— Era un fin de semana. Viernes. A eso de las 10 de la mañana nos reunió el segundo comandante: “Hay que preparar la unidad para zarpar a las 20 horas. Hay una operación que no podemos divulgar”, dijo. Por lo general, teníamos los fines de semana libres. Yo era ingeniero, así que normalmente no prestaba guardia. Había otro oficial de mayor rango, -Hugo Jaramillo-, pero él había pedido vacaciones adelantadas, y a mí me dejaron a cargo del departamento de ingeniería. Yo ese viernes tenía programado venir a Cali para visitar a mi familia.
Quedamos en acuartelamiento de primer grado mientras esperábamos que llegara un comando del Ejército que nos iba a acompañar. No sabíamos nada, sólo que la operación era ultra secreta. En ese entonces, nadie preguntaba, sólo seguíamos órdenes. Llamé a mi familia y les dije que ya no podía viajar.
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La primera vez que escuché sobre El Karina, probablemente fue por mi papá. Luego, encontré en una de las bibliotecas de mi casa un libro de portada roja con letras amarillas que decía “EL KARINA”. Ahí supe que la anécdota que contaba mi papá hablaba de algo importante.
Con el tiempo, cada vez que volvía a escuchar la historia donde mencionaba a un ‘Capitán Camacho’, me convencía de que seguramente se trataba de un hecho de “historia general” que todo el mundo conocía. En alguna ocasión, la curiosidad me ganó, y me puse a investigar sobre el tema. Para mi sorpresa, apenas encontré algunos artículos conmemorativos en el aniversario 35 de la operación. Cuando hablaba con otras personas sobre el tema, nadie parecía haber escuchado alguna vez sobre aquel barco que se había hundido, pero en mi casa, las historias siempre hablaban del Capitán Camacho y su tripulación como héroes nacionales.
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— Eduardo Otero y Fernando Camacho eran el primer y segundo comandante a cargo. Ellos eran los únicos que sabían a qué íbamos. Preparamos la unidad con el abastecimiento. Esperamos a que llegara el comando del Ejército, abordamos el ARC Sebastián de Belalcázar y zarpamos hacia las 20 horas. Todo estaba muy oscuro, y no se abrió la orden de operación hasta que estuvimos en la boya de mar. Afuera, ya no había manera de que se filtrara la operación. No había forma de que se supiera qué íbamos a hacer o a dónde íbamos.
La noche estaba oscura. Llovía y hacía frío. No se podía ver nada más allá del barco, estábamos en zafarrancho de oscurecimiento. Las luces blancas de todo el buque estaban apagadas, solo viajábamos con una lucecita roja que no se veía a lo lejos. Lo único que veíamos era por el radar si algo se nos acercaba.
Ellos no sabían que estábamos ahí. El Karina no tenía radar ni piloto profesional. Ellos habían contratado a alguien en Málaga, lo que llaman “piloto práctico”. Él conocía las entradas y salidas de la costa conocida como San Andrés. Su plan era entrar a Málaga por la bahía, donde hay un banco de corales llamado ‘Los negritos’, y querían llegar hasta el banco, encallar el buque y descargar. La bahía de Málaga se comunica internamente con una quebrada que desemboca en el Río Calima. Una vez entraran a la bahía no había vuelta atrás.
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Son muchas las historias en torno al M-19: el robo de la espada de Bolívar, la toma del Palacio de Justicia, el robo de armas al Cantón Norte. Crecí leyendo sobre todos esos sucesos que marcaron al país. Especiales de noticieros, exposiciones, documentales, pero nunca había escuchado mencionar a El Karina antes. Cuando empecé a leer sobre el caso entendí: el M-19, en noviembre de 1981, había intentado ingresar armas al país a través de Málaga. Pero de este suceso, que incluso parecía de película, no había ningún especial, exposición o documental.
Para mí no tenía sentido que este suceso no tuviera la relevancia que tenía en mi imaginario mental. ¿Quién más había estado en el Sebastián de Belalcázar?, ¿por qué no había archivos de periódicos sobre esto?, ¿y si esa historia que me habían contado no era más que un mito?
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— Hacía mal tiempo. Todo el buque se movía. No se podía ver nada. Hacía frío en la cubierta, pero el cuarto de máquinas ardía a más de 50° centígrados. Estábamos a 350 yardas -unos 300 metros- y encendimos los reflectores. A El Karina se le apareció un fantasma: éramos nosotros. Ahí supe a lo que íbamos, Fernando Camacho ya lo sabía.
