Tocando a ritmo de TransMilenio

Sábado, 02 Diciembre 2017 11:05
Escrito por

Según cifras de la Secretaría de Desarrollo Económico, en TransMilenio laboran 500 trabajadores informales. Plaza Capital acompañó a un grupo de música andina que, los sábados, hace parte de esta cifra.

||| ||| Felipe Jiménez|||
3769

El bus que hace la ruta B74 hace la parada en la estación de Héroes. Son las nueve de la mañana de un soleado sábado y cuatro jóvenes ingresan al bus tras afinar las guitarras y el violín mediante una aplicación en el celular. El grupo de cuatro se divide: uno saluda la parte delantera del bus, otro saluda la trasera y los dos restantes esperan en el acordeón. La regla dentro del grupo es que los guitarristas se turnan para dar los buenos días y quien tenga el violín o la tambora estará esperando en el fuelle buscando cómo acomodarse. Se dividen  para saludar y se unen para trabajar y crear una sola voz que retumbe en todo el bus.

Jesús Ramírez, el violinista, es quien más incómodo va en la labor. De cabello largo, 23 años, gafas estilo Lennon y ropa ancha, estudia Derecho en la Nacional. En la misma universidad Juan Diego Cotrina, el guitarrista, cursa cuarto semestre de Contaduría Pública. Este moreno de 20 años, afro castaño, barriga sedentaria y una pequeña cicatriz en su frente, es hermano de Raúl, quien toca el charango. Raúl, de la misma tez de Juan diego, porta un fleco negro y liso, es de contextura delgada y estudia música en la Pedagógica, misma carrera de Iván, que también toca guitarra. Iván se distingue por su piel clara, barba sin bigote, gel en el cabello y pantalones ajustados. Juntos, desde hace dos años, se hacen llamar Bucora y tocan música andina.

El grupo nació hace tres años en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción. El objetivo de tocar era costear un viaje hasta Polonia, y aunque no se logró la meta, el grupo reunió cerca de 20 millones tocando durante dos años en el sistema o haciendo presentaciones en empresas del Barrio Santa Sofía.

Cuando Jesús e Iván no pueden trabajar, el negocio se vuelve familiar. A la banda llega Tomás, otro hermano Cotrina quien apenas está terminando grado once. Ese día Raúl toma la tambora y la flauta, cede el charango a Diego y Tomás toma la guitarra.

“Un, dos, tres, cua…”. Comienza la combinación de las guitarras, el charango, el violín, las voces del cuarteto y forman "sin ti" de Wankara, un grupo chileno dedicado a la música andina. Quienes ni se inmutaron para saludar, se estremecen por la fuerza con la que suena el conjunto. Las miradas vuelan de los celulares y se clavan en los artistas. Los pasajeros voltean hacia atrás para ver. Una que otra vez hay feeling entre el público y los artistas. Las palmas se estrellan en repetidas ocasiones. Todos flotan con la velocidad del Transmilenio y más cuando hay un bache. Jesús casi sale a volar interpretando el violín y un desconocido lo sujeta. No hay modo de parar, ni cuando el piso está tan cerca. Jesús continúa hasta terminar la canción y recibir el aplauso de los que escucharon.

Diego dice que tocan música andina porque es diferente y a la gente le gusta. Los que más los disfrutan son los mayores. Una señora que oculta sus canas con tintura rubia y ocupa una silla azul se desfoga en aplausos para los artistas, mira en su cartera y pasa unas monedas de bordes dorados a la mano de Diego. Algún joven también pasa algo de dinero, al igual que el 60 por ciento de los usuarios que, según cifras de Transmilenio, da dinero a los artistas que trabajan en el sistema. Comenta Diego: “una vez alguien nos dio un billete de $50 mil. La verdad nunca vemos el dinero hasta cuando lo contamos para repartir las ganancias. No sabemos si fue sin culpa, pero espero que haya sido porque le gustó la canción”.

Así pasan las presentaciones en los buses: aplausos, sonrisas y sorpresas, como la que da un habitante de la calle al pasar un billete de 20 mil. El sujeto de harapos sucios, barba amarilla y olor a alcohol sonríe a la vez que pide que le den vueltas de dos mil. Al salir de cada bus hay que hacer un respiro y buscar una ruta que los lleve al norte o los regrese a Héroes.

“Solo nos movemos por la autopista”, comenta Raúl. Cuando le preguntan si es por el dinero, Cotrina contesta que es por eso y por la gente. “A veces tomábamos la 30 y era un problema porque los raperos y los vendedores a veces son muy agresivos. Acá la gente es un poco más culta y no hay que lidiar tanto con conflictos por el espacio”, finaliza.

Se acaba el break de cinco minutos. Llega otro rojo. Jesús ingresa primero para acomodarse, pero vuelve enseguida. “Paila, marica. Toca en el siguiente”. Un hombre de cabello largo, chaqueta de cuero y botas punta de acero se encuentra vendiendo manillas. Al cruzar miradas con Jesús, le hace entender que estos son sus clientes por el momento. Una situación normal en un sistema donde, según datos de la Defensoría del pueblo, en el 95 por ciento de la infraestructura hay presencia constante de trabajadores informales.

Hay que esperar a que pase un bus sin algún trabajador adentro. No se comparten los vagones del bus entre trabajadores, es la única ley tácita.

La Secretaría de Desarrollo Económico de Bogotá dice que en el sistema laboran 500 trabajadores informales. Cifra que ha incrementado, desde enero, por la entrada masiva de venezolanos en la ciudad. Artistas, vendedores y personas que piden limosna dentro del sistema de transporte están incluidas en este dato.

La gente no los ignora, de hecho les aplaude. Han pasado cerca de tres horas yendo y volviendo a través de la autopista y la tula donde están las ganancias se ve inflada. El bachiller de turno en la estación de la 106 sonríe al verlos por octava vez en el día. “Uno como policía solo debe sacar a las personas cuando causan algún problema dentro de las estaciones. Si no hay queja de algún trabajador, no podemos hacer nada porque no hay forma legal de saber que se trabaja en un bus o que, por ejemplo, los muchachos solo están llevando los instrumentos”, comenta el bachiller Acero.

Hoy se trabaja hasta la una de la tarde. Las ganancias se cuentan antes de regresar a la casa a almorzar. La jornada de cuatro horas dejó un saldo de 180 mil pesos. El motín se reparte: $45 mil para cada uno. Diego y Raúl los ahorrarán, Iván saldrá con su novia esta tarde y Jesús aún no sabe cómo gastarlos.

Pasado el mediodía, las nubes se posan sobre el monumento al libertador y la estación de Héroes. Viene la lluvia. Bucora insiste por una bebida para rematar la jornada. Al salir de la estación, Diego deposita 500 pesos en la taza de una mujer de piel mestiza, cabello negro recogido, vestido rosado, alpargatas y un niño de brazos que está postrada en las escaleras de la estación. Al subir las escaleras, en el bolso que carga Diego, suenan las monedas y en el puente aparece la misma ruta con la que empezó el día, el B74.