Una Big Band
Una banda grande. En el jazz, Big Band es un grupo grande de músicos dedicados al género –o jazzistas– que se reúnen a tocar. Básicamente, una orquesta de jazz. En Colombia es un término ajeno, robado. Por eso es extraño que en la capital exista una Big Band que intenta nacionalizar lo extranjero con cada concierto.
El ambiente es desordenado y disperso. El sonido de las trompetas y los tambores se combinan en perfecta coalición. La melodía de las notas entonadas por la bella cantante recorre el salón casi vacío y acompaña las conversaciones que los asistentes tienen entre ellos con la banda de fondo. La mayoría de los miembros se ven demasiado jóvenes para sostener los instrumentos con la propiedad con que lo hacen. Vestidos con jeans y tenis se pasean por el escenario como si fuera un patio de juegos.
La Big Band Juvenil de Bogotá está conformada por cerca de 20 músicos dedicados al jazz, no mayores a los 23 años. Del SENA, de universidades públicas, de universidades privadas, de centros técnicos y de tecnología, de colegios, de institutos y fundaciones, de ahí provienen los integrantes de la banda que hace parte de un modelo que ha cambiado las convenciones de enseñanza del jazz que se tenían en Colombia.
En el 2014 se formó por primera vez la orquesta que buscaba integrarse a la esfera del jazz bogotano que, desolada por la falta de cuórum, conocía de hace poco a la Big Band de mayores. Ahora los jóvenes de jeans y Converse intentan mezclarse con los adultos de corbata que llevan años aprendiendo el arte del jazz.
El sueño y el americano
Ronald Carter es un reconocido contrabajista de jazz norteamericano. Ha ganado un premio Grammy y un récord Guinness por tener más álbumes y arreglos grabados en su área. Un referente del jazz, una eminencia del jazz que está en camino a convertirse en una legenda del jazz. En 2008, vino a Bogotá el que en 1998 fue nombrado por el periódico El Tiempo como el rey indiscutido del reino de los bajistas. El medio bogotano afirmó que Carter es un punto de referencia obligado para quienes lo reconocen como el verdadero maestro del bajo, heredero de la más pura tradición del género.
Es gracias al señor Carter que el proyecto de la Big Band Juvenil empezó a materializarse. Desde el 2009, Alejandro Fernández, el director de la banda, trabajó con el Festival Jazz al Parque y su componente de formación. Carter se convirtió en el director general del programa y enseñó a la naciente banda bogotana el valor de una metodología educativa de la música.
Mientras la batería retumba Alejandro se pasea por todo el escenario. El auditorio ya está casi vacío pero la música sigue sonando, con o sin público. Es un jazz mezclado con porros y cumbias. Son ritmos que el oído bogotano no está acostumbrado a escuchar. Es música popular clásica colombiana mezclada con música que parece hecha para grupos cerrados de personas.
Los integrantes de la Big Band Juvenil de Bogotá (BBJB) tocan como si llevaran años haciéndolo. Su director afirma que es gracias a la metodología creada por Carter y utilizada en el Lincoln Center en Nueva York. ‘Jazz at Lincoln Center’ es un proyecto que busca desarrollar materiales que promuevan por medio de la pedagogía, la práctica y preservación del jazz en niños de colegios. Alejandro dice estar “asociado no oficialmente” con el proyecto, lo que le ha servido para crear la banda e implementar la metodología educativa en el contexto de los niños y niñas bogotanos.
En el 2014 el proceso que venía desde el 2009 se pudo concretar. Una audición pública permitió a 250 jóvenes formar parte de la primera orquesta de jazz pensada exclusivamente para ellos. “Yo estaba muy sorprendido porque pensaba que a los niños no les gustaba el jazz, ahí uno se da cuenta que ellos no tienen mucho acceso a conciertos y ese tipo de cosas, pero que las disfrutan”, contó Alejandro.
De las jam sessions a las Big Bands
No son muchos los documentos que retraten la historia del jazz en el país. Enrique Muñoz, musicólogo, autor del libro Jazz en Colombia. Desde los alegres años 20 hasta nuestros días, contaba en él cómo la música popular colombiana tuvo su principal influencia en el jazz. Fue en la década del 20 cuando el género llegó a Colombia luego de que músicos de acá recorrieran otros mares y trajeran consigo lo aprendido en lugares como Nueva York y Nueva Orleans.
