Esta historia empieza en los años 80. Para esta época en el país registra una de las tasas más bajas de crecimiento económico y, para colmo de males, la tasa de desempleo nacional sube de manera exorbitante, en comparación con los años anteriores. Entre tanto, cientos de habitantes de distintas ciudades van camino a Bogotá, buscando un rumbo diferente. Trabajar en la urbe para alejarse del hambre.
Varios de estos viajeros deciden asentarse a las afueras de la ciudad, pues resulta mucho más económico que conseguir un hogar en las zonas urbanizadas. Allí, a eso del límite de la 186 con carrera Séptima, llega en 1983 la familia Chocontá. Tierreros de la zona le venden a la familia un terreno por 18.000 pesos, sin escritura y mucho menos contrato, algunos de los factores que gritan a toda costa: ilegalidad.
El pagar celadores y cuidar la tierra era el pan de cada día, igual que eso de las cuotas estatutarias que debían pagarle a quienes eran los dueños de los terrenos, que al final, ninguna familia sabía qué significaban o que de estatutario había en ello. Temilde Chocontá, al ser una niña en aquel entonces, no sabía mucho de la tierra o de la plata. Para ella ir a la quebrada a recoger agua, comer sancocho con sus pocos vecinos y comprar el cocinol (gasolina) fueron los años maravillosos. Desde ese entonces han sucedido transformaciones ante los ojos de aquella mujer.
Estos cambios no siempre fueron los aspirados por Temilde, pues su barrio sufrió distintas problemáticas desde que fue considerado como una invasión. La criminalidad, el consumo y el microtráfico fueron llegando poco a poco, creando una atmósfera hostil, que nadie enfrentaba directamente sino que todos preferían evitar. El barrio se convirtió en uno de esos que asustan a cualquier bogotano, que siempre aparece en noticias por las razones equivocadas e, incluso, por el cual las madres siempre dicen “no se vaya por allá”.
En el 2016 llega la fundación Tierra S.O.S de la mano del proyecto HabitArte, quienes buscaban reivindicar los barrios estigmatizados de la ciudad a través de expresiones artísticas. Muchos pensaron que ponerle pintura a las casas no iba cambiarle la vida a nadie, que eso se trataría de algo superficial. Incluso hubo quienes no quisieron poner de su parte o su casa, pues el escepticismo le ganaba a la buena fe, como en miles de historias. Algunos no sabían que era un mural y menos intentar hacerlo, hasta que vieron que personas ajenas al barrio estaban interesadas en hacer de su entorno algo más ameno.
Temilde decidió hacer parte de la iniciativa desde el primer día, entusiasmada promovió los cursos de manejo de alimentos, belleza, alturas y bisutería. Se inscribió para tener un puesto del bazar, pues desde hacía algunos años había hecho muñecas de trapo. Poco a poco se formó como una líder comunitaria, incentivando aquí y allá a sus vecinos, diciendo que “si uno sabía hacer algo por qué no hacerlo en pro de la comunidad” .
El proyecto era pintar en las fachadas del barrio el macromural más grande de Latinoamérica y el mundo. Pero la idea no era sólo cubrir el barrio con pintura. El propósito, más allá de lo estético, era crear puntos de encuentro donde la comunidad pudiera compartir, participar y trabajar por mostrar otra cara del lugar en el que viven. Según relata Temilde, era también una oportunidad de volver a unir a estas personas, cosa que no se lograba desde que tenían que trabajar juntos para buscar el agua. Antes de 2015, cuando lograron la formalización del barrio, no tenían acceso a este servicio público.
Así como en un momento el agua fue el centro de la organización social del barrio, hoy los murales, el arte y los turistas de los recorridos son el centro de una transformación que se reconoce paulatina, pero que poco a poco va cambiando las dinámicas y la vida de un barrio. Durante los recorridos, “la gente veía a ese 'chorrero' de personas por esos caminos, se asomaba y se daba cuenta que en el barrio estaba pasando algo distinto, algo que no se había visto en los 36 años que lleva el barrio, de alguna forma se está tocando a la comunidad”, nos cuenta Temilde mientras vamos bajando los escalones de colores para observar directamente los murales que ahora son la carta de presentación de la comunidad para los turistas.
Nuestro punto de partida es un mural dedicado a la mujer. En la parte frontal está la primera figura femenina sobre un fondo azul que cubre toda la construcción. Allí, entre el cabello de esta mujer, se lee en letra cursiva “casa de la cultura” y en la pared del costado está pintada una silueta más abstracta que representa el respeto y el valor del rol femenino en la sociedad. A medida que avanzamos, Temilde nos explica el significado de varios de los 26 murales, creados por varios artistas colombianos y mexicanos, con colaboración de la comunidad, que adornan las calles de Buenavista. Desde el gato negro que siempre ronda por ahí hasta el emblemático copetón de los cerros de Bogotá.
Mientras caminamos, vamos aprendiendo diferentes historias que seguramente son las mismas que escuchan y escucharán quienes hagan el recorrido. La avenida Boyacá, que recibe su nombre por el origen de sus habitantes, y la quebrada de la muerte, porque pasa entre los cementerios, entre otras cosas. También, hay estaciones del recorrido pensadas para que los visitantes dejen su marca. Se pueden plantar árboles, rellenar con pintura un mural en blanco y participar en las demostraciones de break dance. De alguna manera este es su aporte y desde cada uno es una forma de contribuir a la idea de la comunidad de construir en común.
Durante el recorrido nuestra guía nos explica los motivos para que las cosas sean como son y para que estas personas se hayan decidido a labrar una salida diferente, a recuperar espacios y remendar lazos que existían pero se habían ido debilitando con el paso del tiempo. Aunque, claramente, no todo sea color de rosa. Temilde, al igual que los demás líderes del barrio, son conscientes de que todavía falta mucho trabajo para lograr la colaboración de todos los habitantes. Aún hay casas grises o de ladrillos, o casas azules que deberían ser de otro color para ajustarse al macromural, pero como ella misma dice: “Con pequeñas cosas (y pequeños pasos) se va transformando y efectivamente, se ha notado el cambio en la comunidad”.
El recorrido está pensando para cambiar la mirada y los estereotipos que muchas personas pueden tener sobre algunas de las zonas marginales de Bogotá. Temilde nos cuenta que en uno de los recorridos, cobrando 10 mil pesos por turista, lograron recoger algunos fondos que piensan invertir en nuevas carpas y un nuevo equipo de sonido para las actividades. Hasta ahora, el barrio ha sido visitado por cerca de 500 personas que han sido llevadas por las fundaciones que apoyaron este proyecto y guiadas por estudiantes de Décimo y Once que se han interesado por la historia del lugar donde viven.
Por lo pronto, la comunidad sigue organizándose para poder continuar con esta idea, colaborándose entre ellos, como nos ha mencionado Temilde durante todo el recorrido. Ella cree que todo lo que está pasando en el barrio es una oportunidad y sabe que más allá de la pintura, es el trabajo de la comunidad lo que puede generar un cambio a largo plazo. "Al final, ¿nosotros cuando íbamos a pensar que esto iba a ser un corredor turístico?", nos dice con una sonrisa mientras nos despedimos.