Han pasado casi dos décadas desde que Claudia Riveros perdió a su esposo en un secuestro masivo perpetrado por el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en la vía al mar Cali-Buenaventura. Había ido a un restaurante en la carretera para disfrutar del clima templado de domingo en el Día del Amor y la Amistad. No obstante, aquella tarde terminó en una tragedia que, como ella dice, dividió su vida en un “antes y un después”. Tras 17 días de secuestro, su esposo murió luego de que la guerrilla lo abandonara debido a su complicado estado de salud. Para ese momento, Claudia ya había adelgazado 12 kilos, sus días habían pasado en medio de una angustia constante. No podía comer. No podía dormir. Lloraba todo el tiempo. No hablaba con la gente. No experimentaba cansancio. Sentía que caminaba sin piernas y sobre las nubes.
Claudia sufrió de una hemorragia digestiva a raíz de la ansiedad que desató el secuestro y el hecho de tener que responsabilizarse de sus hijas luego de haber perdido repentinamente a quien respondía económicamente por su familia. Debido a esto, le enviaron un medicamento para controlar la ansiedad. Sin embargo, el remedio le ocasionó lagunas mentales, por lo cual no recuerda a muchas de las personas que la acompañaron en el entierro de su pareja.
La mujer guardó los objetos personales de su cónyuge, aún después de muerto, porque tenía la esperanza de que él volvería. Pero pasado más de un año de su fallecimiento, empezó a darse cuenta de la realidad. Con la ayuda de su familia y de un psiquiatra, fue abriendo los ojos y acomodándose a las nuevas circunstancias. Si bien, con el tiempo se repuso, quedaron algunas secuelas del hecho en su vida, como el temor a viajar en carretera o los sueños en los que su marido se aparece para ayudarla a tomar decisiones difíciles.
Como ella, la guerra dejó en Colombia 33.962 víctimas directas e indirectas de secuestro entre 1985 y 2016, de acuerdo al Registro Único de Víctimas. Cifra que según el Centro Nacional de Memoria Histórica asciende a 39.058 si se estudia el periodo que va de 1970 a 2010.
El secuestro, es considerado por la psiquiatra Martha Navarrete como “una experiencia traumática o una situación amenazante en donde todos los días se pone en riesgo la vida, en donde hay un ambiente adverso en cuanto a las condiciones de bienestar”. Por esto, se producen tanto en el secuestrado como en sus familiares –quienes también son víctimas de acuerdo a la ley 1148 de 2011- una serie de consecuencias psicológicas.
En muchas ocasiones, los efectos del secuestro se manifiestan en la psicología de la persona a través del estrés postraumático, por lo cual, Navarrete afirma que este es “el diagnóstico que más se debe tener en cuenta”. Este tipo de estrés surge por la exposición a un trauma relacionado con la muerte, la violencia sexual o una lesión grave y sus síntomas se presentan, al menos durante un mes, en un lapso que abarca desde los momentos cercanos al evento hasta un semestre después.
Según la psiquiatra, el estrés postraumático puede producir recuerdos involuntarios sobre el evento, que pueden llevar a la persona a reproducir en la actualidad la reacción que tuvo en momento del trauma. También se habla de pesadillas vinculadas al secuestro o evitación de lugares, circunstancias o memorias que les rememoran el suceso. Entre otros síntomas están la sudoración, las palpitaciones, los problemas de concentración, la desconfianza, la pérdida de interés en lo que antes era atractivo, así como las reacciones de miedo, rabia o pena vinculadas al hecho violento. Adicionalmente, las víctimas pueden dejar de sentir satisfacción y felicidad, pueden volverse irascibles y agresivos, alejarse de personas significativas, ponerse a la defensiva y hacer generalizaciones exageradas que maximizan aún más algún elemento vinculado al trauma.
Aunque la mayoría de secuestrados en Colombia son hombres entre los 18 y los 65 años, el estrés postraumático “es un problema más frecuente en las mujeres y es más grave si se produce en una persona joven que en una adulta”, según lo indicado por Navarrete. Por eso, para Claudia y para Patricia Martínez fue tan complicado sobrellevar el dolor del secuestro. Ambas sufrieron el trastorno de estrés postraumático.
Patricia tenía 33 años y dos hijos cuando su esposo falleció en cautiverio, como ha ocurrido con el 8% de las víctimas de este flagelo. Durante el secuestro, al igual que Claudia, perdió mucho peso. Adelgazó ocho kilos en un mes pero, como ella cuenta, “todavía no había aterrizado, eso pasó solo dos meses después del secuestro y ahí fue cuando comenzó la crisis”. Se le empezó a caer el pelo, la baja de defensas le ocasionó herpes en la boca, por lo cual no pudo comer durante 15 días y la angustia y el estrés se volvieron permanentes. De acuerdo con la mujer, esta experiencia implicaba “vivir alerta y ensimismado absolutamente todo el tiempo, sin poder descansar porque entonces aparecían los sueños repetitivos con la guerrilla”.
