En defensa de la capucha: protesta social y violencia

Miércoles, 20 Noviembre 2019 17:04
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Con el paro nacional a días de ocurrir, videos de “capuchos” amenazando con destruir las principales ciudades del país y una campaña de disuasión y militarización por parte del Gobierno, la protesta social está en la mira de todos los colombianos. 

Protestas en la Plaza de Bolívar.||| Protestas en la Plaza de Bolívar.||| Daniela Castillo Ruiz|||
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No precisamente por la inconformidad que hay en el pueblo, estudiantes, sindicatos, maestros, conductores, entre otros, frente al llamado ‘Paquetazo de Duque’. No por el multitudinario aforo, un estimado de 3000 personas que alzan sus voces en descontento. La atención parece estar volcada sobre los manifestantes y sus constantes enfrentamientos con la Fuerza Pública: la violencia, los desmanes, los gases lacrimógenos y las papas bomba se están llevando el protagonismo de la lucha social.

En el centro los debates se encuentran los manifestantes, principalmente estudiantes, que cubren su rostro y salen a las calles con arengas, carteles y graffiti. El uso de la capucha ha sido convertido en símbolo de vandalismo, tanto por los medios de comunicación como por los que se oponen a las manifestaciones. Si bien los desmanes se suelen  ver involucrados los encapuchados, la criminalización de este símbolo responde a un intento por desviar la atención hacia una discusión superficial y olvidar los debates políticos profundos que están detrás de las luchas sociales. La capucha no es, como intentan afirmar, una demostración de cobardía ni de violencia sin razón que debe ser reprimida y penalizada. La capucha es también protección, tanto física como de la identidad, es una forma de unificar a protesta social y dirigir la atención a la causa y no al individuo. Cubrir el rostro durante una protesta pacífica debe ser legítimo, no criminalizado. 

En primer lugar, debemos entender que la capucha, más allá de un símbolo de violencia, es una forma en la que el manifestante protege su identidad por miedo a las represalias. Vivimos en un país en el cual la persecución estatal a las oposiciones políticas no es un secreto. Sin necesidad de especular, la cifra de Líderes Sociales asesinados se eleva a 155 para septiembre de este año, según Indepaz. Esta represión es visible incluso ahora, con el Estado infundiendo temor en los estudiantes con la militarización de los espacios públicos antes del paro nacional del 21 de noviembre. Paola Buitrago, miembro del colectivo feminista La Hoguera, defiende el uso de la capucha como “instrumento de protección, no mostramos nuestro rostro porque tenemos miedo de que después vayan a haber represalias por parte del gobierno y del Esmad”. 

No niego que las marchas suelen salirse de las manos y acabar en destrozos, que hay personas que salen a marchar con papas bomba y molotov, con piedras en mano que vuelan por encima de las cabezas y chocan contra los cascos negros de la Fuerza Pública. Es una realidad innegable, la violencia suele marcar la protesta social y por lo general le da un cierre amargo a las marchas que se han presentado en este último año. Pero se debe entender que, aunque la violencia viene de ambas partes, es imposible comparar un arma artesanal o un escombro que se recoge de un andén, con un arma de propulsión como lo son las marcadoras (pistolas de paintball), armas químicas como el gas lacrimógeno, tanquetas y motos persiguiendo a estudiantes que van a pie. 

Los pañuelos y pasamontañas son una protección, además,  porque suelen estar empapados en vinagre o agua con bicarbonato, neutralizadores alternativos para proteger la vías respiratorias del gas lacrimógeno. Por esto, muchas veces el protestante común, que es atacado sin distinción del “capucho”, lleva el rostro cubierto y se vuelve blanco de violencia e incluso capturas. La capucha es entonces, una respuesta a un Estado represivo. “Es una forma de cerrar las brechas que hay con el uso de la violencia por parte del Esmad, ellos también usan máscaras protectoras que no dejan ver sus rostros”, afirma Buitrago. 

Desinformación sobre las protestas sociales 

En segundo lugar, está el estigma que se ha construido frente a la protesta social. Por casos aislados de violencia de los “capuchos”, se crean generalizaciones frente a todo el cuerpo protestante. Esto genera una prevención ante las marchas y un rechazo que tiende a deslegitimarlas. Lastimosamente, los medios tenemos una responsabilidad importante en esta generalización, la forma en que se decanta el cubrimiento de las marchas para informar, más que sobre sus motivos y peticiones, sobre sus consecuencias negativas, alimenta una idea de que los marchantes solo quieren “destruir la ciudad” y no tienen motivos más allá de esto.

Tenemos, entonces, una mayoría en titulares del estilo “Caos en Bogotá por manifestantes que se enfrentan al Esmad”, de Caracol Radio; “Marchas estudiantiles terminaron en desmanes” y “¿Y quién les responde a los afectados por las protestas?” de El Tiempo y “Catalina Hernández: destruyeron mi restaurante, que no tiene que ver con protestas estudiantiles” de La FM. Si bien los destrozos son una realidad que se debe mostrar, es deber de los periodistas construir una opinión pública basada en matices y contrastes, no en buenos y malos, héroes y villanos. Debemos informar al ciudadano de manera objetiva, hablar también sobre las peticiones del pueblo, de los casos de violencia desmedida por parte de la Fuerza Pública, de capturas ilegales y ojos heridos por balines. 

