En marzo de este año, cuando el coronavirus llegó a Colombia, todo se detuvo. Las personas tuvieron que adaptarse a no salir de sus casas, no poder hacer celebraciones ni reuniones con familiares o amigos dejar de ver rostros conocidos, dejar de lado los abrazos, dejar de ver rostros conocidos, de caminar por las calles que se recorrían todos los días. Solo se podía salir bajo algunas excepciones y a abastecerse de los artículos de primera necesidad. Dejar el hogar significaba enfrentarse al miedo e incertidumbre de los otros y del mundo exterior. Ahora, después de cinco meses de cuarentena, al querer recuperar aspectos de la vida cotidiana, las calles de Bogotá volvieron a cobrar vida con su caos característico. La ciclovía no fue la excepción.
El pasado domingo 13 de septiembre, el segundo fin de semana en que la ciclovía volvía a funcionar, parecía todo más normal, un poco más como antes. A la altura de la calle 150 con Avenida Boyacá no se veía tanta gente retomando el hábito de hacer ejercicio al aire libre, salir con sus mascotas o, simplemente, caminar. Sin duda, parecía un grupo mayor, en especial después de no haber tenido que convivir con muchas personas juntas desde hace meses. Era una sensación extraña, pues el cuerpo y la mente ya habían tenido que adaptarse a la quietud y la soledad.
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El sol y el cielo despejado hacían parte de un panorama que, en la capital, no puede desperdiciarse, ahora más que nunca. Se podía escuchar a los niños gritar, ver el cansancio de quienes hacían deporte, a los amigos volviéndose a encontrar; a las personas disfrutar de la sensación del pasto entre los dedos de las manos y el sol picante en sus rostros, que elevaban hacia el cielo. Se podía ver el ajetreo y estrés de algunos comerciantes intentando organizar, vender, hablar y desinfectar sin que los clientes se fueran, cumpliendo las normas de bioseguridad; mientras luchaban contra el viento que azotaba la torre de artículos para la venta que hace no mucho habían organizado.
Luisa Riaño, a pesar del tapabocas, se sabía que sonreía. Sus ojos cafés, brillantes, resaltaban entre la mascarilla azul y la gorra del mismo color. Ella tiene su negocio de pasabocas para perros hace tres años y lo maneja a través de redes sociales. Por este medio, gestiona los pedidos y difunde sus productos. Ella es la pastelera, administradora y vendedora. Tiene tortas de remolacha, empanadas, croquetas y rollitos de verdura a base de harina integral y avena en hojuelas. También se pueden mandar a hacer para cumpleaños o fechas especiales. La unidad cuesta $2.000 y cuatro unidades, $6.000. Fue hace año y medio que decidió que una buena forma de ampliar su clientela, promocionar su empresa y generar más ingresos, era yendo con su carpa a la ciclovía.
Antes, dice Luisa, sí se veían familias con perritos (tal vez, perritos con familia), pero no tantos. "Ahorita hay mucho perro nuevo. Creo que han comprado y adoptado muchos perritos". Para ella, una buena forma de vender es que los clientes sientan confianza y, en esta situación actual, eso se logra con cumpliendo con estrictas medidas de seguridad. "Tenemos que tener el alcohol, tenemos que tener dos personas, antes era uno. Yo soy la que despacha los snacks y la otra persona es la que recibe el dinero. Esa persona desinfecta a la otra persona (el cliente) y yo desinfecto a los animales que vienen. La otra persona es la que recibe el dinero, desinfecta el dinero que recibe y el que entrega". En ese sentido, las personas realmente confiarían en ella pues, antes del mediodía, ya no le quedaba una galleta más.