A donde llegaba, inspeccionaba a la gente del lugar, temiendo que hubiera algún subversivo. Incluso tenía reacciones que ni ella misma se explica. En una ocasión, salió a comer en la plazoleta de un centro comercial, escuchó como se movían las sillas cuando quienes estaban en la mesa del lado se paraban y salió corriendo del lugar, como si estuviera ocurriendo un ataque. Del mismo modo, todos los días se aseguraba de que a sus hijos los recibiera alguien en la portería de la casa y de que nunca estuvieran solos, pues de ese modo, la guerrilla no podría llevárselos. Dice que se hubiera encargado ella misma de la tarea, pero tenía que trabajar, labor que le era demasiado complicada porque no podía poner atención ni concentrarse.
Buscando una solución, acudió donde una psicóloga, quien la remitió donde un psiquiatra, pero esto solo ocurrió meses después del secuestro. Este médico fue quien le dijo que tenía estrés postraumático y que, por ello, debía tomar un antidepresivo. Sin embargo, el problema se prolongó por más tiempo, al punto de que luego de haber suspendido el medicamento, debió retomarlo y doblar la dosis. No obstante, el agotamiento físico era constante.
“Y aunque su jefe le dijo que volviera a trabajar cuando quisiera, estando así le tocó volver a meterse al mundo laboral porque la plata no espera”, cuenta su hermana Celia Martínez, quien vivió con Patricia los dos años después del secuestro. Aunque Patricia asegura que los síntomas críticos desaparecieron con los años, el dolor psicológico continuó. “Y vuelve con la recordación, con ciertas noticias, se hace inevitable ver televisión, querer hablar con secuestrados que uno ve que liberan, investigar y querer buscar. Eso me pasó, por ejemplo cuando Pinchao salió”, añade refiriéndose al subteniente de la policía que luego de nueve años de secuestro se fugó.
Con el tiempo, la angustia se tradujo en ansiedad y depresión, por lo cual se volvió propensa a la comida. De acuerdo con Navarrete, esto ocurre porque el estrés postraumático puede ir asociado a un trastorno de ansiedad, o a uno de depresión o una combinación de ambos llamada trastorno depresivo ansioso.
Cuando la ansiedad y la depresión se manifiestan, los niveles de serotonina y de noradrenalina, encargados, entre otros, del equilibrio del estado de ánimo y de la transmisión de mensajes mediante los nervios, se bajan. Inclusive, a veces disminuyen también los niveles de dopamina, cuyas funciones están vinculadas al movimiento, la memoria, la recompensa, la cognición, la atención, el comportamiento etc., entonces, los antidepresivos actúan favoreciendo el aumento de estas sustancias.
Los síntomas del estrés postraumático asociados a la ansiedad o la depresión incluyen: el aumento o la disminución drástica de peso, la alteración del sueño, ya sea una disminución o un aumento en el mismo, los síntomas intestinales como diarrea o estreñimiento, entre otros. Tanto en el caso de Claudia como en el de Patricia se presentaron estos síntomas. Sin embargo, para Natalia Cabal, quien fue secuestrada a los 20 años por el ELN, la ansiedad no le produjo una disminución en el peso, sino un aumento drástico.
Natalia había ido un domingo a misa de 10 de la mañana, cuando la guerrilla se tomó la iglesia en la que estaba y secuestró a una gran cantidad de los asistentes. Después de haber estado más de cinco meses en la selva, fue liberada. Para ese momento, ya había subido 10 kilos a raíz de la ansiedad. “No es que hubiera mucha comida sino que era la ansiedad. Mis compañeros se adelgazaron entre 20 y 30 kilos, entonces lo que ellos no se comían, yo me lo comía. Podía ser el arroz de hace 20 días, la carne horrible, la comida con el grillo, no importaba, yo me lo comía. Y los guerrilleros me decían que estaba horrible, que estaba gorda”, cuenta Natalia.
La noche antes de ser liberada, cuando la guerrilla ya la había trasladado a un pueblo, sintió una ansiedad todavía mayor. Natalia recuerda que en ese momento aprovechó el dinero que unos compañeros le habían dejado para comprar todas las galletas que encontró, pues esto la ayudaba a relajarse. Lo único que pensaba era “puedo comer, entonces voy a comer”. Por eso, una de las cosas más duras de volver a su casa fue sentarse en una mesa a comer después de haberse acostumbrado a hacerlo de pie y sin cubiertos.
Finalmente, la familia de la joven pagó por su liberación, como ocurre en el 60% de los casos de secuestro en Colombia, de acuerdo al Centro Nacional de Memoria Histórica. Cuando Natalia regresó, se aisló completamente. A pesar de ser una universitaria, no aceptaba las invitaciones de sus amigos a salir, su mente seguía pensando en los secuestrados que todavía se encontraban en el monte. Estaba acostumbrada a la vida y a los compañeros de cautiverio, por eso, a pesar de ser una experiencia muy difícil, la mujer dice que “es como si se quedara una parte de ti allá”.
