Discriminación y comunicación: las historias de dos mujeres sordas

Viernes, 23 Febrero 2018 10:32
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¿Se ha puesto en el lugar de una persona que no puede expresar, opinar y escuchar como usted? Recorra este íntimo relato y métase en los zapatos de la cronista. 

Crédito fotografía: Camilo Cuellar||| Crédito fotografía: Camilo Cuellar||| |||
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“Buenas noches”, le digo a la persona que está a mi lado. No pasan más de dos segundos antes de sentirme como una estúpida. Le estaba hablando a una mujer sorda que conocía hace 18 años. Transcurren ocho horas. Al despertar, lo único que pienso es en no cometer el mismo error de la noche anterior. Allí comenzó mi reto: decirle buenos días.

La casa se llena del fuerte olor a cilantro que acompañaba el caldo de papa. La mesa está dispuesta con cuatro cucharas viejas, cuatro pocillos de los que desprendía un tradicional olor a clavos, canela y chocolate, cuatro platos repletos de caldo y una canasta de pan en la mitad. Nubia, a sus 53 años, aún sigue viviendo con sus padres.

Junto a mis abuelos comentamos las noticias, hablamos de la familia y un poco de su vida. Rosa, la madre, manda a Nubia a que lave los platos, con la voz alta y gruesa que la caracteriza, y, pese a su condición, ella entiende la orden. Esa era la rutina de todos los días. Todos los días hacen lo mismo, la madre prepara y sirve el desayuno, Nubia lava y la hermana limpia la mesa. Comprendo entonces que la cotidianidad del desayuno, hacía que todo fuera más normal, que la comunicación fluyera.

Las máquinas de coser resuenan en el pequeño apartamento, telas azules y blancas invaden todo el espacio, los hilos están listos y las agujas enhebradas. El reloj marca las nueve de la mañana. Nubia junto a su madre y su hermana se sientan cada una en una máquina. A ella le corresponden los bordados, un trabajo pesado y estresante, según ella.

Con una agilidad impresionante pone la tela en el lugar exacto y deja que la máquina haga su trabajo. Minutos después, un pito agudo anuncia que el logo escolar ya está sobre la prenda. Sigo sin entender cómo con su limitación auditiva sabe cuándo ha terminado el bordado. Ahora le quedan otras 300 camisetas más. Así transcurre la mañana entera, los padres y la hermana comentan sobre las novelas o las noticias, mientras que ella, solitaria y quizás un poco marginada, sigue concentrada en su labor.

Todos están en silencio. Los pensamientos invaden mi mente. Me siento abrumada. Quizás es porque estoy enfrentando algo que no era evidente para mí o que me he negado ver durante estos 18 años. Quiero llorar, nunca había identificado algún tipo de discriminación, no había percibido lo duro que era para ella no poder expresar, comentar u opinar, no me daba cuenta que pese a que todos sabemos lengua de señas, no la incluimos dentro de las conversaciones.

Vuelvo a la normalidad cuando mi abuela se levanta para servir el almuerzo, todas dejan de lado las prendas y se disponen de nuevo en la mesa. Esta vez, quizás por un intento de dejar de sentirme mal, me hago al lado de ella. Mientras sirven las sopas intento entablar una conversación, primero me pregunta por la universidad y luego por mi novio, tema recurrente de ella. Por último me pregunta sobre mi extraña estadía con ella durante todo un día. No sé qué responder, pretendo no decirle nada para que todo fluya con normalidad, pero ahora la presión y mis sentimientos me vuelven a invadir. Opto por no decir nada y evadir el tema.

Transcurre media hora, se aproxima la una de la tarde y, con ello, nuestra hora de hacer un cambio de actividades. Nubia, además de trabajar como costurera, se dedica en las tardes a planchar ropa en casas de conocidos. Pese a que no tiene gastos, siempre ha intentado trabajar para poder conseguir su casa propia, sin embargo, no está dispuesta a pagar más de 30 millones por una, lo que hace de esta tarea algo muy dificil. Por lo pronto seguirá siendo una mujer dependiente de sus padres y su familia.

Caminamos cerca de diez cuadras antes de llegar a la casa de una tía de Nubia que le da trabajo desde hace aproximadamente tres años. Mientras recorremos el barrio sigo intentando conocerla y descifrarla, creo que todavía me falta mucho por descubrir.  Me cuenta que nunca ha tenido un amigo con su misma condición y mucho menos un amigo “hablante”, solo se rodea de su familia y por eso se considera una persona asocial, vacía y solitaria. Además, como intentando dar una explicación, cuenta que aunque le faltan algunos sentidos, tiene muy desarrolladas otras habilidades. Por ejemplo, ella es dibujante.

Por fin llegamos a la casa. Al entrar, el choque de nuevo es demasiado fuerte, me siento aún más incómoda. Subimos unas escaleras estrechas y nos encontramos con un cuarto oscuro y bastante pequeño, ese es su lugar de trabajo. La gente que está en la casa simplemente la ignora, probablemente por su condición. En contraste, los demás empleados tienen una comunicación activa entre todos, comentan sobre la cena, los programas de la televisión y las tareas que les tocan. Al ser nueva en el lugar, yo no paso desapercibida y también intentan incluirme en su conversación.