Empezó a crearse jazz en las ciudades caribeñas como Cartagena y puertos como el de Barranquilla, que recibían jazzistas extranjeros. Esos jazzistas extranjeros que, apretados en pequeños apartamentos en Nueva Orleans improvisaban con tres o cuatro instrumentos para animar, como lo hace ahora la BBJB, las tardes frías y solitarias.
Jam sessions, así se llamaron los espontáneos conciertos que, según narraba Rafael Serrano, fallecido periodista experto en jazz y editor del portal web Jazzcolombia, surgieron durante el proceso de instalación de tropas norteamericanas en la ciudad Nueva Orleans para el combate en la Primera Guerra Mundial. La ciudad dejó de ser ciudad y se volvió campo de entrenamiento, las compañías dedicadas a la música se volvieron clandestinas y huyeron a barrios suburbanos. Un panorama conocido en estos tiempos.
El encuentro de razas, sonidos y gentes en los espacios limitados, hechos para la improvisación, terminó en lo que ahora es el género más importante para el desarrollo de la música. En Colombia, las reuniones informales de músicos se tomaban lugares de la capital como la plazoleta del Museo del Banco de la República o la Estación de la Sabana.
De las jam sessions resultaron distintas variaciones de jazz. El latin-jazz fue uno de los más populares que empezó a practicarse en el país. Según Egberto Bermúdez, profesor de musicología de la Universidad Nacional, la variación resultó de las fusiones entre diferentes sonidos afroamericanos que había en Colombia con las nuevas tradiciones que trajeron los jazzistas extranjeros. Según el profesor, en Latinoamérica, las nuevas jazz-bands ejercieron una fascinación especial en el siglo XX, por eso, se empezaron desarrollar círculos, lugares, tendencias, conjuntos, asociaciones y festivales locales de jazz que fueron documentados a través de grabaciones, artículos periodísticos y crónicas.
El latin-jazz de principios del siglo pasado, es hoy para Bermúdez, un gran protagonista en el medio musical latinoamericano. Pero antes, cuando llegaron los 30, con ellos llegó también la necesidad que siempre existe en nuestras sociedades de formalizar todo. Las improvisaciones no podían ser más improvisadas, sino que debían volverse orquestas. El formato de las Big Bands se popularizó cuando en las agrupaciones, los músicos se dividían y se juntaban con quienes tocaran sus mismos instrumentos.
Los Petit Fellas. Fotografía: Alejandro Rivera
El jazz bailable
Los jóvenes de la Big Band imitan bien el modelo. Una sección de metales, una de maderas y otra de ritmo. Se dice que los integrantes de la orquesta deben vestir siempre elegantes, mantener un estilo sobrio y sofisticado. Una cantante atractiva al frente que armonice el orden masculino de atrás. A excepción de los jeans y los tenis, las camisas con estampados de corbatas y los blazers sobre camisetas de algodón hacen bien el intento de replicar la sofisticación de los 30.
La elegancia de las orquestas de jazz imitaba a la de sus audiencias. Se suele pensar que es un estilo de música reservado para las élites. “Pero lo que estamos tocando es básicamente música bailable, tan bailable que de aquí viene nuestra música bailable”, dice Pablo Beltrán, el co-director de la banda, una vez se termina el show. Es fácil preguntarse por qué al jazz le falta popularidad y difusión, lo difícil es entender las razones por las que el género no se ha adherido a la cultura.
Pablo dice que cuando artistas como Lucho Bermúdez y Pacho Galán armaron sus Big Bands ellos querían tocar como Duke Ellington o Benny Goodman. “El jazz es la base de la cumbia, del merengue, de la salsa, del rock y de un montón de géneros del siglo XX. En otras palabras, es por excelencia la música popular del siglo XX, todo viene de ahí, musicalizó hasta la Segunda Guerra Mundial”, dice.
El jazz, sin embargo, no es como el resto de la música popular. Dustin Dickey es profesor y encargado de la composición y arreglos de jazz en la maestría en música de la Universidad Eafit. Él afirma que el género no tuvo un papel tan fundamental en el desarrollo de la industria en Colombia, nunca fue la música popular del país. El formato Big Band, ha sido para él el que más éxito ha tenido, se ha mezclado con géneros más populares como el tropical y la salsa.
