¿Qué esta pasando en Colombia? Una invitación al libre pensar en medio del caos

Lunes, 10 Mayo 2021 10:15
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En otras muchas ocasiones pude atinar una respuesta a quienes desde su auténtica preocupación por nuestro país, desde Chile, Argentina, España, Estados Unidos, se preguntan siempre por esta incógnita sangrienta clavada en la tierra. ¿Por qué votamos no en el plebiscito por el acuerdo de paz, por qué se rearmaron de nuevo algunos firmantes de ese acuerdo? ¿Por qué sigue siendo Uribe quien pone a los presidentes? 

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Hoy, de nuevo, me preguntan qué pasa en Colombia y por más intentos de preparar la respuesta, de elaborarla tranquilamente, no lo logro, no se que nos está pasando. Y no es un problema de desinformación, es quizá todo lo contrario. Colombia tiene en su desván un arrume de causas viejas, de asuntos pendientes, un nudo bicentenario, cualquiera de esos expedientes de la desidia podría explicar esto, pero no sería suficiente, al menos hoy no tengo respuestas satisfactorias a su generosa pregunta.

Desde que soy papá de Nicolás. cuando pienso en Colombia, pienso en un niño, no en un niño en particular, pienso en la infancia, en la suerte de ser niño en este país. Pienso  en un niño que en las noches es perseguido por horrendas pesadillas, alimentadas por noticieros nocturnos y  canciones de Mambrú en la Guerra.  Mientras crece ha aprendido la cartilla del temor  porque sabe, siente, sus padres le hacen saber de alguna manera, que la cama y la comida calientes son un milagro de cada día y que al amanecer, al despertar, todas las mañanas, sólo puede gritar, llamar la atención de los adultos, para que estos le cuenten que sus miedos son sueños alucinados, que no son verdad, que todo esto pasará, también pasará, como pasaron  los horrores de las guerras Napoleónicas, dejando su impronta  en los cuadros de Goya, como pasó la noche del fascismo por Europa y la locura del poder militar en el cono sur;  para que a sorbos de razón, tranquilice a ese niño arrobado por el horror de sus propias invenciones y juegos sanguinarios. Ese niño que clama atención, ese niño cuya pesadilla puede más que el sentido, ese Niño es Colombia, así que pregunten todo lo que quieran qué pasa en esta tierra, que al menos sabremos que ese niño asustado, ha logrado llamar de nuevo su atención.

La diferencia es que antes se creía sus propias mentiras,  sus propias explicaciones sofisticadas de por qué un país tan hermoso se pavoneaba al borde del abismo, entonces el niño elaboraba teorías de cuándo y cómo se jodió Colombia y señalaba el camino a seguir, concitando la solidaridad y  admiración del mundo. Hoy ese niño  ya no tiene nada más que decir, a golpes en la frente le han arrebatado el horizonte,  sólo espera que lo miren como es, sin hipérboles ni engaños, sin halagos ni blasfemias, no somos nada más ni nada menos que  un país al filo de sí mismo, un país como niño  con el futuro por delante, pero acorralado por los perros de presa de su propia suerte.

¿Al menos estás bien? me preguntan. Lejos de los gases lacrimógenos, de las balas de la policía, no puedo decir que esté bien, estoy también lacerado, humillado, vacío y enfermo. Me he sentido tentado de desconectarme, no recibir los gritos de auxilio de la gente, cerrar Twitter, Facebook, dormir, y esperar la fortuna de un sueño plácido. inyectarme la morfina de los párpados y las mantas, el calor del olvido, no ver, no pensar, no puedo.

Vuelvo como un insomne esperanzado a la pregunta que me hacen familiares y amigos extranjeros. ¿Qué pasa en Colombia? es un país que se acostumbró al todo pasa y nada pasa durante demasiado tiempo, contemplar que nada tiene consecuencias,  muy a pesar de la gravedad de los hechos. Nos acostumbramos a levantarnos todos los días sobre unas ruinas habituales y transitar los mismos baches en las avenidas y en la memoria, la destrucción hecha costumbre fue la anestesia para que al otro día  todo siga en la consabida calma “chicha”. Aprendimos a toda escala esa impunidad de los días, la indiferencia del tiempo, quizá eso nos ha traído a este callejón, si nada tiene consecuencias, si nada tiene efectos, entonces Colombia es un sin sentido. Sin sentido del que se han aprovechado, poderosos, asesinos, ilusionistas. corruptos, ladrones y especuladores de toda pelambre. Un país que ha acometido  toda suerte de aventuras, bellas y atroces, creaciones maravillosas y horripilantes, formas de tortura y autocomplacencia, es un país que desde hace rato dejó de hacerse cargo de las consecuencias de esas aventuras y se volvió experto en escurrir el bulto, de basura, de culpas y de cadáveres a los ríos de nadie y a los mares del mundo. Expertos en externalizar las responsabilidades, y dar todo tipo de excusas, y erigir gobiernos y políticas enteras sobre el arte de excusarse. Evadir la responsabilidad de construir un verdadero Estado, en las amenazas terroristas, revoluciones moleculares disipadas, influencias extranjeras, y acá estamos, unos contando muertos y otros haciendo inventarios del mobiliario destruido, incapaces de hacernos cargo de nuestro propio desastre. Eso decía mi abuelo a finales del milenio pasado, no hemos llegado a la mayoría de edad como nación, solía leer  en voz alta el poema de Alvaro Mutis “Los elementos del desastre”

“El recuento minucioso y pausado de extraños accidentes  y crímenes memorables, el torpe silencio que se extendía sobre las voces, como un tapete gris de hastío, como un manoseado territorio de aventura, todo ello fue causa de una vigilia inolvidable”. 

