Un lote de ocho metros de largo por cuatro de ancho, encerrado por una reja en tres de sus cuatro paredes. La pared restante está completamente pintada, con unas cinco tonalidades de verde que se dividen en formas geométricas. El dibujo de un árbol naciendo de la tierra y rodeado de mariposas es lo primero que se ve del lote que alberga la huerta urbana de la Junta de Acción Comunal del Barrio Marsella, en la localidad de Kennedy, en Bogotá. Un mural que anuncia sutilmente lo que se encuentra tras él.
En uno de sus costados, hay una puerta enclenque hecha con alambre y tubos de metal, cerrada con una cadena oxidada y un candado. Ésta es toda la seguridad que tiene el lugar, pero es suficiente. Aunque todo lo que la huerta alberga es un tesoro, nadie intenta robarlo. Acelgas, aromáticas, lechugas, fresas, uchuvas, cilantro y perejil son algunos de los productos que se identifican rápidamente al entrar allí. En el año 2012, un grupo de mujeres quiso recuperar un patio abandonado que estaba lleno de basura y escombros en el barrio, y un proyecto de agricultura urbana parecía ser una excelente alternativa para este propósito. Después de obtener los permisos necesarios de Alcaldía de Bogotá para intervenir el espacio, la huerta urbana se convirtió en realidad.
“Nosotras quisimos cambiar la imagen que tenía el barrio con ese botadero que antes había. Nos pareció importante crear algo que nos uniera a todos como comunidad y que nos enseñara a trabajar en equipo. La huerta de Marsella ahora es un referente para todas las personas que están interesadas en este tema”, cuenta Flor Hernández de 65 años, coordinadora de la huerta. Todos los sábados y uno que otro día entre semana, los vecinos y vecinas del barrio se reúnen para trabajar la tierra en la huerta, entre las nueve de la mañana y el medio día. No siempre asisten los mismos o las mismas, pero siempre resulta un buen ‘combo’ para trabajar. Entre los vecinos están también los estudiantes de distintas universidades, que ayudan de manera voluntaria y como parte de proyectos académicos.
“Acá puede entrar todo el mundo”, así lo dice Miriam Velázquez de 62 años, una colaboradora de la huerta. Según Miriam, cualquier persona que quiera tener una huerta y no cuente con el espacio o los suministros, en la del barrio Marsella encontrará uno. “Aquí trabajamos también con jóvenes de otras universidades, de la Tadeo o de la Uniminuto, que han venido a ayudarnos para trabajar, y nosotros les damos su espacio en la huerta. Hasta hicieron un mural hermoso ¿lo han visto?”, nos pregunta, tras saber que las periodistas están vinculadas a la Universidad del Rosario.
La producción de la huerta es para consumo propio de las personas que colaboran en su manutención, sin embargo, cuando la cosecha es buena, se organizan ferias para comercializar los productos orgánicos y el dinero recaudado se reinvierte en la huerta.
Para obtener frutos, hay que cultivar
Las huertas urbanas cambian mucho dependiendo de su uso y de las personas que participan de cada huerta. Otro ejemplo es la de la Clínica Nuestra Señora de la Paz, a casi media hora caminando desde la huerta de Marsella. Allá, Laura Olarte, trabajadora del Jardín Botánico de Bogotá, enseña cómo trabajar la tierra y crear una huerta productiva en un taller para pacientes de enfermedades mentales o en proceso de recuperación de adicciones.
Según Diana Hernández, una terapeuta de la clínica, la huerta es una forma de terapia “muy efectiva” para los pacientes, especialmente para aquellos con adicciones, pues a través de la siembra y la recolección se hace una metáfora de la vida en la que primero se trabaja para cultivar y luego se obtienen los frutos. Existen muchos imaginarios sobre las clínicas de salud mental, pero el ambiente le hace honor al nombre de la clínica “Nuestra Señora de la Paz”, pues en él se sentía tranquilidad y serenidad. Fue como entrar en una pequeña isla pacífica en medio de una zona industrial y muy congestionada.
