El Centro de Bogotá, la temática ciudad que reúne a casi toda la cultura gastronómica del país, es el epicentro de esta curiosa modalidad de los recorridos guiados. Hasta el día de hoy, según el sitio web de Trip Advisor, se ofrece al público alrededor de 114 tipos de tours en la capital del país, como el Bogotá Grafiti Tour, el Tour Histórico en La Candelaria, el Bike Tour in Bogotá, el Tejo Explosive Experience, etc. Cada uno de ellos ofrece un vistazo diferente a nuestra cultura, pero a diferencia de los recorridos que solo manejan información histórica y actividades deportivas, el Free Food Tour es una experiencia totalmente sensorial.
Como una buena parte de los recorridos hechos en el Centro de Bogotá, el Food Tour comienza en el Museo del Oro. Allí, una sombrilla roja con los logos de la agencia Beyond Colombia indicaba el punto de encuentro. Como el aviso decía Free Food Tour (tour de la comida gratis), más de uno de los participantes, incluyéndome, pensó que la comida iba a ser gratis, pero lo único gratis era el recorrido, porque el guía tampoco desperdició la oportunidad para ganar algo de dinero, pidiendo alguna “colaboración”; casi nunca sencilla pues los extranjeros suelen dar propinas generosas.
El primer bocadillo en el tour fue la mítica empanada en un local de la carrera Séptima, con un precio módico de $800 pesos. La crujiente, caliente y grasosa masa calmó el hambre que causó la falsa ilusión de la comida gratis. Mientras devoraban sin piedad esa pequeña muestra, el guía explicaba que la preparación fue originalmente creada en el Medio Oriente. Un pequeño grupo de jóvenes israelíes se sorprendieron al escuchar el dato, agregando que allá se comía algo bastante similar.
El segundo bocadillo fue un modesto jugo de lulo en el Mercado San Ángel, frente a la biblioteca Luis Ángel Arango. Debido a las altas temperaturas de ese día, el jugo, servido en agua y en un pequeño vaso de tinto, fue un leve pero poderoso “golpe de frescura”. Lo denomino así, porque nadie duró más de cinco segundos en tomarlo, ni siquiera Héctor, el guía. Para él no había mucho que decir, pues todos ya habían probado el jugo y no aportaría nada nuevo al tour.
El tercero fue un ajiaco en la La Puerta de la Catedral, muy cerca a la Plaza de Bolívar. Allí, los meseros que ya conocían al guía ajustaron una mesa para recibir a la considerable cantidad de extranjeros que había en el tour: doce. Una vez organizados, los meseros empezaron a traer grandes platos llenos de pollo, crema y alcaparras, junto a los respectivos platos de ajiaco. No era un tazón grande, aunque a muchos les costó terminarlo. Antes de comenzar, Héctor exclamó que este plato venía desde épocas coloniales y que la comunidad indígena de Bacatá le agrego cosas como el pollo y la papa criolla.
Justo después de salir de aquel restaurante, nos dirigimos a un bien equipado puesto de obleas en la misma calle. Mientras el guía introducía los ingredientes del curioso pasabocas, muchos de los integrantes del tour no esperaron la explicación y se lanzaron a probarlo. Compuesto de arequipe, queso y dulce de mora, resultaba ser un manjar poco empalagoso. La mayoría de turistas no pudo terminarlo. “Simplemente estaba muy dulce y no podían comer más”, se excusó alguno.
Para la mala suerte de los que no estaban acostumbrados a la dulce gastronomía de nuestro país, el chocolate con queso, el quinto plato en el menú, resultó ser mucho más empalagoso que las obleas. En este punto del tour ya nadie pedía comida para sí mismo, sino que la compartían. Para Héctor, el sitio perfecto para comer chocolate era La Chapolera, una modesta cafetería ubicada entre los locales de joyería, que en mi opinión sirve el chocolate más desabrido. El queso tenía una textura grasosa y salada, la cual habría combinado muy bien con el chocolate adecuado.
