Casa de Extraños: sabores clandestinos que encantan a los comensales

Martes, 26 Septiembre 2017 20:23
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Me arriesgué a probar un restaurante clandestino bogotano. Con un menú de degustación descubrí el significado de comer con desconocidos.

 

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- “Y por ese no me gustó cirugía, hay doctores que no tienen humanidad. El ego lo tienen muy alto pues saben que la vida de un paciente depende de ellos... se creen dioses”, dijo Santiago, estudiante de Medicina sentado a mi derecha. -“Pues entonces la publicidad no es muy diferente de la medicina…”, sentencia Charlie. Publicista experimentado, sentado a mi izquierda. Pensé entonces, “yo le tengo un amor particular a la medicina, y no podía creer, al igual que mi amigo, que aquel hombre hubiera afirmado tan severamente aquella comparación”. Y para mis adentros confirmé: “esta será una noche interesante. Son los gajes de aventarme a cenar en un apartamento a puertas cerradas”.

Eran las 7:59 p.m. Durante unos segundos reconocí que era la primera vez que llegaba tan puntual a una cita. Frente a una edificación algo añeja, de cinco pisos, levanté la mirada para confirmar que el sitio, en donde reservé para ser uno de los 12 comensales, efectivamente fuera ese. El ascensor, con una primera puerta corrediza con rombos entrelazados, me dio la impresión de que el lugar no sería tan común. Efectivamente. El olor que sentí al acercarme siquiera a la puerta, me devolvió la confianza de haberme retado a mí misma. De obligarme a conocer otros sabores, otras sensaciones que sólo la comida, con su dulce, su picante, su amargo, su ácido puede revivir. Era un aroma a tantos sabores juntos, a cocciones perfectas, con toque dulce y delicado, pero con una impresión sutil de elementos ahumados.  

La puerta se abrió y de primeras me recibió una avioneta roja con blanco, del tamaño de una mesa de noche. Luego de curiosearla durante toda la noche, supe que había sido un regalo del primer amor del escultor culinario León, el chef. A mi izquierda, un pequeño balcón que no daba a ningún vacío, albergaba plantas colgantes que con sutileza movían sus hojas de lado a lado al ritmo del jazz que adornaba de manera perfecta el lugar. Casa de extraños iba sumando puntos, ese género musical siempre ha sido un generador de calma y relajación para mí. Todo era muy natural. Con una luz amarilla el protagonismo se ubicó en aquella mesa de madera, con vigas en sus lados, que fue el escenario justo para los personajes que luego me impresionaron con su belleza y sabor. No había sala. La cocina, como un detalle totalmente calculado, estaba a pocos pasos de mí. Así que, fui testigo del complejo y mágico arte de colocar cada ingrediente en su lugar.  

8:42 p.m. Tres bandejas de madera color mostaza arribaron a la mesa, como modelos elegantes y confiadas de sí mismas, en medio de una pasarela gastronómica. El primer paso, inauguró el desfile de ese menú de degustación que representó a las 5 regiones del país en 5 pasos. Reciban y contemplen a la Señorita Andina… Exquisito, simplemente provocativo en su totalidad. Ante mí, se ubicaron once tomates cherry rellenos completamente de queso crema acompañado de cilantro. Y como flores que adornan su florero, dos trozos de chorizo tostado. ¿Cómo me como esto? ¿Saco el chorizo primero?, me pregunté.

 

“La idea es que sea de un solo bocado. Déjense sorprender…”. La instrucción había sido dada. Así que, como un impulso ante tanta sublimidad contenida, mis dedos llevaron a mi boca el primer fragmento del rompecabezas de sensaciones que luego mi mente intentaría describir. Un mordisco quebró la colcha de queso que cubría el tomate, y las texturas blanda y crujiente se condensaron. Fue como un golpe en el paladar. Intenso, prolongado. Y, como quien quiere repetir el vértigo enviciador de una atracción en un parque de diversiones, volví a sentir ese suave pero potente sabor del primer paso. La señorita Andina, contoneando sus caderas con rebanadas de papas criollas diminutas, con su cáscara dorada y crujiente, fue el paliativo ideal para intentar que la explosión de mis papilas gustativas se contuviera por un un buen tiempo.

¿Y ahora? Queda un último tomate sobre cada bandeja. Todos mirábamos esas últimas pruebas del sabor andino. Creo que no era la única que pensaba en que sería una arbitrariedad tomarlo sin negociarlo. En ese momento, León se acercó y dijo “este es mi momento favorito. ¡Me encanta!”. Ninguno de los comensales entendió por qué, era incómodo sentir el impulso de no perder la oportunidad de degustar uno más de esos sabrosos tomates, pero también el respeto a los mismos deseos de los otros. “Es el momento en que ustedes negocian, y resuelven quién se llevará lo que queda en la bandeja. Si se fijaron, en cada una hay un número impar de tomates, lo que hace que siempre quede uno”, continuó León. La infancia de todos volvió y en cuestión de segundos la mesa se seccionó en grupos de tres y en coro se pronunció “Un, dos, tres: ¿Piedra, papel o tijera?” ¡La piedra rompe las tijeras! ¡Gané! Me gané el último tomate! Nunca he sido de buena suerte, así que no suelo estar en sorteos comúnmente, pero cómo no celebrar tremendo premio. Con una felicidad imposible de disimular, me gocé ese último bocado. Fue inaguantable cerrar mis ojos, comprimir mis labios y dejar salir un breve “ummm” por un potente sabor.

