La luz de neón verde se refleja en una botella de Red Label sostenida por un hombre cuarentón. Su vista no se aparta del cuerpo de “Dianita”, quien se desnuda al ritmo del reguetón sobre la pasarela de uno de los prostíbulos más cotizados del barrio Santa Fe.
En el lugar no solo brillan los tacones con plataforma usados por las trabajadoras sexuales que están paradas en cada columna, sino también los zapatos de cuero de los meseros, al igual que sus chalecos de polyester satinado. Se desplazan de esquina a esquina con botellas de licor y las ponen sobre alguna de las 16 mesas que rodean la pasarela en forma de “L” en la que, sin falta, hay un show de estriptis.
Estos meseros, la mayoría originarios de otras regiones, atan sus corbatas desde las 2 p.m., limpian las mesas con una mezcla de cloro y ambientador, y se preparan para atender a decenas de clientes casi hasta las tres de la madrugada.
Allí, en la Zona de Tolerancia, con sus manzanas de calles angostas en cuyas esquinas conviven mujeres con poca ropa y vándalos, existen 165 prostíbulos reconocidos por el Distrito, en los que se emplean más de 3000 personas que no ejercen el trabajo sexual, pero que son indispensables para que “el negocio” se lleve a cabo.
El staff de estos establecimientos se conforma por cajeros con grandes fajos de billetes en sus bolsillos, meseros que llevan hasta 40 años en la vida nocturna, administradores con pinta de ejecutivos, bármanes que pocos cócteles sirven, disyóqueis procedentes de emisoras radiales, mucamas que rompen récords de tiempo cambiando los tendidos, recepcionistas desilusionadas del género masculino, vigilantes agradecidos de las propinas de los borrachos, y los llamados “patines”, que parecieran tener ruedas en lugar de pies por la rapidez con que ordenan y limpian.
Antes de que se abran las puertas a la clientela y se prenda la fiesta de trago, estriptis y sexo, la atmósfera se torna serena, similar a la de cualquier restaurante-bar. Hacia las 2:30p.m., a menos de una hora de abrir las puertas al público, algunos almuerzan usando una de esas mesas que luego se llenaran de licor y miradas lujuriosas. Entre tanto, un cajero regordete organiza el estante con aguardiente, ron, vodka, whisky y cervezas importadas. Los amplificadores de sonido, por ahora, están en silencio. A parte de las pocas voces, el único ruido es el de los cuatro televisores LED en los que se presenta la sección de deportes del noticiero, que pronto se sintonizarán con canales porno.
A partir de las 3p.m., las luces fluorescentes se apagan para darle paso al neón rojo, verde y azul que se proyecta intermitentemente en las paredes. En la zona V.I.P, donde los taburetes de madera se transforman en sofás de cuero y mesas amplias, un “patines” de gorra plana y tenis de skate dobla papel higiénico y lo introduce en una caja.
Al escalar los 21 peldaños que conducen al paraíso de lascivia de los clientes se encuentra Catalina, una de las cuatro mucamas del burdel. Es una mujer morena, con brazos delgados pero hábiles. Faltan menos de diez minutos para abrir. Se asegura de que las 38 habitaciones del lugar estén listas para recibir a la clientela. Catalina es profesional en Estética y Belleza, pero nunca ha ejercido porque pagan mejor en el prostíbulo. Tiene dos hijos, de ocho y seis años, quienes piensan que su madre trabaja en una boutique que vende productos “para personas que solo hacen compras de noche, porque no les gusta el sol”. cA pesar de que su labor se restringe a limpiar las habitaciones usadas y avisar cuando se cumplen los 15 minutos que dura “el rato”, teme que alguno de sus hijos quiera –como es natural– conocer su lugar de trabajo.
En este mundo tan marginado para algunos, donde el deseo y el dinero se relacionan con lo profano, donde se piensa que Dios le cedió su voluntad a Baco, más de uno disfraza su identidad para evitar prejuicios. Pero, ciertamente, aquel mundo que muchos dibujan sin conocer, que relacionan solo con el placer y la lujuria, que se piensa es habitado por gusto y no por necesidad, esconde una realidad completamente distinta.
De acuerdo con la Secretaría Distrital de la Mujer, el 98 por ciento de las trabajadoras sexuales quieren dejar de ejercer la prostitución pero no pueden. Este panorama se replica en el personal de los prostíbulos, pues si bien se encuentran casos de empleados que se sienten conformes con sus trabajos (no tanto por las condiciones laborales, como sí por los sueldos), muchos anhelan abandonar el “mundo nocturno”.
