El rostro del café

Miércoles, 11 Octubre 2017 11:28
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Decidí aventurarme en el día a día de una impulsadora de café. Una experiencia llena de historias de vida, estereotipos reafirmados y dolor de pies

Una gran variedad de marcas utilizan impulsadoras para dar a conocer sus marcas||| Una gran variedad de marcas utilizan impulsadoras para dar a conocer sus marcas||| |||
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“Ten cuidado con los conductores de los camiones, a ellos les encanta la carne fresca. Si tú supieras a cuántas impulsadoras se han comido en la parte de atrás de estos carros, dejarías de comprar café”. Con esta advertencia un chico de tez trigueña manchada por el sol, con ojos verdes que generaban una confianza infinita, de 1.60 metros aproximadamente y una fuerza sin igual, me daba la bienvenida a mi nuevo trabajo. No sé bien por qué me lo dijo. Tal vez mi cara de niña pequeña le generó la necesidad de prevenirme, o solo lo hacía con todas las chicas nuevas; pero para ser sincera no es algo que uno quiera escuchar en su primer día de trabajo.

Eran las cuatro de la mañana en punto. Me bañé, me cambié y medio desayuné. Duré casi 15 minutos luchando con mi pelo corto para reunirlo todo en un bollo que tenía que estar en perfecto estado, cuatro ganchos, una moña, una malla y gel. Este sería el inicio de una serie de retrasos. A las 5 de la mañana estaba saliendo de mi casa para coger el alimentador que treinta minutos después me dejaría en el Portal de la 80. Caminé aproximadamente 15 minutos para llegar al bus que me llevaría a Madrid (Cundinamarca). Para ese momento ya sabía que llegaría tarde. Por culpa de los característicos trancones de Bogotá salí de la ciudad a las 6:15. Cuando por fin llegué a mi destino eran las 7:30, media hora después del inicio de la reunión.

Todos los lunes teníamos una reunión de impulsadoras a las siete de la mañana en punto. Esta se llevaba a cabo en la fábrica de la empresa, en Madrid. Como era de suponerse, llegué tarde a mi primer día de trabajo. Mientras le rogaba al celador que me dejara entrar, mi jefe se acercó a la puerta y me miró de la peor forma en la que se puede ver a un ser humano. “Muy bien, señorita. Llegando tarde al primer día de trabajo. Espero no se le vuelva costumbre. No me gustaría despedirla tan pronto. ¡Ah! Y para la próxima maquíllese esa cara. Parece un fantasma”. 150 centímetros, cabello largo, liso y negro azabache, cara regordeta, mejillas coloradas, pecas y una mirada fulminante como un par de balas. Así era mi jefe. La verdad no era fea, lo que hacía que costara creer que dentro de esa mujer hubiera tanto mal genio, tanto resentimiento y sobre todo que fuera capaz de humillar y desesperar a las personas con tanta facilidad.

Cuando por fin terminó la reunión, nos dejaron esperando casi una hora para subirnos al camión que nos llevaría al supermercado en donde estaríamos toda la semana. Se subía una chica, luego la otra, luego la siguiente y así sucesivamente hasta que ya me estaba quedando sola. ¡¿Y yo qué?! ¡¿Por qué tengo que esperar tanto?!

Mientras observaba y envidiaba a las chicas que se iban, empecé a sentir un aire sexual en el ambiente. Se notaba que las impulsadoras más antiguas se conocían muy bien con los conductores. Estos las miraban de forma sugerente y ellas les respondían con una mirada igual. Cuando se saludaban lo hacían con un beso coqueto en el cachete, que acompañaban con una caricia en la otra mejilla. Ellas cambiaron su forma de caminar. Antes lucían un poco más despreocupadas, al salir empezaron a contonear las caderas, enderezaron sus espaldas y sus escotes estaban un poco más bajos. En ese momento cobró sentido lo que me había advertido aquel chico de ojos verdes. Me sentí muy incómoda, de inmediato pensé que había llegado a uno de esos mal llamados “gallineros” que tienen las empresas, en donde todas las jóvenes son fáciles y por eso todos los hombres les coquetean. Pero, ¿será que piensan que soy igual que el resto de las chicas? ¿O por eso mi jefe quería que me maquillara más? Yo sabía que iba a estar muy cerca de los clientes, y que mi trabajo era impulsar la marca. Pero no iba a ser coqueta con nadie.

Cuando por fin me tocó el turno de subirme al camión, me encontraba muy perturbada. Pues tenía que irme al lado del conductor. Él no paraba de preguntar cosas. “¿Dónde vives? ¿Hace cuánto vives ahí? ¿Qué edad tienes? ¿Por qué trabajas desde los 18 años?”. Era un hombre de aspecto muy normal. Su estatura era promedio. Tenía barba. Y cabello castaño. Entre más trataba de forzar una conversación, más nerviosa me ponía. Para no insinuarle algo que no era, me mantuve muy callada, introvertida y muy seria. El viaje hasta Bogotá se me hizo eterno.

