad ICESI. Al parecer ese viejo hábito de madrugar para que Dios ayude nunca se borró del inconsciente de esta mujer. Antes de partir, Doris y Fernando la persuaden de tomar sus medicamentos diarios. Cinco pastillas en la mañana, otras cuatro en la noche. Quiere decir que en un año de confinamiento, los riñones de Yolanda han procesado 3.285 pastillas. Sin embargo, ella no recuerda desde hace cuándo ingiere medicamentos, cuántos toma a diario, ni qué función cumplen en su organismo, ya oxidado.
Para un evento tan importante, Doris viste a Yolanda con sus mejores enseres. Gabán de terciopelo, pañoleta de kashmir y pantalones holgados. Es una lástima que su atuendo no pueda apreciarse mientras está sentada en la silla de ruedas que la llevará a los cubículos de vacunación. Fernando se pone su tapaboca, lleno de motas y polvo. Ya lista para partir y acompañar a su amado, Yolanda se pone un tapaboca que encuentra en su mano. Lo hace no por que comprenda los riesgos del contagio o asimile que estamos en una pandemia, sino para no contrastar mucho de las demás personas. Sin saber a dónde van, Yolanda se encomienda a Dios. Se da la bendición con dificultad y la tracción de su silla de ruedas se pone en marcha.
La pareja de ancianos llega a Compensar Calle 94. Será el epicentro donde la vida de estas dos personas pueda ser más segura de aquí en adelante. Son personas afortunadas. Hasta hoy, más de dos millones de colombianos se contagiaron y el Covid sentenció la vida de 60 mil personas en el país. “Menos mal Yolanda no se dio cuenta de la pandemia. Tuvimos familiares contagiados y la ansiedad la hubiera matado”, exclama Fernando luego de recordar la situación de su esposa. En las sedes de la Empresa Prestadora de Salud (EPS), hay más de 18 personas para vacunar. El escenario es tétrico. Un ejército de bastones, caminadores y sillas de ruedas abundan en la sala de espera. Parece ser que estos artefactos de metal son una extremidad más de todas las personas mayores del recinto; sin ellos no podrían desplazarse o siquiera caminar uno o dos metros.
Mientras que Fernando empuja el pesado armatroste en el que transporta a su esposa, suenan a lo lejos quejidos de los ancianos penetrados por las agujas. Es hora de vacunar a Yolanda. La encargada de la vacuna será la enfermera Angie Guerrero, una mujer singular casi tan alta como la silla de ruedas. Yolanda permanece callada. En su interior, probablemente buscará las palabras adecuadas para preguntar qué sucede, para qué es esa aguja, qué es Covid. Sin embargo, frunce su ceño, moja sus labios con la lengua y analiza todo delicadamente. “Señora Yolanda, buenos días”, vocifera con emoción la enfermera Guerrero. Pero Yolanda permanece impávida y silenciosa, quizás por la sordera o probablemente por la desconfianza que le produce aquella singular personita con tapaboca y máscara. La encargada le pregunta el número de cédula a la mujer callada como una tumba. No lo recuerda. Solo recuerda que es de un pueblito lejano llamado Pamplona, por allá en el Norte de Santander. “Un lugar donde nacen muchos y se crían pocos”, según el adagio popular de la región.
La enfermera Guerrero, desconcertada ante la situación de Yolanda prosigue a hacer su labor. En el cubículo número cinco de vacunación, la luz es tenue. Un chiflón de aire se adentra en las inmediaciones y el bullicio del edificio es notorio. La enfermera abre la nevera portátil, extrae una dosis de la vacuna Sinovac, y prepara su arma para estocar a su nueva paciente. Preocupado y respetuoso, Fernando pregunta cuántas vacunas ha puesto la encargada desde que comenzó el Plan Nacional de Vacunación. Con frescura, Guerrero dice que aplican 500 vacunas diarias en ese lugar. La señora Yolanda Lamus será su nueva víctima.
En su silla de ruedas, Yolanda ve como los 0.5 mililitros de un líquido frío y transparente le serán inyectados. Su cara arrugada se muestra ansiosa. La aguja se acerca cada vez más y más al músculo deltoides de su brazo izquierdo. Su pelo canoso y parado se eriza. Sus brazos regordetes y escurridos se preparan para recibir la punzada definitiva. En un parpadeo, la aguja perfora la piel y el pistón segrega lentamente el líquido en el organismo de la mujer. Hay un aspecto bueno, dice Fernando entre risas, dentro de cinco o diez minutos no recordará ni qué parte del cuerpo le duele.
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Sandra espera a sus papás en la casa. Mientras el tiempo pasa, ratifica que perdió a su mamá hace tiempo. El no poder contarle nada, ni poder comunicarse con ella ha sido de lo más duro que le tocó en la vida. Aun así, se siente “feliz de que siendo inconsciente y todo (sic), mi mamita nos va a durar otro rato más”.
Yolanda llega con Fernando al hogar, mientras una sobrebarriga en salsa los espera como muestra de recompensa. Los ancianos entran a su casa, cuentan su experiencia a Sandra y comienzan a almorzar el exquisito manjar. De repente, Fernando busca poner a prueba la memoria de Yolanda. Le pregunta cómo le pareció la vacuna y si le dolía su brazo. Con dificultad para entender, y más para expresarse, Yolanda se ríe, mastica una cucharada de la deliciosa carne y expresa perpleja “¿cuál vacuna?”. Continúa comiendo uno de sus platos favoritos, mientras que su cerebro intenta responder o recordar algún suceso específico de la vacuna. Protegida contra el Covid, todos lamentan en la familia que no exista aún una vacuna contra el Alzheimer, o un medicamento que pudiera “traer de vuelta a mi mamita así sea un día”, como lamenta Sandra.
Yolanda continúa su día exactamente igual que los últimos 15 años de su vida –y su enfermedad-. Sentada en una silla, viendo el horizonte y preocupándose por sus necesidades biológicas. De vez en cuando un destello de lucidez se asoma por su rostro. Sus ojos parecen retornar a la realidad y sus labios evocan algunas oraciones completas para hacer conversación. Ante la situación de coyuntura que vive el mundo, cabe preguntarse si la condición de Yolanda es un aspecto positivo para no vivir en carne propia todas las tragedias que el virus ha traído consigo o si es simplemente una maldición sobre la cual su cerebro jamás se recuperará.