Las maletas y el hospedaje están listos, Ángela llama a María, su hija mayor quien estudia en Bogotá, para confirmar que se verán el jueves. “Odio esa ciudad y no se imagina la pereza que tengo de ir a aguantar frío y de una u otra forma iniciar el cierre de un ciclo más en mi vida”, respira profundo. “Pero bueno, vamos a ver qué pasa”, sonríe como la mayoría del tiempo y cierra el morral donde lleva el maquillaje y cosas de primera mano. Los camuflados van en otra maleta.
Ángela es Sargento Primero, tiene 44 años y lleva 22 años en el Ejército. Este es probablemente su último año de trabajo: está a la espera de un ascenso y de no conseguirlo se verá obligada a renunciar.
“Este año me toca retiro asistido”, comenta Ángela. Este es un proceso en el que la institución, en este caso Ejército, durante una semana les explica a los funcionarios a qué tienen derecho después de retirarse. Es también una oportunidad de reencontrarse con los compañeros y de tomar conciencia del nuevo rumbo que posiblemente tomarán: la vida civil. “Es una concientización de que todo tiene su final. Es algo que sucede en todas las carreras o empleos estatales”, anota Jhon, un Sargento Primero de 44 años que también lleva 22 años en el Ejército y acaba de vivir esta experiencia.
Aun así, ¿una semana es suficiente para romper esa burbuja en la que el uniforme se convierte en una segunda piel? “El tiempo fue muy corto. Hubo unos temas interesantes, como la aspiración a una preparación más profesional una vez se genere el retiro voluntario”, afirma Jhon.
Ángela dice haber escuchado que el retiro asistido es para darles a conocer como se hacen los trámites del retiro y a lo que tienen derecho en caso de no ser llamados a curso de ascenso.
Ella es madre de dos hijas, una de 19 años y otra de seis años. A ambas niñas las criaron los abuelos pues Ángela nunca tuvo la facilidad de tenerlas en los lugares a los que la trasladaban. Pero como toda madre, aún en la distancia, mantiene una comunicación constante y dedica sus permisos y vacaciones a su familia.
“Yo no puedo vivir de sentimentalismos. Hace mucho aprendí que lo importante en el tiempo no es la cantidad sino la calidad. No es que sea una mala mamá”, se defiende Ángela al sorprenderse diciendo las cosas con tanta seriedad, “solo que me importa más el bienestar de mis hijas y ese se los puedo dar trabajando. Siempre les he dejado claro que el que no esté con ellas no es porque no quiera, sino porque quiero darles un futuro mejor”, concluye.
Ese bienestar es el que no la deja dormir las noches cercanas al retiro. Al retirarse su sueldo disminuiría considerablemente. “Las cosas se ponen difíciles. El ascender no solo es un orgullo sino que aseguraría un aumento en el sueldo”, explica Ángela con cierto desánimo.
La pensión en las fuerzas armadas se maneja por años de servicio y porcentajes. Ángela ya tiene el 78% de su pensión, pero esto no le da como para quedarse en la casa y seguir con su nivel de vida. “Además no podría quedarme en mi casa todo el día. Me volvería loca”, se ríe.
Ángela ingresó al Ejército siendo Tecnóloga en sistemas de profesión, pero sus años de trabajo la han llevado por diferentes cargos como jefe de personal, y auditora. “Yo estoy muy agradecida, no todos tienen la suerte de trabajar en lo que les gusta. Pero yo amo mi trabajo”. A pesar de tener diferentes proyectos alternos a su carrera militar aún no logra encontrar la opción que la convenza de retirarse tranquila. “Son muchas cosas, mi Ejército me lo dio todo y a pesar de que deseo ese ascenso hay que ser realistas. Solo va a ascender una de nosotras”, suspira.
El curso 51, al que pertenece Ángela, es el curso que más mujeres ha tenido en la historia de los retiros asistidos. 60 aspirantes todas bastante opcionadas para ser la próxima Sargento Mayor, que es el grado máximo al que llega el personal femenino.
“Igual después de esto tenemos dos meses hasta que salga la lista de los que pasan a hacer el curso para ascender. Todo queda en manos de Dios”, suspira y mira al arcángel San Miguel al que se encomienda todos los días.