Mi semana de trabajo transcurrió en un supermercado ubicado una cuadra antes de llegar a la calle 80 sobre la carrera 94. Era bastante grande. En el primer piso tenían cinco cajas disponibles para los compradores. En el segundo nivel se encontraba la bodega, allí pasaríamos nuestros recesos de 15 minutos, y hasta almorzaríamos entre las cajas, las veces que no quisiéramos comer en una cafetería. Me ubicaron al lado de una pila, muy ordenada, de paquetes de café. Estos estaban acompañados por una bolsa de azúcar, una promoción que estaba para aumentar las ventas del producto. Como era obvio me tocaba venderle a la gente el artículo, mantener organizada la pila de café y ayudar a los visitantes que tuvieran alguna duda del lugar o de donde quedaban ubicadas las cosas. Adicional a eso, la marca estaba organizando la rifa de una bicicleta, esto hacía más fácil impulsar la mercancía y volvía mi turno un poco más entretenido, pues tenía que recoger los datos de las personas que habían comprado de mi café.

Los trabajadores eran muy formales, siempre estaban pendientes de que estuviéramos cómodas. Uno de ellos, Camilo, un muchacho de 18 años, de piel clara y mejillas rosadas, color de pelo castaño claro, casi mono, y de color de ojos entre verde y azul, nos pidió el favor de que le ayudáramos a ordenar unas cosas. Nosotras no podíamos hacer eso, pero el supermercado estaba vacío, la música irritante de la emisora Olímpica Stereo estaba empezando a cansarme y, la verdad, no creía que mi jefe se fuera a enterar. Mientras ordenamos los paquetes de papas fritas, él realizaba varias preguntas, casi parecía un interrogatorio, pero lo hacía más que todo para iniciar una charla. Pero, me inquietó mucho cuando me preguntó “¿y tu esposo?”. No la verdad no tengo, “entonces, tienes hijos”. No tampoco y no quiero tener por ahora, “estas estudiando, ¿verdad?”. No, en el momento no. El otro semestre si las cosas se dan, “entonces, vives sola”. No tampoco, vivo con mi mamá y mi hermano, y pues mi papá trabaja en Estados Unidos y con eso nos mantenemos. Entonces soltó la pregunta que quedaría grabada en mi mente hasta este momento. “¡¿Para qué trabajas?!”. La verdad me dejó bastante sorprendida. Pero, con el mayor de los orgullos y con la frente muy en alto, le dije: "porque me gusta trabajar, no hay nada mejor que retirar del banco el salario que te has ganado con tanto esfuerzo". Tal vez parecí petulante, pero su cara cambió de repente. Se tornó más formal, más tierno y un tanto coqueto conmigo.

Mi puesto quedaba en frente de una isla de diferentes productos. Entre estos, estaba una marca de gelatinas y junto a ellas su impulsadora. A mi lado derecho estaba la joven que promovía una marca de arroz. Como las horas pasaban lentas, y lo que había por hacer no era mucho, las tres empezamos una charla. La promotora de gelatina era bastante extrovertida y un poco grosera; no era tan alta, tal vez de 1,60 metros; su cabello era oscuro y largo, algo que descubrí cuando salió de su turno; su piel era clara; se delineaba los ojos con una línea bastante marcada y los labios se los maquillaba con un rojo escarlata. Su uniforme era una camiseta blanca con el nombre de la marca, un pantalón naranja y unos Crocs blancos; todo su atuendo estaba sucio y manchado, lo que hacía que se viera desaliñada y con pocas ganas de trabajar. Independientemente de eso, era una chica con la que era muy agradable hablar.

Mientras hablamos, esta chica nos comentó que tenía gemelas, dos niñas que tuvo cuando tenía 15 y que para ese momento tenían tres años. “El papá de mis hijas no es que sea el más responsable, por eso no me fui de mi casa. ¿Para qué me voy a ir de un lugar donde me apoyan? No me habré cuidado cuando tenía que hacerlo pero tampoco voy a pasar necesidades”. Quedé en shock cuando nos contó. No sabía que decir. Y pues ¿qué se puede decir en ese momento? Lo único que salió de mi boca fue: debió ser muy duro, ¿no? “Claro, no es lo mismo educar a una niña que a dos, y menos cuando eres tan pequeña. Yo a ellas las amo y son mi vida; pero, te aconsejo que te cuides, por más de que uno no quiera muchos sueños quedan en el olvido y lo que querías se vuelve más difícil de conseguir”.

Durante el almuerzo y el receso de 15 minutos, hablé con otras impulsadoras que se encontraban en el supermercado. Todas tenían una historia que contar, un hijo, un esposo, cuentas que pagar y demás necesidades. Ninguna superaba los 24 años. Ninguna dijo que estaba trabajando porque quería. A ninguna le gustaba ese trabajo, pero todas lo necesitaban. Camilo tenía razón al sorprenderse de mis respuestas. ¿Una chica de 18 años que no tenga un hijo, una necesidad o alguna cuenta que pagar? En un trabajo en donde esas son las características que predominan. Eso debió ser muy extraño para él.

Luego de un número incontable de reggaetones, de vallenatos y de merengues, llegaron las tan esperadas siete de la noche. A las 7:10 ya estaba esperando el bus que me llevaba a mi casa. Media hora después estaba entrando a mi cuarto. Lo primero que hice fue deshacerme de los zapatos. Apenas me senté en la cama me di cuenta de lo cansada que estaba. Las plantas de mis pies blancos estaban rojas. Mi rodilla derecha, hinchada. Y en mi cabeza aún sonaban los vallenatos. Me puse mi pijama. Apague la luz. Y mientras abrazaba mi almohada, interiorizaba que ese día, iba a ser el primero de los próximos tres meses.