Doña María Carolina Vargas tiene 57 años, mide menos de un metro y medio, y trabaja haciendo fila en la Registraduría de la calle 17 con séptima del centro de Bogotá. Casi todas las mañanas, cuando no se siente decaída, sale de su casa muy temprano en el barrio Fontibón para “coger un turnito en la cola” antes de que sean las cinco de la mañana.
Ella tiene cuatro hijos. Los dos menores trabajan en construcción y las otras dos se la “rebuscan” en el centro de la ciudad. Una de sus hijas es Mariana, tiene 40 años y se gana la vida haciendo lo mismo que su mamá y que otras 16 personas en esa cuadra: promociona el examen de RH, ofrece fotos para documentos y vende su turno en la fila por $10.000 pesos, “o por un poco más si el día está bueno”, como dice doña Carolina.
La familia de Mariana es numerosa pero solo vive con su esposo y su hija de cuatro años. Sus otras tres hijas, que no han pasado los 24 años de edad, “ya tienen marido y, entre todas, me dieron cinco bisnietos”, cuenta doña Carolina.
La otra hija de doña Carolina que trabaja en el sector se llama Esther. Ella tiene 32 años y dos hijos gemelos de 14. Vive en “El Paraíso”, sector de Ciudad Bolívar, y, según su mamá, ella es “toda una guerrera”. A diario, desde las 5:30 o 6 de la mañana, Esther ubica un carrito de venta de dulces y cigarrillos en la esquina norte de la Registraduría. Trabaja todo el día, almuerza allí mismo y cuando van a ser las 4:30 de la tarde, recoge la mercancía con la ayuda de su mamá para irse juntas a coger el bus en la avenida 19.
En el trabajo callejero Esther empezó hace poco, “todavía es novata” dice su mamá. En cambio, doña Carolina ha sido vendedora ambulante desde hace casi diez años, y durante los últimos seis, se ha dedicado al oficio que ejerce actualmente. En el trabajo no hay horario ni sueldo fijo. Las comisiones por conducir a la gente al laboratorio de RH, o al estudio de fotos varían entre los $1000 y $2500 pesos por persona, pero no siempre se consigue clientes. Entonces, cuando eso sucede, doña Carolina se defiende vendiendo estuches para documentos que pueden costar entre $500 y $1000 pesos dependiendo del comprador.
La rutina consiste en madrugar junto a su esposo que sale a las cuatro de la mañana rumbo a una fábrica en Tocancipá, y después de arreglarse las uñas del color de “la pinta” de ese día, pasa por su hija Mariana que vive en una habitación a tres casas de distancia. Cuando llega muy temprano, y Mariana todavía está alistando a la niña para llevarla al jardín, le gusta ver un canal de tv cable que siempre pone su música favorita: vallenato.
“Quería ser doctora pero metí las patas”
Doña Carolina no es de Bogotá, nació en Ibagué. Ella llegó a Bogotá junto a su madre y sus tres hermanos menores en busca de mejores oportunidades cuando todavía era una niña. Sin embargo, desde esa época, tuvo que empezar a trabajar en casas de familia y por eso, no pudo terminar la primaria.
Confiesa que alguna vez soñó con ser doctora pero no pudo porque “en unas vacaciones de diciembre me las di de mucha noviecita y metí las patas. Quedé embarazadita a los 16 años”. Además, dice doña Carolina: “el papá de la niña no respondió nunca porque él quería un hijo varón, entonces me tocó sola, igual que a mi mamá”.
Después de un tiempo, cuando sus hermanos menores crecieron y empezó a tener problemas en la casa, decidió irse con su hija y alquilar un cuarto en el que tenía que dormir en el piso. “Conseguí un cartón grande y como no tenía cobijas, le colocaba a la niña toda la ropa que tuviera para acostarnos”, dice doña Carolina. Sus propiedades se reducían a una estufa de gasolina, un par de ollas y cosas que una gringa le había regalado para la bebé.
Siete años más tarde tuvo a su segunda hija y un par de años después a los varones. Ella nunca se casó, pero aún recuerda al padre de sus tres hijos menores como su primer “esposo”. Con él duró 13 años pero un día lo dejó porque tomaba mucho. Como era madre soltera, no pudo pagarle el estudio a sus hijos, “uno se quedó en séptimo, otro en noveno, otra en décimo y la mayor se fue muy joven, quedó embarazada a los 14 y me dejó los libros”, recuerda doña Carolina.
En este momento ya no piensa en esas cosas, a María Carolina Vargas solo le preocupa pasar el día “sin bajar bandera”, como dice ella. Cree que es feliz porque “ya no tiene niño que la llore” y porque encontró el amor hace 22 años, con su actual esposo. Cuando piensa en sus sueños, son más sencillos, ya no aspira a una casa o a tener muchas cosas. Para María Carolina, esa mujer que siempre sonríe y aún le gusta maquillarse, lo más deseado es poder comprar una “chacita” con la que pueda vender dulces y, de esa manera, poder seguir estando junto a sus hijas. Pero esta vez, sin tener que hacer fila en la Registraduría.