Eran las tres en punto de la tarde, estaba llegando a un barrio en la ciudad de Bogotá totalmente desconocido para muchos, pero ya no para mí. Una zona bastante empinada y para la mayoría, peligrosa. Desde la avenida Primero de Mayo donde me dejó el bus, podía ver como las calles continuaban hasta la cima de una montaña, casi hasta verse infinitas. Crucé la calle y, como es costumbre, Antonio se encontraba ahí con su puesto de vendedor ambulante. Cruzamos un par de palabras y seguí caminando por la Alcaldía de San Cristóbal hasta llegar a la mi puesto de trabajo en la Comisaría de Familia Cuarta, San Cristóbal Sur.
Entré al recinto, saludé al vigilante y seguí hasta mi oficina que por desgracia seguía ocupada. Al ser una comisaría de familia semipermanente, el horario de atención es de siete de la mañana a 11 de la noche. Esa semana me correspondía el segundo turno, comenzando desde las tres y terminando a la hora del cierre. Mientras esperaba que la primera comisaria terminara de recoger sus pertenencias, me dirigí a los otros despachos a mirar si todos se encontraban en su respectivo puesto.
—Doctora, ¿cómo está?— me preguntaban todos al saludarlos.
Me encaminé a la recepción para ver qué tanto trabajo nos esperaba ese día. En el lugar de aproximadamente cuatro metros de ancho y seis de largo, con paredes blancas y piso de baldosa del mismo color, se encontraban 15 personas sentadas en sillas azules esperando su turno ansiosamente. La gente oscilaba entre los 25 y los 70 años, había un bebé de brazos y ningún niño menor de 10. Sus expresiones y posturas eran impacientes: sus piernas en constante movimiento, las manos rozándose entre sí y sus miradas periféricas de 180° tratando de encontrar un lugar para concentrarse.
El vigilante caminaba por el lugar intranquilo, al igual que todos los demás presentes. Su paso fue interrumpido por un grito.
—SIGUIENTE— se escuchó a lo lejos.
Luego de recibir indicaciones de hacia dónde se debía dirigir, una chica de aproximadamente 30 años entró a la sala de donde salió el grito previo, tomó asiento y, al igual que todos los que entran en la sala de atención nivel 1, explicó por qué se encontraba allí.
El señor que la estaba atendiendo, con su bigote tupido, su chaqueta azul capri encima de su contextura gruesa y su piel bronceada realizó la labor que debe con cada persona que llegaba a su oficina: escuchar, orientar y, lo más importante, determinar si esa situación competía a una comisaría de familia o si debía ir a otra entidad del distrito. Su chaqueta decía “Bogotá mejor para todos” y “Alcaldía de Bogotá”.
El proceso que llevan a cabo las personas es simple: acuden a la comisaría, explican cuál es su problemática y cuáles fueron los hechos que ocurrieron. Para realizar lo anterior no existe formalidad, los ciudadanos pueden solicitar la atención de manera personal. O, como sucede en varios casos de violencia infantil, si un ciudadano es conocedor de un hecho de violencia hacia otra persona también puede solicitarlo.
Iba caminando por el pasillo que me dirige a mi despacho y, justo antes de entrar, me encontré con la psicóloga.
— ¿Te puedes quedar con él mientras vienen a recogerlo?— me pidió amablemente. Sospeché sobre qué me estaba hablando porque no era la primera vez que pasaba, pero solo me quedó totalmente claro hasta que entré y vi un niño de 10 años, aproximadamente. Estaba sentado en una silla frente a mi escritorio, observando todo el sitio y moviendo sus piernas como si tratara de alcanzar el piso.
—Mira, Julián, ella es la comisaria que se va a quedar contigo mientras esperamos a que lleguen para llevarte a ese lugar tan chévere que te conté.— Dijo la psicóloga con una sonrisa en su rostro. Él no dijo nada. Me observó, y con su mirada inocente mostró un gesto de felicidad. Tomé eso como un saludo y me le acerqué.
Julián tenía un paquete de galletas en la mano y le pregunté:
—¿Quieres que te ayude a abrir las galletas?— Sin emitir una sola palabra, asintió con su cabeza. Mientras me disponía a trabajar escuché su dulce voz por primera vez.
—¿Sabes si acá hay juguetes?
Tomé su mano y, a pesar de que su mirada decía que se intimidaba conmigo, por la manera en la que agarraba mis dedos, estaba segura de que le producía confianza. Caminamos por los cortos corredores hasta llegar al cuarto que él quería. Había dos muchachas de 16 años, con uniforme de colegio, y, al igual que muchas chicas de esa edad que asisten a la comisaría, venían a cumplir con sus horas de servicio social.