También se quejaba con frecuencia de un dolor crónico, escondido, lacerante, el dolor del país, el dolor de patria, eso también lo mató a él y a millones, por los costados. Con el tiempo entendí que  Colombia mata, no sólo es cierto que  en Colombia matan o se matan, Colombia mata.  Uno puede morirse de amor y desengaño por esta patria.

Unas palabras sobre mi abuelo, él, decía, era un librepensador,  en ese sentido, un liberal, amó la Universidad Nacional en la que se formó como médico pero sobre todo como docente, el único documento que guardó hasta su muerte con más celo que su cédula o su pase, fue en el que lo nombraron profesor titular en la facultad de medicina, porque que valoraba la libertad de pensar y enseñar sobre todas las cosas en la vida, valores que todavía sostienen el ejercicio diario en La Universidad. Todavía recuerdo la belleza de su biblioteca, varias paredes de la antesala, forradas de libros de muchos colores, como el paisaje más recordado de mi infancia. Hoy esos libros, algunos exiliados en mi biblioteca, su relectura, la caricia de sus hojas y el susurro de frases resaltadas, me ayudan, quizás no a entender el presente. esto que ya de entrada es incomprensible. Los libros  me ayudan a pensar, en medio del sonido de helicópteros, de aviones de guerra, de tanques, de trinos, de noticias, de focos de distracción. Pensar que en algún momento del inicio de este milenio, ya mi abuelo muerto, llegamos a creer que eso era el Estado, El estado de Opinión, la seguridad en las carreteras, el volver a ir a la finca, a cualquier finca, volver a respirar, cualquier aire, putrefacto o artificialmente limpio,  creíamos haber recuperado los campos así ignoráramos que  el país se convertía en un camposanto donde enterraban a ciudadanos inocentes con el disfraz de guerrilleros. Pensar en las paradojas del país, la generación que nació en los albores del 2000 es la que hoy está en las calles y en  las encrucijadas de un territorio atroz y hermoso. en los cruces de camino de la patria hostil y hospitalaria. 

Pensar, amigos, dentro del laberinto, es lo único que nos queda, no fue la fuerza bruta lo que redimió a Teseo, fue su capacidad de pensar, desarrollar el ovillo, seguir el hilo, darle vueltas y vueltas al minotauro, agotar el problema con la insistencia de las ideas.

Los jóvenes que murieron ayer merecen nuestras horas más lúcidas, pensar que murieron peleando por su dignidad y la nuestra, no fueron devorados por la vanidad del fuego, su muerte tuvo un sentido, hallar ese sentido es nuestra tarea, aferrarse a él como a la lámpara que pintó Picasso en su Guernica, como señal de la razón en medio de la barbarie, como el último brillo de la mirada agónica del partisano que entregó la vida en resistencia. Los muertos de estos días  en Colombia nos hablan, murieron por algo, sus muertes merecen este ejercicio incesante de la razón más allá del duelo, este esfuerzo por razonar este país en medio de la locura.

A este ejercicio los invito en las líneas siguientes, y en una serie de documentos epistolares sin destinatario único que les iré enviando si me lo permiten. Los que me conocen saben que las dirijo  íntimamente a ustedes, a quienes compartieron los corredores del Instituto Pedagógico Nacional, entre clase y clase, con quienes escampe mil aguaceros en cafeterías desvencijadas del campus más bello del mundo  y compartí las horas felices de insomnio creativo en las salas de edición de la Universidad Nacional, los que han luchado conmigo codo a codo en el anonimato, los que se tomaron alguna vez un trago a mi lado con cierta sed de grandeza, y brindaron por recuperar para nuestro país el ímpetu  que alguna vez cabalgó la generación que nos hizo libres del yugo colonial.   La lucha por reconstruir el sentido, en la lectura, la escritura, en la discusión, caminando la palabra, en las aulas, en las plazas, en las redes virtuales y los caminos desconocidos. Reencontrar  la felicidad pública, Colombia y sus muertos de ayer  y la memoria de la llama de sus vidas extinguidas por la sin razón, nos lo exigen

 

¿Me acompañan? Si deseas establecer un diálogo contesta el siguiente formulario

 

Texto: Andrés Henao, colombiano invitado a reflexionar sobre lo que sucede en Colombia en estos momentos

Fotogalería: Fátima Martínez, directora de Plaza Capital y profesora de Periodismo en la Universidad del Rosario de Bogotá