Ya han transcurrido cerca de cuatro horas y aunque ella ha intentado hacerme un ambiente más ameno, me siguen invadiendo los pensamientos de esta mañana: es muy duro ser sordomudo. ¿Usted ha sentido cuando tiene algo por decir y le es imposible expresarse o cuando tiene los oídos tapados y le entra la desesperación porque se esta perdiendo de una conversación? pues bueno, creo que eso es solo el comienzo de un sinfín de pensamientos, limitaciones y sentimientos que tienen ellos.

Se acaba la jornada y caminamos de vuelta a casa. Era hora de despedirnos y de la manera más consciente y alegre le di las gracias por el día, extendí mi mano y moviéndola de lado a lado me despedí de ella. Sin decir palabra alguna.

Al día siguiente

Al siguiente día, Ángela, una mujer de 45 años, me espera en su casa junto a sus tres hijos y su esposo. De nuevo, como en la casa de Nubia, el aroma a desayuno invade todo el espacio. Mientras se terminan de cocer los huevos, los hijos preparan la mesa y me incluyen dentro de esta actividad  matinal. Ángela en el otro piso organiza los cuartos. Todo es normal, no me agobia nada, quizás porque ella no está cerca a mí y no me preocupo por interactuar correctamente con ella o porque el esposo, al igual que los hijos, son oyentes.

Son las ocho de la mañana y los niños, de seis, ocho y doce años, ya están listos para ir al colegio. Ángela baja con una sudadera negra, el cabello amarrado y unos tenis deportivos, alista las onces, las maletas y con una señal avisa a los niños que ya es hora de salir. Caminamos cerca de cuatro cuadras, los niños hablan entre ellos y conmigo, pero, también conversan con su mamá. Desde pequeños aprendieron a comunicarse con ella de una manera bastante particular. Tienen señales que solo ellos entienden y que facilitan la comunicación

Los despide con un beso en la frente, les da la bendición y espera a que entren al colegio. Era hora entonces de preocuparse por el almuerzo. Pasamos a una carnicería y compramos una libra de carne, luego a una frutería por los lulos, lo demás ya Angela tenía en casa. Seguimos caminando, pero esta vez rumbo a la iglesia cristiana a la que ella asiste todos los domingos. Necesitaba recoger unos avisos para evangelizar a aquellas personas que tiene su misma condición.

Llegamos a la puerta blanca enrejada de una casa entre gris y blanca. Por medio de señas que ya entendía, me pide que me quite los zapatos, me lave las manos y no mire a los ojos a nadie. Entramos por un pasillo largo, el ambiente era tenso, los olores fuertes y abunda un tono oscuro por la falta de ventanas. Ángela entra a una oficina y me deja a mí sentada en la escalera. Es la primera vez en todo el día que me siento incómoda, los nervios se apoderan de mí, no puedo dejar de observar mi entorno sin preocupación.

Transcurre cerca de una hora y Ángela por fin sale. Camino a casa me empieza a contar que en su iglesia la normas son muy estrictas: los días de culto las mujeres entran en falda y no tienen autorización de mirar a los demás a los ojos, todos tienen que entrar sin zapatos y tienen que obedecer todo lo que ordene el guía espiritual. En mi mente, mientras tanto, una pregunta me invade ¿cómo hace ella para entender las predicaciones? Pese a la intriga, me da miedo que con esto se incomode y evito preguntarle.

Además me comenta que para ella las navidades no son más que fiestas del diablo, al igual que Semana Santa y los días festivos. Sin embargo, en estas fechas se desarrolla la mayor parte de su trabajo, ella hace bufés para grandes empresas y familias que le hacen encargos. Sus habilidades culinarias las desarrollo mediante cursos y talleres que brindaban en la iglesia.

Entramos a la casa y pone en marcha el almuerzo con una agilidad digna de una chef profesional, mientras tanto prende la novela sin volumen, como si yo no estuviera dentro del espacio. Estoy sentada en la sala y Ángela simplemente me ignora, es la primera vez que me siento en los zapatos de la vida normal de un sordo en espacios públicos. Me siento totalmente discriminada.

Son las cuatro de la tarde. Los niños llegan, la saludan y de paso me saludan a mí. El almuerzo está servido y Ángela sigue ignorando mi presencia, solo se comunica con los niños y se concentra en comer. Me siento de nuevo abrumada, sola, mis deseos de salir corriendo son impresionantes. Y aunque me sienta así, comprendo que ella simplemente está viviendo su día y que para ella soy una persona sin aparente importancia, ajena a su contexto.

Cerca de las seis llega la hora de despedirme. Abrazo a los niños, que ya se habían acostumbrado a mí, y, por último, le doy la mano a Ángela, quien con una sonrisa en su cara me abraza y se despide de mí. Solo pienso en todo lo que ha pasado, comparo mis sentimientos con los de ayer y me doy cuenta que pese a ser personas sordas, tienen realidades muy distintas. Ángela tiene un entorno en el que la comunicación fluye y la discriminación no es tan notoria.