Tomé el vaso de vidrio grueso, de tipo Mason con una tapa metálica de enroscar, con la imagen de una rodaja de naranja tallada, y un pitillo en el centro, bebí un sorbo de agua saborizada con lulo y yerbabuena. Desde que había llegado, era mi segundo refill. ¿Tomo muy rápido? No estoy nerviosa ni tengo calor, me dije a mi misma. Tal vez es una manía que tengo, frente a no saber cómo seguir dialogando con mis acompañantes de mesa, concluí. De pronto, León solucionó ambas cosas. Me ofreció de nuevo más agua y de paso propuso una idea para conocernos más. Proponer preguntas. Y como anfitrión, arrojó: “Yo empiezo. ¿De qué forma les gustaría morir?”. Sin contención alguna, mis ojos se abrieron como quien reacciona a un susto. Siempre evado, lo más rápido posible, el tema de morir, y ahora él me pregunta ¿cómo ¡quisiera! morir? Evidentemente, no respondí. Aunque en mi cabeza rondaba la manera en que no quería morir: dormida.

9:19 p.m. La señorita Pacífico se asomó sobre la mesa. Un aroma a costa impregnó esa gruesa tabla de cedro, haciéndole justicia al porte del segundo paso. Canastas de coco rallado con tonalidad café claro por su textura tostada y compacta, estaban rellenas de queso, con pequeños camarones y un dip de habichuela en medio. Como sabor acompañante, nadaban en salsa de remolacha y clavos unas cebollas cañeras, que al final dejaban en el paladar un leve toque picante.

 

¡Es coco en forma de canasta! Me pareció sorprendente la posibilidad de compactar coco rallado, y más aún darle forma. Cuando mis dientes quebraron esa pequeña obra de arte, bañada en clara de huevo logrando que el sabor de coco tostado hiciera fusión en mi boca, el camarón y el queso costeño fueron sabores que florecieron en mí sensaciones nuevas. Con miedo al picante, pues soy hiper sensible a él, probé las cebollas que lograron demostrarme la manera en que lo dulce y lo picante se consiguen combinar. ¡Ves que era buena idea! Me dije mientras iba por la segunda canasta.

“Eso es Bossa Nova...”, me dijo Santiago con una expresión de total serenidad y agrado de estar en aquel lugar, refiriéndose a la melodía que de fondo teníamos. Noté entonces que el ambiente había sido pensado de pies a cabeza. Cada detalle generaba una sensación particular, por ejemplo, olvidar el suburbio en el que nos encontrábamos. Entre la puerta y la mesa, junto a la avioneta roja con blanco, estaban libros de cocina sobre recetas de pollo, o A comer con las manos cumpliendo con la función de engalanar ese ambiente tranquilo y plácido. Al frente, las iniciales del restaurante iluminaban el suelo de mármol gris mate.

Para continuar, Julián aventó su pregunta ¿Qué animal serían? Todos como por inercia ya tenían su respuesta. “Jmmm” ¿Seré un conejo o un caballo? me preguntaba. Y entre gatos, águilas, lobos, perros, palomas, serpientes...yo resolví ser un caballo. Ahí me di cuenta que, además de haber diversos medios que permiten interactuar a las personas, estas preguntas no sólo arrojaban un tema de conversación sino también datos de la personalidad de quien teníamos en frente.

9:52 p.m. Nunca antes había logrado hacer la distinción entre el Pacífico y el Caribe. El tercer paso consiguió evidenciar esto. La Señorita Pacífico llegó imponente. “Todo esto son fritos, así que los que estén en dieta… a abandonarla por hoy”, sugirió entre risas León. Croquetas de plátano maduro, previamente asados, mezclados con queso costeño y una pizca de canela. Unas bolitas con un sabor feroz. Cogidas de la mano con nidos de magenta, una fusión de trocitos de pescado sazonados con pimientos, tomate y cebolla. Mi madre siempre me ha regañado por “comer por los ojos”, que, en el adagio popular, refiere a elegir qué probar a partir de cómo se ve. Generalmente optaba por no probar, pero esta vez, No… no supe qué probar primero.

 

Con una cara de ilusión profunda, añoré en ese instante lo siguiente: ¡Mi papá debería de probar esto! De las personas que conozco, él es el único que en realidad degusta los matices del sabor del pescado. Si es ahumado, si es frito, si es de hoy incluso. Así que debía ser él quien estuviera sentado en mi silla, y sentir en su paladar la magia de esa pequeña prueba del Caribe. Ojalá hubiera podido guardar un fragmento y llevárselo. Se lo merecía.