El sexto plato era el delicioso pandebono del Relibono de la calle Octava, ubicado al lado del Ministerio de Hacienda. Allí, el guía se paró en frente de todos para decirnos que el pandebono proviene del Valle del Cauca y que su masa está hecha a base de yuca. Por un precio de $2000 pesos, cada uno pudo probar la delicia que Héctor denomina como “el almuerzo del estudiante”, que viene con una avena incluida. En esta cafetería, particularmente, han perfeccionado el sabor del pandebono al hornearlo cada dos horas, haciendo que el platillo quede suave por dentro y un poco crujiente por fuera. Los turistas, como si no hubieran comido nada en horas, devoraron rápidamente el panecillo argumentando que jamás habían probado algo así.
Ya algo agotados, nos dirigimos hacia el restaurante Chantilly, al lado del centro comercial Colseguros. Era el turno de la tradicional arepa, un plato que por milenios se ha debatido si proviene de Venezuela o de Colombia. Según Héctor, con tono conciliador dijo que esta preparación se originó cuando ambos países eran La Gran Colombia en el siglo XVII. A diferencia de otras arepas, la santandereana está hecha a base de maíz y, como muchos otros platos en este tour, tenía queso en su interior, por lo que nadie parecía sorprendido por su sabor. Tenía una textura seca, como si se estuviera comiendo un pedazo viejo de masa cocinada.
El penúltimo en el menú fue el aguardiente. Retados por su fama de ser una bebida fuerte, todos se sentían emocionados por probarlo. En la misma cuadra, en un bar llamado La Criolla, Héctor preguntó si conocíamos la bebida. Seguido de la obvia respuesta, nos repartimos cuidadosamente las copas, junto con un pedazo de limón. Después de un alegre brindis, cada uno de los integrantes reaccionó de una manera simultáneamente graciosa. Todos hicieron una mueca diferente ante el inesperado sabor a anís del aguardiente, algunos se atoraron y otros, como yo, movimos la cabeza repetidamente.
Finalmente, el turno del café había llegado. Héctor nos llevó a la escuela de baristas Arte y Pasión Café, cerca del Museo del Oro, que en su opinión es el mejor lugar para tomarse un tinto o un late en La Candelaria. Allí, el guía nos reunió en una sola mesa para mostrarnos tres tarros llenos de café y explicarnos que su sabor depende de muchas cosas, pero esencialmente de la altura sobre el nivel del mar en donde se cosecha. El café sembrado a una altura inferior a los 700 metros, como el departamento del Huila, equivale a un sabor mucho más fuerte; entre 900-1000 metros, a uno más balanceado, y superiores a los 1700 metros, como en los alrededores de la Sierra Nevada de Santa Marta, le da un sabor más suave.
Después de que cada uno escogió su café, dos baristas comenzaron a prepararlo en la misma mesa. El primer barista utilizó un método que consistió en un goteo conocido como ‘chemex’, en el cual una hoja de papel sirve como filtro para que por allí pase el agua caliente. El segundo barista uso un procedimiento japonés en el que se pone agua en una especie de probeta para que se mezcle con el café cuando esté caliente. Ante tal espectáculo, todos los presentes mantuvieron cara de asombro, incluso después de haber dado el primer sorbo. La mayoría eligió el café más fuerte, mientras que yo, guiado por su aroma dulce, escogí el más suave.
Tras terminar el tinto, Héctor se levantó de su silla para decir que ese había sido el final del tour y para pedir cualquier aporte voluntario. De inmediato, todos los turistas buscaron en sus bolsos y billeteras la generosa colaboración para el guía. Yo, por otro lado, había quedado con poco dinero después de haber gastado $22.300 pesos en todas las comidas del tour, el equivalente a 8 o 9 dólares. Por suerte, encontré $1.000 pesos en mi bolsillo y de inmediato se los di al guía, que, con ceño fruncido, recibió el billete.
Al haber dado mi aporte me dirigí a la caja para pagar los $4.000 pesos que costaba el café. Ahora para mi mala suerte, el aún molesto guía me dijo que, en vez de mi aporte monetario, le diera una buena reseña en su perfil de Trip Advisor. Ante la presión de su mirada, accedí instantáneamente, diciéndole que escribiría una crónica sobre el tour y, por supuesto, sobre él. En el momento exacto en el que su mirada molesta cambió, me despedí rápidamente de un amigable holandés que estaba en la caja conmigo. Finalmente me marché, con mi billetera vacía, pero con mi estómago lleno.