–“Paren su máquina. Es un buque de la Armada, venimos a requisar”, decía el Capitán Camacho por el altavoz.
Ellos brincaban unos encima de otros, corrían como hormigas. Dieron un maquinazo a babor tratando de huir a aguas internacionales. Vimos en el espejo cómo se reflejaba el nombre del buque en la parte de atrás “El Karina”.
– ¡Estos son los que venimos buscando!, dijo Camacho
Ellos no pararon. Empezaron a disparar hacia nosotros. Querían apagar las luces del barco. Eran entre 15 y 20 personas, y los ataques venían de todos lados.
– “Betancourt, se va para el cuarto de máquinas y me atiende solo a mí”, me ordenó con firmeza.
Me pidió que hiciera una maniobra para que el buque fuese en el sentido contrario. El Karina quería colisionarnos. Pasaron a unos ocho metros de nosotros. Hicimos un disparo iluminante que alumbró el cielo. La tripulación seguía disparando, había fuego cruzado. No había otra respuesta diferente a tomar un fusil de dotación e ir a responder. Salí del cuarto de máquinas y Juan Manuel Lesmes, el teniente de corbeta, me pidió otra caja de cigarrillos, era la segunda de esa noche.
– “Hermano, usted no sabe lo que es ver el plomo cayendo al lado de uno”, me dijo con desespero.
Con el disparo iluminante pudimos ver a lo que nos estábamos enfrentando. El radar militar del buque calculó la distancia al blanco con el cañón. Así fue como los hundimos. A El Karina empezó a entrarle agua, y cuando vimos que una parte del barco estaba inclinada, nos dimos cuenta de que la misión había finalizado. “¡Auxilio!”, gritaban algunos tripulantes. Rescatamos a tres. El resto o habían caído en el combate o se habrían hundido con el barco, igual que las armas que querían entrar al país.
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Javier Betancourt, Eduardo Otero, Álvaro Duarte, Carlos Lozano, Fernando Camacho y Juan Manuel Lesmes son solo algunos de los nombres de la tripulación del ARC Sebastián de Belalcázar que, en su momento, evitaron el ingreso de un cargamento de armas ilícitas al país. Nombres que nunca había escuchado y, por supuesto, que nunca aparecieron en primeras planas o en noticieros del país.
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A Lesmes lo hirieron en el combate, y no pudo asistir a la condecoración que nos hicieron. Es de lo poco que hay registro.
Una vez acabó la operación, se lo conté a mí mamá. Pero esto no es algo que uno quiera ir hablando por ahí. Uno nunca sabe cómo se lo van a tomar las personas. Estas no son cosas que uno quiera hacer conocer como chisme de pasillo, porque desde un punto de vista de la animosidad de la gente que está al exterior, se puede prestar para malas interpretaciones. Esto se le puede devolver a uno. Nunca lo comentamos. En su momento, no hubo una sola palabra a los medios. No es que no sea motivo de orgullo, todo lo contrario, la operación para nosotros siempre fue un motivo de culto, pero el comentario y el orgullo lo dejamos para el interior.
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Para la tripulación, en cierta medida, era entendible que en ese momento la operación no tuviese revuelo. La Armada no contaba con un equipo de prensa, no tenían fotógrafos ni nadie que se especializara en guardar memorias de hechos como este; sin embargo, en sus recuerdos se mantiene como una operación de orgullo y cuidado a su país. Aún así, cierta parte de ellos desearía que hubiese sido diferente y el país supiera lo que estaban haciendo.
De ocho miembros de la tripulación que fueron condecorados al regresar de la misión, cuatro han fallecido desde entonces; el último en partir fue Fernando Camacho en julio de 2023. “Camacho fue el héroe, nosotros sólo le ayudamos”, fueron las palabras de uno de los miembros de la tripulación de la Armada
Camacho y sus compañeros nunca vieron sus nombres en primeras planas, ni fueron entrevistados por grandes canales de televisión para contar su historia, tampoco recibieron más que las medallas de plata que les entregaron. Sin embargo, en la Armada y en la memoria de aquellos que conocen lo que pasó, se mantienen como la leyenda de los que hicieron hasta lo imposible para cuidar el azul de la bandera.