Eran entre las 6:00 y 7:00 de la noche. El lugar era un infierno rodeado de llamas atestadas por la furia de una nación indignada por la represión de policías con escopetas, gases lacrimógenos y bombas aturdidoras. Las piedras, escombros y palos que iban rumbo a las estructuras de los CAI, eran un reflejo de un pueblo cansado de las injusticias y del asesinato de jóvenes señalados como vándalos y violentos. Entre vidrios rotos y canecas grandes envueltas en fuego se notaba la imagen de un pueblo que decía, entre gritos sordos, “¡nos están matando!”.
La carrera 77, frente al CAI del barrio Villa Luz, en el occidente de Bogotá, “se convirtió en un campo de batalla”, relata Laura Alejandra Bocanegra, una trabajadora social e integrante de la Asamblea Popular de la localidad de Engativá.
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La gota que rebosó la copa, la que consumió al pueblo de cólera y los llevó otra vez a las calles fue el video grabado con un celular en la madrugada de ese mismo día. En el suelo se encontraba un hombre y sobre él dos policías que lo sujetaban fuertemente y le aplicaban descargas eléctricas sobre su cuerpo. Con voz temblorosa y agotada solamente atinaba a decir: “¡Ya por favor!, ¡Ya no más, por favor!”.
Se trataba del estudiante de Derecho Javier Ordóñez, quien le imploraba a dos patrulleros de la Policía que dejaran de golpearlo y atacarlo con las pistolas eléctricas. De nada sirvieron los gritos de auxilio de los vecinos que temerosos grababan los hechos y reclamaban que lo soltaran, que ya no más, que escucharan los lamentos de aquel hombre que ya no podía levantarse por el dolor. Con toda la fuerza, los patrulleros lo alzaron y lo metieron a una patrulla para llevarlo al CAI de Villa Luz donde las torturas y golpes continuaron hasta causarle la muerte. Ese día Ordóñez se convirtió en una víctima más de los brutales abusos de la fuerza pública. En un padre de 43 años que dejó a dos niños huérfanos, a una viuda y a una nación llena de ira.
La noche
Los gritos que en un comienzo se escucharon frente al CAI de Villa Luz en Engativá en rechazo al abuso policial se fueron transformando, poco a poco, en una manifestación que se trasladó hasta varios puntos de la ciudad. Había empezado una ola de ira e indignación por tantos casos que habían quedado en la más absoluta impunidad y olvido.
Las calles fueron ocupadas por agentes motorizados de la Policía, mientras los marchantes tomaban con sus manos escombros y adoquines que yacían dentro de andenes y vías sin terminar. Estos elementos se transformaron en un conjunto de abominaciones que iban rumbo a los agentes de la Policía, los mismos que respondieron con disparos de armas de fuego en la cabeza, en el tórax y en la cara, ocasionándole la muerte a Andrés Felipe Rodríguez, Jaider Fonseca, Fredy Macheca y Julián González, víctimas de una crueldad que dejó a madres y padres afligidos.
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Mientras los manifestantes marcaban en carteles y pintaban con aerosol “asesinos”, “tombos hp”, “no más abuso de las autoridades”, en el CAI del barrio Villa Luz, recordaban otros casos de exceso policial como el de Dilan Cruz, quien murió tras ser impactado por un proyectil disparado por un agente del Esmad durante las protestas del 23 de noviembre de 2019 en el centro de Bogotá en medio del ‘Paro Nacional’. También, a Duván Álvarez, un menor de edad que falleció en medio de enfrentamientos por un desalojo en Soacha (Cundinamarca); así como a Néstor Novoa, un hombre de tercera edad que fue agredido en el mes de mayo por agentes de la Policía, mientras caminaba con su carrito de ventas informales en pleno centro de Bogotá. Estos son algunos de los nombres y hechos que demuestran “un cumulo de muchísimas injusticias que ha venido ejecutando esta institución”, dice Laura Bocanegra con un tono de rechazo.
Al día siguiente
El 10 de septiembre, la carrera 77 estaba llena de ciclistas y peatones. Hombres con chalecos verdes fluorescentes y pantalones color verde aceituna que se protegían detrás de una fortaleza frágil que decía: Comando de Acción Inmediata (CAI). También había una comunidad que se negaba y se resistía con incendios, piedras, palos y pinturas a los abusos de policías. Entre la muchedumbre y el sonido ensordecedor de las turbinas Laura Bocanegra se detiene, resopla y repite la causa del germen que llevó al país al abismo: “Protestamos porque estamos indignados y cansados también de la represión, la injusticia, de que seamos asesinados y asesinadas. A veces ni siquiera porque sea evidente que pensamos diferente, uno de los grandes motivos, sino porque simplemente por ser jóvenes ya somos estigmatizados y señalados por parte de esta institución”.
