Los "Jackson Seven" del vallenato

Domingo, 21 Abril 2013 05:15
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Wilson Duran, su esposa y sus seis hijos, viven de la música. Ellos son de Sahagún-Córdoba y desde hace unos años llegaron a Bogotá para probar suerte. Hoy en día se dedican a amenizar las tardes de domingo en la carrera séptima al son de su tierra.

Agrupación "Alegría Vallenata".||| Agrupación "Alegría Vallenata".||| Fotografía: Adriana Leal|||
1989

Junto al monumento que conmemora la muerte de Jorge Eliecer Gaitán, ubicado en la carrera Séptima con avenida Jiménez en la ciudad de Bogotá, Wilson Durán canta: “cuando llegan las horas de la tarde, que me encuentro tan solo, y muy lejos de ti…”. Entonces, una multitud de curiosos se empieza a reunir alrededor de un escenario invisible que toma lugar en el andén, y en el que Wilson, con sus seis hijos, se presenta cada tarde de domingo para cantar “Los sabanales” y otros clásicos del vallenato.

El acordeón invade el ambiente de la calle y contagia a quien va pasando. Nadie puede resistirse, todos voltean a mirar a la agrupación Alegría Vallenata. Pues, como si se tratara de los “Jackson Five” criollos, el público se emociona viendo bailar a Jaison, el más pequeño de la familia.

Él tiene seis años y está aprendiendo a tocar la guacharaca, siempre está al frente del grupo y baila junto a su hermanito Marcos. Los dos visten un pantalón café y un buzo de rayas azules con negro. Sin embargo, aunque lucen casi igual, Jaison es quien se roba el show, mientras Marcos, menos entusiasmado, lleva el ritmo de la canción con sus pequeñas manos.

Los siete integrantes del grupo nacieron en Sahagún, Córdoba. Pero desde hace casi cinco años legaron a la capital para probar suerte porque la violencia los obligó a dejar su casa. Ahora viven en una habitación en Soacha donde el arriendo les cuesta $250.000. Los niños estudian entre semana, mientras Wilson, con su esposa Juana, venden dulces en una “chacita” en el centro.

Cada uno tiene su propio rol en la agrupación. El director es Wilson, quien canta y cuando toca el acordeón, mueve la cadera. Tiene una sonrisa deslumbrante y una piel morena y curtida por la experiencia. Entre canciones, Wilson es quien anima a la multitud. Entonces, las personas del público que quieren colaborar con unas cuantas monedas, aprovechan para atravesar el espacio vacío que hay entre artistas y espectadores acercarse a la caja fuerte: una bolsa de tela azul que está en el centro del escenario.

Al lado izquierdo de Wilson, María Otilia de 14 años toca la caja, Betuel de 13 años toca el bajo, Rubí Ester de 12 años toca la guacharaca, y Katherine, de la misma edad que su hermana Rubí, toca el cencerro. El sonido está amplificado y todos tienen micrófonos. Los instrumentos se conectan a una planta de gasolina propia, que, para un día de trabajo, casi siempre recargan con $10.000 pesos.

En el receso de la presentación Juana, esposa, madre y representante del grupo, cuenta que la idea surgió porque “el papá quiso enseñarles algo útil a los niños porque uno no los puede dejar por ahí a la idea de ellos, para que cojan malas compañías. Entonces, nuestro sueño es lograr salir adelante con la música, para que el día de mañana ellos no sean unos drogadictos o algo así”.

Los integrantes de la agrupación dicen que les gusta lo que hacen porque con lo que ganan en la calle y, a veces en eventos privados, vive toda la familia. “En un fin de semana nos podemos ganar los 50.000 pesitos, y cuando nos va muy bien, por ahí unos 150.000 pesitos. Sin embargo, hay días que la gente no tiene plata, o llueve y no podemos estar mucho tiempo. Esos días nos toca irnos para la casa con lo de los pasajes. Es muy incierto”, relata Juana.

Después de 20 minutos de receso, Wilson vuelve a tomar el micrófono y, los demás integrantes, sus instrumentos. Entonces, mostrando sus grandes diente blancos, comienza a cantar. Un nuevo público se comienza a formar. Juana se despide, toma unos cuantos cd´s que vende a $5000 pesos y dice “usted sabe, ningún hijo de Dios muere boca abajo”.