Viacrucis de un almuerzo en las plazas de mercado

Miércoles, 30 Agosto 2017 21:29
Escrito por

Son un centro de gastronomía diverso, suculento y llamativo. Si uno sabe recorrer sus pasadizos puede llegar a encontrar la mejor comida con precios favorables.

Gallina guisada|||| Gallina guisada|||| Nicolás Guevara||||
5552

Todo empezó cuando María cargó el cuerpo. Pálido, desfallecido, de peso muerto. –Que pese ya es todo un triunfo- señalaba, con una carcajada sonora que sobresalía por entre el bullicio de Paloquemao. Arrastró el cadáver en medio de la estrechez mugrienta del cubículo y lo soltó en el lavabo con un estruendo mayor; el cuello había rebotado con las fuerzas prestadas por los brazos abultados de su verdugo. Luego siguió su juicio. La mujer pasó el cuchillo filoso por el cuero desnudo de la piel, rozando su pecho erizado con el gesto de intimidar a la víctima. Rozaba con tanta aspereza que parecía pretender afilar un cuchillo gastado. Lo hacía acostumbrada, entretenida, actuando bajo una mecánica impávida y perniciosa, como si secretamente disfrutara el hecho pero supiera sobrellevar la excitación. ¡Entonces dio el primer golpe! Un golpe seco le había roto el cuello. Siguieron varios. Decenas de cortes maquiavélicos habían fracturado no solo las extremidades de su víctima pero también su timidez en la cocina. Así, con total desenvoltura, había empezado a las nueve de la mañana la preparación de una gallina criolla guisada. Un rito gastronómico sagrado.

 -Esta preparación es paciente y delicada- Su voz rompía el silencio abrumante que secundaba la serie de machetazos que le propició a la gallina, como un luto simbólico. –No cualquiera sabe, pero se debe botar las patas, esas partes amargan el caldo. Hay quienes las usan para dar sabor, para la sustancia. Eso es mentira-. María Isabel Burbano tenía los gestos bruscos necesarios para quebrar el cuello de una gallina con la facilidad y la calma con que se hubiera plegado un papel. Dicha valentía le servía en particular aquel día en donde el plato principal era justamente aquello: gallina guisada. Guisada con fuertes maneras para partirla, para cocinarla, para darle sabor.

Hacía sus veces de cirujana: los cortes de María no habían sido aleatorios, un mal corte podría rajar todo el cuerpo y sacarle el relleno a la gallina. Un pecado capital dentro de las cocinas. Primero necesitaba que se cocinara en su jugo estando todavía compacta. Los golpes eran un mal necesario, aberturas precisas para que el caldo pudiera bañar toda la piel, cualquier hueso. María paseaba los dedos sobre la gallina, con una delicadeza inusitada en su carácter. Así arrancaba algunas impurezas, le extirpaba los desagradables huevos prematuros, amarillentos, que ya no tenían por qué acompañarla y cortaba los pedazos de piel sobrante.

Hace poco había leído acerca del trabajo en la funeraria Capillas de la fe: “Maquillar a los muertos es un proceso difícil en donde lo que importa es que el fallecido luzca mejor para su entierro”. Pensé en María, la imagen que la cocinera componía para mí era el vívido contraste de aquello. Ella no pretendía arreglarlos para un entierro digno, más buscaba sazonarlos de tal forma que se olvidara de su actitud carnicera de antaño. El sabor es capaz de eclipsarlo todo.

A esas horas de la mañana empezaron a rondar las miradas ansiosas: –Señora María, ¿hoy qué tiene de almuerzo?- Ella concedía primero una sonrisa plácida. Y luego, seguida por unos ojos satisfechos, les decía con orgullo –Gallina criolla guisada-. La sola mención hacía temblar a los oyentes, como si hubiera prometido la ambrosía misma de los dioses del Olimpo. Era un plato fuerte que la había acompañado toda su vida. Ahora a sus cincuenta años sabía aprovechar lo bueno, por ello se encargaba de preparar esos platillos selectos en los fines de semana, los días en que se reúnen a su mesa los fieles, los curiosos y los clientes más bien ocupados durante la semana. La gallina guisada era motivo de reencuentro con la gastronomía de las plazas de mercado.