El otro lado de esta generalización recae en la ignorancia y desinformación frente al contexto colombiano que es reproducida por parte de la ciudadanía. Desde las conversaciones con el taxista hasta las cadenas de Whatsapp, se reproduce la imagen parcial del protestante vándalo, terrorista, que nos va a convertir en un segundo Chile, que va a acabar con la tranquilidad de la “gente de bien”. Tenemos también el deber ciudadano de informarnos y ser críticos frente a esa información, más allá de las afiliaciones políticas, la lucha social habla de un país en crisis que nos pertenece a todos.

Tan fuerte ha sido esta criminalización, que desde el Gobierno se han propuesto proyectos de ley que buscan crear el delito del vandalismo. El más reciente, publicado por la Unidad Investigativa de El Tiempo, señalaba que “el que, valiéndose de una protesta, manifestación o movilización pública, dañe, atente o destruya los bienes públicos o privados, (y/o) atente contra la integridad física de los miembros de la fuerza pública incurrirá en prisión de 8 a 10 años”. Se eleva la pena de 8 a 10 años si, entre otros casos, la persona incurre en vandalismo “ocultando su rostro total o parcialmente, de tal manera que no permita su identificación o la dificulte”. 

Es algo redundante, puesto que el vandalismo como tal ya está en el Código Penal y, si bien se entiende el porqué de estos intentos por regularla, dirigir un artículo específico contra la protesta puede estar incurriendo en violaciones a los derechos civiles. La protesta es un derecho en una sociedad que se hace llamar democrática, además de necesidad, cuando hay inconformidad y un Estado que juega a hacerse el sordo.

¿Es evitable la violencia? 

Ahora bien, lo he mencionado antes pero considero pertinente abrir un espacio de debate frente a la necesidad de la violencia en la protesta social o si debe ser firmemente rechazada. ¿Es la violencia evitable? Oscar Sánchez, exsecretario de Educación de Bogotá, afirma que “hay dos cosas que el movimiento estudiantil debe rechazar de tajo: una se llama capucha y el otro, explosivo”. Si bien hay una diferencia de fuerza entre los manifestantes y la Fuerza Pública, el Esmad tiene defensores que invitan a ponerse en los zapatos de sus miembros.

Hace poco, tras la marcha del 10 de octubre de este año,  la columnista María Isabel Rueda defendió a esta Fuerza. “Detrás de un escudo del Esmad hay un muchacho de unos 20 años, armado solo con un bolillo, asustado, que no quiere estar ahí que no aspira a tirar piedra ni a que se la tiren, que no goza cuando una papa bomba le explota a sus pies. Y que muy seguramente desearía ser uno de los estudiantes a los que se enfrenta, porque al final del día ellos volverán a sus aulas, ocuparán sus pupitres y se dedicarán al increíble privilegio de aprender, mientras este muchacho, disfrazado de Robocop, acabará su jornada, si acaso no fue herido, recogiendo los destrozos de la ciudad”.

Estas consideraciones son necesarias, como manifestante se debe priorizar y entender que el enfrentamiento se da con el Esmad pero el problema real es el Gobierno. Enfrascarse en esas contiendas da pie a todas las aseveraciones que se hacen contra ellos. Sin embargo, Rueda olvidó que ese “increíble privilegio de aprender”, es eso, un privilegio. La educación no debería ser de los pocos que tienen los medios para costearla. El resto está en las calles, protestando para que sea un derecho. Lo que describe la columnista, además, es reclutamiento forzado disfrazado de servicio militar, pero esa es otra discusión que merece un texto en sí misma. 

Frente a la violencia, y si es necesaria, Buitrago afirma que “hay cierta violencia en usar la capucha y hay que entender que la violencia no siempre es negativa, es una violencia simbólica que manda un mensaje claro para la sociedad, que alguien enmascarado irrumpa en el espacio público con consignas políticas es muy diciente”. Así, hemos podido ver cómo el estigma distrae y acalla el propósito real de la manifestación, problematizando el ámbito superficial de la protesta y no las causas de la misma. La solución que propongo entonces, va por parte y parte. Se deberían buscar acuerdos que permitan la protesta sin afectar desproporcionadamente los derechos del protestante, y eso solo se logra, no solo con espacios de diálogo que el Estado debe abrir, sino con garantías y cumplimiento de promesas. Por otro lado, en palabras de Sánchez,  “la Fuerza Pública debería mantenerse a prudente distancia y priorizar su trabajo en identificar a los que realmente ejercen violencia”.

La Fuerza Pública debe preguntarse si está haciendo prevención o simplemente actúa reactivamente frente a la protesta social, generando un choque con los estudiantes y deslegitimando su papel. Que la capucha no desvíe la atención de los verdaderos problemas. Es una forma legítima de protegerse, homogeniza las luchas, es un símbolo que hace a todos iguales. Así haya intereses y prioridades distintas, es la misma lucha del pueblo.