A eso agrega que Colombia debe ser capaz de entender que los actos violentos en muchas ocasiones son la respuesta de agresiones anteriores y de las objeciones frente a los riesgos sociales que ya estaban inmersos en la sociedad por el tema de desempleo, la falta de acceso a la educación y las escasas oportunidades laborales que se han hecho cada vez más visibles durante la emergencia sanitaria por la COVID-19. Pensando en nombre de los que combaten en las calles, suelta: “Tal vez el joven que lanza la piedra al CAI no es capaz de decir: ‘yo boto la piedra porque mataron a Javier, porque no tengo trabajo o no tengo educación’, pero su indignación y su frustración la están interiorizando de esa manera y eso es lo que pienso que hay que comprender”.
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Prueba de esto fue cuando en medio de las protestas del 10 de septiembre, Laura observó a un hombre que intentaba abrir por la fuerza un negocio ubicado en la carrera 77 con calle 64. Toda la gente a su alrededor se opuso y le gritaban: “no, con los negocios no, sólo a los bancos”. Caminando junto con personas de diferentes colectivos de la comunidad se evidenciaba como las sedes de AV Villas, Caja Social y Servibanca eran totalmente destruidas. “La gente no atenta contra la misma comunidad, sino contra esos establecimientos que creen que están de una u otra forma afectándolos”, expone esta mujer en defensa de esos actos desafiantes que como dice ella han generado miedo en las calles.
“Cuando yo veía lo sucedido con Javier Ordóñez pensaba que estos sujetos no tienen un sentido de humanidad y de empatía hacía la otra persona, pero tampoco tienen la capacidad de pensar en lo que les puede suceder mañana a ellos y a la institución por haber atentado con la vida de otra”, así, en un tono serio y con palabras tajantes, Laura Bocanegra expone que no se trata de casos aislados. Las razones no sobran: la Policía ha registrado varios atentados contra la población de forma indiscriminada, sobre todo con las juventudes; la violación de los derechos humanos se ha convertido en el actuar constante de la fuerza pública.
Su voz además dice, como quien habla consigo misma, en un tono apenas audible, “es triste a veces pensar como tengo más miedo a la Policía que al ñero del barrio porque sé que él me puede hacer menos daño que esa institución”.
De este modo, las acciones represivas de una fuerza pública que camina por las calles con paso firme y un sentimiento de superioridad otorgado por un uniforme y un arma letal, “pone en claro una permisividad y una falta de control estatal que está colocando a la gente del común en una gran desventaja”, afirma Laura mientras recuerda las protestas del 10 de septiembre cuando la localidad de Engativá se convirtió en un terreno de violencia, clamor y de intranquilidad, se veían grandes tanquetas que daban un aviso constante de que algo iba a pasar, una señal de amenaza.
La noche se mezclaba con el sonido estruendoso y desagradable de los helicópteros. El lugar era un hervidero. Unos sentían angustia, temor y preocupación en un ambiente frecuentemente vigilado por la fuerza pública. Otros estaban sumidos en la adrenalina, la rabia y el descontento.
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Siendo testigo de esta atmosfera, Laura llegó a una conclusión: es necesario hacer una reforma a la Policía que pase por la transformación de la mentalidad de dicha institución. “Aunque soy consciente de que esa transformación no se hace simplemente con la voluntad política del gobernante de turno, sino que también implica un cambio muy profundo del pensamiento como tal de la sociedad”. Esta es la escueta afirmación que sostiene ante la restructuración que debería tener la Policía, sin olvidar su rechazo frente a la existencia de un órgano que cohíba de manera atroz e impetuosa al pueblo.
La carrera 77, así como otros sectores de Bogotá que han sido totalmente devorados por la sangre y la contienda, fueron campo de batalla, entre la Policía y un pueblo agitado y perturbado que con su clamor continúa denunciando los actos agresivos de la fuerza pública. “Paracos asesinos”, así suena el grito detonante de aquellos que esperan una Colombia más justa, menos violenta y defensora de los derechos humanos.