Su cubículo se encontraba en medio de varios puestos de fruta, de algunos locales de esoterismo y una larga hilera de cocinas, ¿qué lo hacía distinto? La reputación, me había asegurado. Yo, como ningún otro, no había llegado ahí por los olores, que fácilmente podrían haberse confundido en la mixtura que vagaba de puesto en puesto. Tampoco era atractivo visualmente: las ollas se arreglaban unas encima de las otras, casi sobre el mesón de los comensales. Adicionalmente, el congelador pequeño de aluminio se sostenía con una papa sucia en uno de los rincones donde antiguamente ocupó una rueda, y el lavaplatos no daba abasto. Trabajaba con una estufa industrial que maquinaba en su máximo esfuerzo: Ocho boquillas encendidas barajaban las ollas del arroz blanco esponjoso, el aceite quemado para fritar las tajadas de plátano, la carne encebollada que aún rondaba el desayuno y los preparativos para el almuerzo. Agua hirviendo, guiso de cebolla y tomate, perejil y cilantro. Había menjurjes sin nombre, tarros vacíos, atollados en el suelo, y cada cosa parecía no tener lugar. Menos la gallina. En ella había atención. Un protagonismo enigmático. Ella era clave de aquel sábado de esfuerzo. Ya cuando hervía sobre la estufa suspiró –Y ahora que se bañe tranquila- Era su víctima, era al mismo tiempo su bebé.

 Variedad de comida en Paloquemao

15 minutos de fama

La gallina bailaba dentro de la olla. Se preparaba, tal vez, para un espectáculo que significaba, desde esta perspectiva, el fin último de su vida. Sus quince minutos de fama. El estrellato. A ella la esperaban clientes difíciles. Por un momento pude espiarla en su propio camerino de aluminio desgastado, tiznado por el exceso de calor. Levanté la tapa de la olla, expectante, y la vi: bailaba segura. Se mecía, con un vapor cálido que curaba su cuerpo, lo tonificaba, la dejaba lista, bella y llamativa. El recelo de la cocinera la hizo volver a su encierro. Faltaba poco.

Se agregó proporcionalmente la papa, algo más de la mezcla de guiso que había preparado. Revisaba el arroz con afanes, miraba las tajadas de plátano, volvía de nuevo a las boquillas, encendidas, a buen calor. María Isabel Burbano se había puesto tremendamente ávida. Luego sucedió lo impensable: -¡el jugo!-, gritó, con el rostro ajado tan pálido como el de la gallina. ¡El jugo! Por supuesto. Nada, explícitamente nada, podía faltar para el momento en que la gallina estuviera lista. – ¡Cuando la gallina está, la gallina se sirve!-, dijo a regañadientes para ella, para las otras cocineras, para mí, para Paloquemao completo. En el aire vibraba una tensión particular, María pasaba a ser una simple servidora de aquella gallina tan afamada. Corría por ella, enfurecía por ella también. La relación de víctima y victimario había cambiado. Pronto el calor de la estufa habría de dejar el platillo en su punto, luego de ello el final estaba escrito.

Como una cita con el destino, los curiosos, los fieles y los más bien ocupados llegaron al comedero tal como la señora María había predicho. Los miró, cargándose de fuerza y orgullo para dar inicio al espectáculo. Alzó la tapa de la olla. Ella no descubría un Botero, tampoco el platillo gourmet de algún restaurante con estrellas Michelin. Era ella, una hembra de siete mil pesos que se sirve acompañada de papas chorreadas, de arroz, de ensalada de lechuga y tomate. Fresca, caliente y vaporosa. Todos la vieron: Con su perfume tan criollo y suculento, con el color anaranjado que había adquirido su caldo, con su piel morena, ligeramente bronceada. Embriagaba la vista, el estómago, el corazón. Era puramente colombiana. Y dentro de las mujeres baratas que se sirven en esa plaza de mercado, ella era distinguida. No era pollo, menos costosa y más bien sencilla. No era res, tampoco cerdo, otra raza más popular, con menos prestigio. Ella se hacía valer.

Era 'Betty la fea' hacia el final de la novela, nunca más el cuerpo sin gracia pálido y desvanecido que había llegado al cubilo de María. Disfrutaba de su lujo y su admiración. Y ninguno de los presentes, boquiabiertos, seducidos, podría imaginar que mucho antes la piel liza que ahora veían primero había pasado por el bisturí estilizado de María Isabel Burbano, cocinera, cirujana, levanta muertos. La gallina entonces llegó para robar el apetito, para cazarlos, ahí, de nuevo con Paloquemao.

Fue cuando se sirvió que todos los comensales de los distintos estratos sintieron que había valido la pena internarse en la jungla. El ruido no importaba, tampoco la suciedad, mucho menos el desorden. Ellos, en ese momento, iban a disfrutar los quince minutos por los que habían pagado para su compañía. Los quince minutos de fama de una gallina criolla guisada.