Volví a mi lugar de trabajo y ya tenía algunas carpetas encima de mi escritorio que debía revisar. Si estaban correctamente escritas, sería firmar hoja por hoja. Las carpetas tenían transcripciones y citaciones de audiencias de conciliación y en la mayoría se encontraban las siglas NNA, lo que significa niño, niña, adolescente. En estas audiencias se escucha a la víctima y al agresor, se confirman las medidas de protección y se miran cuáles son las necesidades de la víctima para brindarle una protección real y efectiva.
Tuve que hacerle algunas correcciones, tanto a la abogada (quien es mi principal apoyo), como a la secretaria que realiza las diligencias legales. Estas diligencias son principalmente citando a las personas para la audiencia, ya sea con la comisaria de turno o con la abogada, para el seguimiento de los procesos. Por ejemplo, para acompañar una medida de protección determinada a una persona por haber maltratado a su hijo verbalmente. Meses después se vuelve a citar al ciudadano para comprobar si ha controlado sus impulsos, si ha aprendido a comunicarse de manera adecuada y si es necesaria una terapia familiar.
Luego de terminar con esas carpetas, me acerqué a la mesa donde se encuentran las citaciones de las audiencias, chequeé cuales me correspondían a mí, retomé mi puesto y por 15 minutos esperé a la pareja que estaba citada a esa hora. El vigilante llegó con una señora que reconocí porque ya había estado allí, nos saludamos, esperamos más tiempo a que llegara el otro citado, pero el objetivo nunca se cumplió.
Al incumplir con la citación se concluye que la persona asume los cargos. Sin embargo, cabe aclarar que el alcance a nivel legal de las 26 comisarías de familia en Bogotá, en sus diferentes modalidades es de obligatorio cumplimiento. Si se incumple cualquiera de las órdenes dadas, hay lugar para imposición de multas, que pueden ir de dos a 10 salarios mínimos legales vigentes. Estas multas son convertibles en arresto a razón de tres días por cada salario mínimo en el momento en el que no paguen la multa y por sucesivos incumplimientos se puede dar un arresto de 30 a 45 días.
La creación de las comisarías depende de cada población y la problemática que se presente en cada una de ellas. Según la Secretaría de Integración Social, las localidades con más alto nivel de problemática intrafamiliar son Bosa, Kennedy, Ciudad Bolívar y Suba. En San Cristobal Sur hay 2 comisarías, pero por desgracia, en todo el sur de la ciudad hay únicamente dos patrullas de infancia y adolescencia. Por tal motivo, Julián todavía no se había ido y al igual que muchos niños a diario en las comisarías, seguía esperando que alguien se lo llevara.
Atendí a la señora y cuando la iba a acompañar a la puerta de la recepción, los patrulleros de infancia y adolescencia se encontraban completando los documentos y formularios necesarios para poder llevarse a ese niño tímido y juicioso a una Casa de Hogar del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF, donde se encargarían de su cuidado. Previamente se había buscado que el niño se quedara con su familia extensa como los tíos y abuelos. Al no ser posible esto, la elección son las casas de hogar del ICBF. Allí reciben a niños y adolescentes entre cero y 18 años de edad con derechos vulnerados o amenazados.
Julián ya estaba listo para irse con los patrulleros, le pidieron que se despidiera de mí y antes de hacerlo me preguntó: -¿sabes si a ese lugar donde voy a ir puedo llamar a mi mamá?, -por supuesto que puedes, no hay ningún problema - le respondí. Ahí sentí sus brazos alrededor de mis piernas y puse una mano mía sobre su espalda, le dije que fuera muy juicioso y por última vez me asintió con su pequeña cabeza.
Me quedaba trabajo por hacer, tuve otras dos audiencias y no sé cuánto más papeleo con mi firma, pero en mi mente seguía el abrazo que me habían dado horas antes. Y es que, a pesar de llevar cuatro años trabajando en el mismo lugar y escuchando historias de cualquier tipo todos los días, todavía hay historias que son imposible sacar de la mente.
Volví a salir a esas calles infinitas que se observaban con dificultad por la oscuridad de la noche. Al igual que cada vez que terminaba mi jornada laboral, estaba llena de historias y sentimientos de preocupación y tristeza que cada una de éstas me producían al pensar en las personas que me las contaron. Y, pese a que se presentan varias dificultades en este trabajo, lo más difícil de todo es escuchar las historias y problemáticas de tantas personas y saber que las opciones de poder cambiar esas realidades son escasas.