Nadie bailó en el gran salón donde se presentó la banda hace un momento. El jazz está pensado para un público sustancialmente más pequeño al general. Es para un público que quiere ir, que le gusta, que le interesa el arte por el arte que no es necesariamente comercial, dice Alejandro. La banda que dirige no toca para grandes audiencias, pero sí para sea quien sea el que los quiera escuchar.
Pero la música pasa siempre por luchas ajenas al arte. Los jóvenes de la banda no saben cuánto demoran Pablo y Alejandro en encontrar apoyo del Distrito o de cualquier otra entidad. Ellos ignoran la forma en que iniciativas como la suya deben buscar patrocinio. Lo importante es mantener el arte vivo, no importa a cuántos guste. “El jazz es para todo el mundo. Yo parto de que es bailable, y si es bailable, les gusta a todos. Depende de cómo se muestre al público, es responsabilidad del músico saber dónde ir a tocar”, dice Pablo.
Cuantificar la música
El jazz en Colombia no es popular, pero como Serrano afirmaba, el género no escapa de una relación comercial: “se trata de una ecuación entre ventas, publicidad y promoción de artistas que sean atractivos para la demanda, por eso los sellos apuestan a nombres muy destacados”. Cuando no hay sellos discográficos ni hay artistas atractivos, los músicos deben depender de dinámicas del Distrito para la distribución de presupuesto.
El Ministerio de Cultura cuenta anualmente con un Plan Nacional de Música para la convivencia. Con él, cada año invierten una cantidad determinada en programas e incentivos que ayuden a la promoción de ese arte en el país. Este año, la inversión es de $4.079.885.595 representados en dotación de instrumentos musicales y materiales pedagógicos, procesos de formación de músicos a nivel nacional, convocatorias, implementación de proyectos, entre otros. Así lo afirman Guiomar Acevedo y Carlos Cómbita, pertenecientes a la Dirección de Artes del Ministerio. Una cantidad que no es ni la veinteava parte del acumulado del Baloto.
¿Cuatro mil millones de pesos a nivel nacional son suficientes? Alejandro afirma que de todas las convocatorias que salen del Distrito, son más los perdedores que los ganadores. Si se presentan 60 propuestas a una beca que acepta 3 ganadores, qué harían los 57 restantes. Seguir presentándose, todos los años.
Ahora bien, depende de cada ciudad la forma en que se invierte en música y Bogotá intenta contar con programas de inversión que difundan el talento de sus ciudadanos. El que lo logre o no, depende de cómo sus dirigentes distribuyan su parte del presupuesto nacional.
La Secretaría de Cultura y el Instituto Distrital de las Artes (IDARTES) controlan en la capital la inversión en programas musicales. Guillermo Osorio, de la Gerencia en Música de Idartes, afirma que anualmente el Instituto invierte no sólo en convocatorias y becas sino también en convenios con colegios e instituciones especializadas en la creación y difusión musical.
Desde el año 2013 se han abierto 43 convocatorias en el área de música en la ciudad. En promedio, se invierten cerca de 560 millones anuales distribuidos en 10 u 11 convocatorias, concursos y becas. En ese año, se invirtieron $570.650.000, de los cuales, sólo 25 millones fueron destinados al jazz exclusivamente, con el Festival Jazz al Parque.
A partir de allí, cientos de propuestas y proyectos como el de Alejandro y Pablo con la BBJB han pasado por las instalaciones del Distrito. Así como cambian los gobiernos, cambian las propuestas, las iniciativas y los filtros con que se escogen qué músicos merecen un foco más brillante que otros, más plata que otros. El año pasado fue cuando más se invirtió en convocatorias musicales en el Distrito. Se destinaron 589 millones de pesos de los cuales casi 29 millones fueron exclusivamente dados a los participantes del Jazz al Parque.
El dinero es, sin embargo, sólo una traba administrativa. Una traba de la que depende si se realizan más eventos en los que la Big Band pueda presumir de sus talentosos solistas de 16 y 17 años. Este año ha sido el de menor inversión en convocatorias a nivel distrital desde 2013. La cifra no alcanza los 550 millones, de los cuales, no sé sabe con claridad cuántos irán al área de jazz.