Después del hecho, Natalia viajó al exterior por un tiempo y poco a poco su vida volvió a la normalidad. En su recuperación, como en la de Claudia y en la Patricia, el apoyo social, especialmente en el ámbito familiar, jugó un papel fundamental. Sin embargo, no en todos los casos las víctimas corren con la misma suerte. De hecho, muchos no solo no han contado con dicho apoyo, sino que tampoco han recibido la atención psicológica requerida porque no podían pagarla, pues como dice Claudia refiriéndose a las víctimas, “a nosotros nadie nos ayudó, nadie nos ha cuidado ni protegido, ni siquiera el Estado. Nos tocó levantarnos solos”.
Esto es, para la psiquiatra Navarrete, un tema delicado, ya que “no recibir la atención adecuada les puede limitar mucho la vida a las personas. Es como si vivieran todo el tiempo con lo que popularmente se llama un ataque de nervios. Llega un punto en que esto no les permite trabajar ni estudiar, ni siquiera estar en la casa. Además, las personas pueden volverse irascibles y terminar siendo muy conflictivas”.
En este tipo de recuperaciones, diversos factores pueden aumentar el riesgo de un pronóstico negativo, que sin el trato adecuado pueden desembocar, por ejemplo, en un problema de drogadicción. Existen factores que pueden perjudicar la mejoría de las víctimas como lo son: el bajo nivel socioeconómico, el temperamento de la persona, la pertenencia a grupos minoritarios, los eventos traumáticos o problemas emocionales previos, la exposición a ambientes culturales y familiares adversos y la existencia de un historial de trastornos mentales en la familia.
Además de la resiliencia, estos aspectos inciden en el hecho de que para algunas víctimas la recuperación tome un largo tiempo, mientras que para otras, como el ex diputado del Valle Sigifredo López, quien nueve meses después ser liberado ya había vuelto a la política, el restablecimiento aparente se produzca con mayor prontitud.
En cualquier caso, la medicina recomienda el uso de la psicoterapia para tratar estos traumas. Este método permite que la persona pueda expresar sus emociones y vivirlas, pero aprendiendo a manejarlas y a sobrepasarlas. La psicoterapia puede abordarse desde la terapia cognitiva, si se centra en los contenidos del pensamiento; desde la psicoterapia psicoanalítica, cuando se enfoca en los eventos inconscientes o desde la cognitiva-conductual, al indagar tanto por los contenidos de pensamiento como por los comportamientos asociados.
Para el tratamiento de estos casos, también, existen otro tipo de alternativas como el EMDR (Eye Movement Desensitization and Reprocessing), que ha sido usado en víctimas de la masacre del 12 de junio en el bar gay en Orlando o en la tragedia de las torres gemelas. Según la psicóloga Amalia Baena, esta es una especie de "psicoanálisis acelarado, pues busca desatar un evento traumático, que está atascado en un lugar del cerebro, para volver consciente lo que era inconsciente, y darle un nuevo significado al evento".
De este modo, las terapias buscan contribuir a la recuperación de una persona que ha sufrido de estrés postraumático, ansiedad o depresión por secuestro. De acuerdo con Navarrete, los síntomas que generan una limitación social, ocupacional o familiar desaparecen con el tratamiento. En ese sentido, la persona logra que su vida sea lo más cercana a lo que era antes del secuestro. Sin embargo, como lo reconoce la psiquiatra, algunos síntomas pueden persistir.
Es precisamente esa continuación de los síntomas lo que le ha ocurrido a Camila Rodríguez. Hace doce años su padre fue secuestrado por la delincuencia común en su finca en Antioquia, con lo cual buscaban extorsionar a la familia. El padre de Camila pudo regresar a su hogar luego de pagar por su libertad. No obstante, todos estos años Camila ha tenido pesadillas recurrentes que le recuerdan el secuestro. Sin mencionar el temor que todavía siente por las áreas rurales y la ansiedad generalizada que limita sus relaciones sociales.
Para Camila, presenciar el secuestro de su padre le ocasionó un perjuicio irreparable imposible de explicar “porque es un golpe psicológico enorme y nadie podría meterse en mi cabeza para entender la trascendencia del daño”. Por su parte, Patricia asegura que aunque la vida continua, este es el tipo de hechos que nunca se pueden superar completamente por el significado que puede llegar a tener una persona amada en la vida de otra.
Para Claudia, ni la psicología ni la psiquiatría pueden borrar los rastros de lo ocurrido ni cambiar la historia de quien ha sido víctima de la violencia. Ella considera que muchos de estos recuerdos seguirán reviviéndose en su mente por el resto de su vida, como le ocurrió el día que ganó el No en el plebiscito para refrendar los acuerdos de paz con las FARC. Ese domingo, como el domingo en que vio el secuestro de su esposo, las lágrimas le inundaron los ojos. Pero en esta ocasión, lloraba de la felicidad.
“Esa fue la forma en que se hizo justicia con lo que me pasó a mí, la justicia que el Estado nunca me dio. Muchos no entendían por qué iba a votar por el No, pero tampoco entendían el daño que nos hicieron a las víctimas, me dijeron que no podía perdonar, pero dime tú… ¿Cómo se perdona lo imperdonable?”.
*Los nombres de las víctimas han sido cambiados para proteger el anonimato de las fuentes.