Uno de ellos es Carlos, un vallecaucano que llegó al barrio Santa fe hace cuatro años, y se desempeña como mesero. Con la corbata a medio apretar y las mangas de la camisa dobladas hasta donde la amplitud de sus bíceps se lo permiten, este hombre ahorra cuanto puede para montar su negocio y abandonar la zona. “El caleño”, como lo llaman, rompió con la regla de oro de los burdeles: no involucrarse con las prostitutas. Se enamoró de una risaraldense de su antiguo lugar de trabajo. Viven juntos desde hace tres años y esperan irse de Bogotá a finales de 2017 para “cambiar de vida”. Pero mientras eso ocurre, su quehacer los espera.
La fiesta se prende casi a las 4 p.m. Es lunes, pero muchas de las mesas ya están llenas. A pesar del brillo de sus trajes, los meseros pasan desapercibidos ante los clientes, cuyas miradas reposan sobre los tubos agarrados por manos con uñas largas y decoradas, de mujeres que lentamente se quitan las únicas dos prendas que llevan puestas, o sobre aquellas que estrellan sus senos descubiertos contra los rostros extasiados de clientes que pagan shows individuales.
Algunos, bastante seducidos por los cuerpos y movimientos de las chicas, no tardan en subir los 21 escalones. La primera parada es la recepción, un salón blanco con tres sillones de cuero, una camilla de emergencia que separa dos estantes de madera con camisas de todas las tallas, réplicas de cremas y perfumes Victoria’s Secret, aceites lubricantes y retardantes; y una barra de madera. La recepcionista es una mujer afro con el cabello tejido a trenzas. Cobra los seis mil pesos de alquiler de la habitación y hace entrega de un paquete que contiene un preservativo, un paño húmedo, y uno de los trozos de papel que doblaba el “patines” un par de horas antes.
Desde un pequeño cuarto contiguo al lobby, se desprende un olor que solo podría confundirse con el del pabellón de hierbas aromáticas de una plaza de mercado. Proviene de la zona de lockers, una de las pocas que comparten todas las trabajadoras sexuales. Allí se respira un aire embebecido de pétalos de rosa y hojas de romero, que todas las mañanas se fusionan en un ritual para asegurar la abundancia de clientes. Pero el ritual no sólo lo agradecen las trabajadoras sexuales, sino todo el personal del prostíbulo, porque en la medida en que aumenta la clientela, también aumenta la comisión y las propinas. La mayoría del staff, por reglas de trabajo, tiene poco contacto con las prostitutas. Pero las respetan, a pesar de que pongan rostros apáticos cuando se les relaciona directamente con el trabajo sexual.
Frente a la barra de madera, una mujer de acento paisa agarra entre sus manos tres cúmulos de cabello natural. Su nombre es Marisol y lleva más de diez años frecuentando burdeles, pero no como prostituta ni como cliente. Es estilista y se dedica a hacer extensiones para las chicas. Cobra cerca de un millón de pesos por trabajo, y sabe a quién ofrecérselo y a quién no.
De reojo, Marisol observa a una mujer que va subiendo las escaleras. Su desnudez indica el paso por la pasarela. Es trigueña. Su cabello azabache tiene el largo suficiente para cubrir unos senos operados, pero deja entrever una pluma tatuada en el abdomen. Sus manos sostienen un vestido animal print color pastel, con el que posteriormente sale del camerino. Como Marisol esperaba, la trabajadora sexual se interesa por las extensiones. Intercambian números y fijan una cita. Según dice, solo las “nenas de primera” hacen ese tipo de inversión.
“Prostis de primera y de cuarta”, burdeles “finos y ñeros”, calles “calientes y sanas”. Así se refieren a la Zona de Tolerancia quienes más la frecuentan. Porque en Santa Fe hay de todo, para todos los gustos y presupuestos. Desde La Piscina y el clausurado Castillo V.I.P., con botellas de whisky de más de un millón y tarifas desde los 150 mil pesos por “el rato”; pasando por Troya, Fiebre o Paisas, en los que “el polvo” está entre los 60 y los 120 mil; hasta quienes ofertan sus servicios en las calles y puertas de hoteles, compartiendo el espacio con transeúntes que caminan velozmente, vendedores ambulantes que suplen la demanda de comidas, y uno que otro jíbaro que ofrece “yerba, perico y sacol” en las narices de la Policía.
Así es este oasis dionisiaco de Bogotá, este que suelen conocer exclusivamente por “las niñas”, este que esconde historias de amor y desamor, de engaños y vergüenzas, de vicios y placeres. Este oasis que, para unos, es mina de oro; para otros, templo de placer y, para muchos más, remedio contra el desempleo y las deudas, o alimento para la avaricia. Porque en Santa Fe, “si bien no se produce plata fácil, sí se produce plata rápido”.