“Lo más difícil de todo ha sido eso. La parte musical está, los músicos están, está toda la intención, toda la iniciativa, y la parte de gestión es tan complicada a veces, tan lenta. Uno se desmotiva”, dice Alejandro refiriéndose a la inversión en música. La BBJB ha contado con suerte y ya han participado en el Jazz al Parque. Han ganado varias becas del Distrito y han perdido muchas otras. Pablo está seguro de que sin el Distrito nada de lo que hacen o intentan hacer sus jóvenes existiría. Pero no basta, cuando se gana, “nosotros tenemos la plata y ellos esperan que nos alcance, sin embargo, hay cosas con las que ellos nos podrían ayudar más”, afirma.
¿Bogotá Suena?
La mayoría de los jóvenes de la banda ya han recogido sus instrumentos y se han ido a casa. Quedan los directores encargados del resto de la limpieza. El auditorio de la Universidad del Bosque ya no resuena, pero tuvo la suerte de presenciar a la primera orquesta de jazz juvenil de la ciudad. Ya lo habían hecho un montón de aficionados al género que asisten anualmente al Festival más grande que tiene el país.
Este año, se difundió una propuesta que intentaba hacer desaparecer el Festival Jazz al Parque para dar paso a uno nuevo llamado Bogotá Suena. Este combinaría los ritmos expuestos en Jazz, Colombia y Salsa al parque en “una sola fiesta”. La pregunta era sí en realidad así Bogotá sonaría.
La revista Semana explicaba cómo la administración de Enrique Peñalosa justificaba su decisión en tres aspectos: tener una oferta más amplia de sonidos, lograr procesos de internacionalización para bandas de la ciudad, y responder a dinámicas actuales de la música en cuanto a fusión de géneros y sonidos. La forma en que el jazz es capaz de mezclarse con otros géneros no se satisface con un proyecto como Bogotá Suena. Ese público sustancialmente más pequeño al general que escucha y disfruta el jazz, ya no tendría un sitio exclusivo para conocer nuevas propuestas.
“Se quiso unir los tres festivales, Salsa, Jazz y Colombia al Parque en un solo evento porque estos conciertos no eran auto sostenibles, no lograban trascender en industria musical y era mejor invertir ese dinero en otras políticas culturales”, así justificaba la propuesta ante Semana el director de Idartes, Juan Ángel. A pesar de eso, como titulaba el mismo medio tiempo después, “Peñalosa cambió la idea de unificar festivales” y la presión e indignación social sirvió para que el jazz tuviera nuevamente su lugar que desde hace 20 años le pertenece por mérito.
Un sinsabor queda luego de decisiones polémicas como esa. Es una forma de cuestionar la relevancia de la música en la capital. El profesor Dickey está convencido que eventos como Jazz al Parque son la única forma en que se conectan los músicos con el público y se presenta el jazz como forma de arte a personas que no lo conocían, quitarlo, afecta al desarrollo del género.
Sin importar cuántos se hayan indignado o siquiera enterado del proyecto Bogotá Suena, Alejandro cree que no se trata del impacto masivo, sino de la labor que se hace, del impacto artístico, en el lenguaje, cultural; del crecimiento en patrimonio intangible de una ciudad, de una sociedad. Y es que “eso habla muchísimo de una sociedad, una que se limita a lo que le dan los medios masivos, es una sociedad enferma”, dice.
Esos 10 o 5 o 40 millones que se dejan de invertir en música afectan la cultura de la ciudad en un impacto difícil de medir. “Que le quiten el presupuesto de cultura a un país es gravísimo, porque eso es lo que diferencia a un país de otro, crea su identidad”, reafirma Alejandro.
Él pudo no volver a dirigir a la banda en un evento de gran magnitud, y la capital pudo perder un símbolo insignia del jazz, tal vez el único que tiene. Pero los jóvenes tocan como si fuera su primera vez, sin temer que sea su última. “Yo no los involucro en el cuento de la gestión, yo prefiero decirles en qué mes arrancan porque no hay plata y ya, ellos ya saben”, cuenta Alejandro. Nada pasó y Bogotá ya no suena, la Big Band sabe que el show debe siempre continuar.