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El jugo de naranja recién exprimido no puede faltar para calmar la sed del trayecto, en especial en la mañana y en un día caluroso. Bajo la carpa negra había dos mujeres y una niña, todas con rasgos físicos similares: Bajas de estatura, cabello negro, lacio y largo; piel morena, ojos negros y un poco rasgados. Sus brazos se movían rápido entre los vasos de plástico y los exprimidores de metal. Detrás se veían casi tres bolsas grandes con cáscaras de naranja partidas a la mitad. Al lado de la carpa, casi que recostado contra una baranda, se encontraba Julián, el dueño del puesto, con su gorra y camiseta negra corporativa. La cola de caballo baja dejaba ver su pelo rubio, que le llegaba casi hasta la cintura. Hablaba con un hombre alto y grande, que tenía a un niño de unos siete años parado entre sus brazos.
Julián, y su equipo de la carpa, llevan cinco años yendo a ciclovía, al menos en ese lugar. Antes estaban en la calle 153 con carrera 55. Para este comerciante no es tan extraño hablar y atender clientes con guantes y tapabocas. Debido a la naturaleza de su producto, debían hacerlo siempre, incluso antes del coronavirus. La diferencia es que ahora, dice entre risas, son ellos quienes deben pedirle a los clientes que utilicen el tapabocas. Aún así, sus clientes deberán quitárselo para poder tomarse el jugo. Ni modo.
En términos económicos les ha ido bien, aunque Julián dice que no es lo mismo. "El movimiento, obviamente, es muy bajo a comparación de antes. La gente no compra, o sale, pero no es la misma cantidad de personas". Irónicamente, mientras argumenta cómo el flujo y el negocio no son comparables a la vida sin virus ni tapabocas, le van pidiendo cambio, para darle el vuelto a los clientes. Él, casi que automáticamente, abre su riñonera llena de billetes, y busca el monto adecuado. Esto sucedía cada par de minutos.
Por su parte, Andrea Ortiz encontró en la reapertura de la ciclovía una oportunidad de negocio. Apenas hace 20 días había empezado a vender paletas de colágeno e hígado para perros. Empezó revendiéndolas, pues una señora que conocía era quien las hacía por ella, hasta que Andrea le pidió la receta. Obtuvo un no por respuesta, ante lo que decidió buscar ella misma cómo hacerlas. "El trabajo es para todo el mundo y uno tiene que compartir sus conocimientos. Si uno no los comparte eres un egoísta, en realidad. Yo no me puedo quedar en mi casa parada".
Andrea carga con una nevera de icopor, su acento caribeño, su alto tono de voz y su rápido ritmo al hablar, combinaban muy bien con su ropa: ceñida al cuerpo, con un color morado fuerte, unas gafas redondas del mismo color y su cabello negro bien apretado en una cola de caballo. Su hija, Alejandra Boada, se encarga de acercarse a las personas para ofrecerles el producto. Ella, más callada y tranquila, sin ser tímida, llevaba una gorra con una cruz de piedras brillantes al frente, una camiseta al ombligo con un chaleco a cuadros, abierto y sin mangas, un pantalón del mismo diseño y material y unos tenis. Todo en los mismos tonos rosados, crema y amarillo pastel. Dice que la gente tiende a ser desconfiada con el producto que ofrecen y, a veces, no recibe una buena respuesta. "Me ven a veces con fastidio, porque pararse enfrente de alguien es como 'no te pongas ahí'". En ese momento, antes de la una de la tarde, habían vendido once paletas para perros. Las grandes a $3.500 y las pequeñas 2.000 pesos.
Aún le quedaban 13 por vender antes de las 2 de la tarde. Con el rabillo del ojo empieza, de nuevo, a buscar posibles clientes. Deben retomar el concurso que entre las dos crearon, para hacer más llevadero el día y motivarse. Se despiden y se van, pues tienen también, todavía mucha de la avenida por recorrer. Hay mucha competencia pero, como dijo Andrea, "no me puedo quedar parada en mi casa". Hay que intentar adaptarse a la situación actual porque resulta mucho peor no hacerlo.
De esta forma, la ciclovía va volviendo poco a poco a la "normalidad". Las personas logran sentir aires diferentes, tener una sensación de que todo va a estar bien. Los comerciantes pueden volver a vender sus productos, con la esperanza de que no haya una nueva cuarentena que, de nuevo, les impida generar su sustento.