Un grupo de seis hombres hicieron parte del taller. Lala les explicaba con voz fuerte y segura los primeros pasos para empezar a sembrar. “Aquí lo que hay es trabajo, a ver dejen de quedarse ahí parados y empiecen a limpiar”, les decía en tono de broma. Los seis hombres empezaron a limpiar la tierra mientras la tallerista les explicaba qué tipo de plantas podían sembrar. “¿Calabaza? ¿aquí se puede sembrar calabaza?”, respondió uno de los pacientes con sorpresa.
El silencio cercado de gritos y risas
A 20 minutos de la clínica está el Colegio Nacional Nicolás Esguerra. Al llegar, se escuchaban los gritos y las risas de los estudiantes que al parecer estaban en su recreo, así que imaginamos que al entrar los veríamos en la huerta, pero no fue así. La huerta está ubicada en el patio frontal del colegio donde también hay un corral de conejos, pero los estudiantes no tienen acceso a esta zona, que se mantenía en un silencio que contrastaba con el ruido y el asfalto del interior de la institución. Contrario a lo que esperábamos, nos enteramos de que tanto la huerta como el corral son iniciativa de dos vigilantes, y solo ellos se encargan de cuidar y mantener estos dos espacios en sus tiempos libres.
A pesar de ser solo dos personas encargadas, era la que más cuidada parecía. Lechuga, acelga, espinaca, cilantro, perejil, maíz, cebolla y tomate creaban un bello paisaje a pequeña escala. Luis Castro de 38 años y Hermógenes Díaz de 58, son los vigilantes que tuvieron esta iniciativa y la pusieron en marcha.
Hermógenes es de origen rural y es profesional agrónomo. Llegó a Bogotá en busca de oportunidades laborales y la huerta fue la oportunidad para retomar sus raíces campesinas y aplicar sus conocimientos. “El colegio no nos da nada nosotros somos los únicos que mantenemos esto. El colegio lo único que nos da es el espacio”, dice Luis. Ambos trabajan la huerta en su tiempo libre y también aprovechan los fines de semana, cuando no están los estudiantes, para deshierbar y abonar las plantas. Ellos mismos consiguen los materiales como plástico, madera y herramientas para construir los invernaderos, pero todo de a poco y en lo posible, con materiales reciclados.
Los productos que cultivan los consumen ellos y sus familias “yo hace mucho que no compro un racimo de cilantro o un tomate, esas cosas siempre las saco de aquí”, dice Luis sonriente hasta que es interrumpido por un compañero que le habla por radio para que se dirija a la entrada principal.
Las huertas urbanas tienen distintos propósitos, según Edgar Lara, director de agricultura urbana del Jardín Botánico de Bogotá. "Estas iniciativas traen consigo muchos beneficios, no sólo el unir a la gente, sino crear espacios donde se aprende a trabajar la tierra, crear alternativas de consumo, aportar a una alimentación más orgánica, o pueden ser simplemente decorativas", afirmó. Cada huerta tiene su objetivo y cada una narra una historia distinta, no sólo de quienes las trabajan sino también del espacio que ocupan.
En la mayoría de los casos, los productos que salen del trabajo de estas huertas urbanas son utilizados para autoconsumo o para repartir entre las personas que trabajan allí y así reducir, en pequeña medida, gastos de la canasta familiar. Y basta con que alguien quiera formar parte de esta iniciativa, para que pueda aprender cómo hacerlo. Por medio de las capacitaciones y acompañamiento que hace el Jardín Botánico o de forma autónoma, cada citadino que quiera conectarse con sus raíces campesinas puede empezar su huerta, solo hace falta un poco de tierra, unespacio para ubicarla, unas cuantas semillas y algo de agua.
Lo cierto es que cada una de las más de 200 huertas que hay en Bogotá se ha transformado en un espacio verde que rompe con el paisaje de cemento. Funciona como un puente entre lo rural y lo urbano, creando así redes de apoyo, trabajo comunitario y espacios de recreación.