El valor no cuantificable del jazz: jazz para la paz
Rafael Serrano acertaba de nuevo cuando decía: “Más allá de su carácter universal, el jazz ha dejado de ser simplemente una música para ser una postura y un estado espiritual, un versículo poético y una actividad política. El jazz se volvió una banda sonora de la vida. Es alucinante. Es divertido. Logra dibujarnos una sonrisa, gracias a los malabares de sus músicos”. El jazz es un estado espiritual faltante en muchos espíritus, pero el jazz construye paz.
‘Jazz para la paz’, ese es el nombre de una fundación iniciada por Alejandro que busca la difusión del jazz en poblaciones deprimidas. Hay cosas que no se pueden medir en números, y siempre será imposible saber a ciencia cierta el impacto que tiene la música en las personas. La BBJB se acerca a conocerlo. Para sus directores, no se trata de medirlo en dinero, ese es el medidor equivocado. El jazz es un pedazo del patrimonio de la ciudad que no es popular sólo porque no es masivo, pero es capaz de cambiar vidas.
Las convocatorias musicales son una necesidad de las ciudades. Pablo está convencido de que la música posee un poder mágico, puede cambiar a la gente, puede romper círculos de violencia: “un niño que cree que hay una forma de tener una vida mejor en la música, es un niño que seguramente va a cambiar ese chip de violencia en su cabeza y cuando tenga 18 años no va a replicarla porque, por más de que la soportó, tuvo en su mente un mundo ideal. Darle la oportunidad a esas personas que están sufriendo ese yugo de la violencia, es la única forma de cortar ese círculo. Es ver qué puede hacer la música por la sociedad, porque esto es un producto que no se puede cuantificar en dinero, pero es la posibilidad de ahorrarle al país una guerra innecesaria en 20 años cuando la gente que ha visto esto, crezca y se dé cuenta de que hay mundos diferentes”.
El dinero no puede comprar la motivación con que la BBJB trabaja. No compra la forma en que sus jóvenes se entregan a los ensayos y presentaciones sin recibir nada a cambio. No compra los esfuerzos de los directores y de los que se dedican a enseñar jazz todos los días. No compra, tampoco, el gusto con que el pequeño público se deleita cada vez que escucha las trompetas con la batería sonar. Dicen que hay cosas que el dinero no puede comprar, la música es definitivamente una de ellas.
En estas épocas de paz tal vez sea necesario recordar de nuevo al señor Serrano cuando decía: “Cada vez que ponemos un disco de jazz en la soledad, la habitación se ilumina, el mundo se hace bello por un candil que por primera vez se adentra en la caverna para transportarnos a otras geografías, a parajes puros sin prejuicios”.
Lo que viene en jazz
Si algo es cierto es que es una concepción generalizada de los conocedores del jazz que el género va a expandirse, sí o sí. El jazz está en una fase de divulgación y apreciación a nivel mundial que ha permitido que se abran nuevos caminos para el género. Son tiempos de inclusión también en la música.
La Big Band, luego de cada toque, queda a la espera de nuevos proyectos. Mientras se cierran algunas puertas en el Distrito, se abren otras en cualquier otro lugar. Desde la lejanía de Canadá quieren grabar un disco del proyecto. En México buscan conocer a los jóvenes prodigios del jazz. En Colombia, sólo queda esperar a ver qué más sale.
Cuando se le pregunta a Alejandro por los próximos ensayos de la banda, contesta con un “si no hay conciertos, ¿para qué?, ¿cómo?”. El dinero sigue siendo un impedimento para el arte, así como lo es la falta de difusión y apoyo, pero como Pablo dice: “ojalá tuviéramos muchas Big Bands en Bogotá, sirven para darle empleo a mucha gente que cambió la violencia y dejó de violentarse no dándose un futuro y sentarse en una esquina sin ilusiones. Es tener la oportunidad de soñar un mundo, eso es lo que permite el arte”.
Luego de una sesión con la BBJB dan ganas de llegar a casa a escuchar un disco de jazz, así no se sepa de qué tipo o de qué artista. Basta con poner la palabra “jazz” en YouTube y esperar los resultados. Se sea o no un conocedor del género, iniciativas como estas, permiten conocer nuevos mundos.