Miré hacia arriba y contemplé la lámpara que llevaba alumbrando la impecable cena durante ya casi dos horas. Con bombillos de estilo antiguo, alargados y luz amarilla, el comedor tomó una atmósfera amena, fue confortable estar allí sentada. Así que le pregunté a León la tienda en la que la compró. “Yo la fabriqué. Eran las lámparas que tenía este apartamento antes de remodelarlo”, me respondió. Santiago y yo quedamos atónitos. La lámpara, de tres bombillos, colgaba del techo formando con los cables un laberinto que parecía unir un bombillo con otro. “Creo que esa es como la ideología de mi vida. Crear y crear”, dice con emoción sincera el chef.

Ante la espera de la siguiente sorpresa, Charlie pregunta “si pudieran tener un super poder, ¿cuál sería?”. Realmente confieso que no sé, siempre he pensado que los superpoderes tienen, cada uno, un contra. Si lees mentes, te enterarás de cosas indeseadas. Si viajas en el tiempo, tienes riesgo de querer quedarte y cambiar el futuro. Y si eres invisible, hay situaciones en donde no habrá sido bueno estar. Filosofando en mi mente caigo en cuenta que soy muy suspicaz, más frente a situaciones que no son reales. ¡No suelo imaginar tanto!

10:22 p.m. Con su sazón andante, la señorita Orinoquía nos sirvió a la mesa tres bandejas repletas de sabor. Lomo al trapo, en trozos pequeños y suaves. La textura era blanda y fibrosa, pero los dientes lograban morder sin mayor esfuerzo un trozo de carne que llevaba impregnado el aroma a lavanda. Pareciendo no ser suficiente, mazorca desgranada acompañaba de manera delicada al lomo. Desde que vi las mazorcas quemándose en la cocina, estaba esperando a que esa delicia, mi comida favorita además de la pasta, llegara a la mesa.

Estábamos preguntándonos todos por la idea de León, cuando se acercó a contarnos que la mesa fue ampliada por él. Que el número de comensales fue pensado como el límite para que las personas socialicen y adicional a esto, la medida de la mesa, de 75cm de ancho y un metro con ochenta centímetros de largo, es el margen ideal en el que el ojo no pierde el panorama y por tanto la confianza se mantiene.

Finalmente, a eso de la 11:14 p.m. una sorpresa magnífica llegó a mis papilas gustativas. Mi paladar no sabe después de eso resistirse a salivar cada vez que pienso en este quinto paso. El postre que nos presentó la señorita Amazonía. Con una crujiente lámina de masa filo, que se deshizo en los labios con sólo tocarlo, vino como una avalancha un sabor dulce como el arequipe. Esa característica inigualable de desaparecer en la boca, es una de las propiedades de este tipo de masa, que, incluso, parece papel antes de comerla. Esta cubierta es proveniente del Medio Oriente, de Turquía y de los Balcanes, que se reconoce por presentarse en forma de hojas muy delgadas, casi translúcidas.

 

En ese instante recordé la aclaración de León al mencionar al Medio Oriente como uno de los lugares que más influyen, culturalmente, en su gastronomía. ¿Puede haber en el mundo algo más delicioso que esto?, pensé apretando mis labios y saboreando con mi lengua la suave crema, sintiendo el azúcar gelatinoso que cubría la diminutas pero precisas fresas en la cima de aquel postre. Por un momento sentí con nostalgia pasajera que me hostigaría. Cuando un delicioso y sorprendente ácido ¡salió! de lo más profundo del postre. Había llegado el arazá. En aquel momento conocí la fruta más ¡exquisita! que he probado en mi vida. Una de las pertenecientes a la familia de la maracuyá. El sabor fue tan indescriptible, que para sorpresa de todos, seccioné el postre en tres con la esperanza de no terminar nunca. De poder hacerlo duradero. Así que en tres bocados me comí un postre circular con un diámetro de tres centímetros. Fue sentir cómo una crema suave y acaramelada, ascendía hasta mi paladar con un fino dulzón, como avisando que cerraría la noche. Cuando de pronto, como corriendo para no ser dejada de lado, arribó una espesa pero delgada pócima de aquella fruta ácida, que llegó para inundar mis papilas gustativas.

11:56 p.m. Me levanté para ir al baño y cuando volví reparé en que era casi medianoche. Santiago debía estar temprano en su turno y yo en clase, así que nos despedimos de primeras. Cortando la conversación de profesiones y proyectos de vida, León se levantó de la mesa hacia la cocina, en donde le cancelamos treinta y cinco mil pesos cada uno. La verdad es que fue una promoción de gangas pues el costo por persona es de setenta mil. Para sorpresa de todos, resultamos siendo de los últimos que nos fuimos, pero hay un dicho que dice “el que ríe de últimas, ríe mejor”, y ¡así fue! Nos llevamos para nuestras casas, un recuerdo de Casa de Extraños. Aunque, más que delicias, nos llevamos la sensación de comer con otros, de degustar diferentes texturas y esencias con personas de las que no sabes ni el apellido.

La noche acabó con una impresión mágica. Se manifestaron sensaciones que no conocía. Había olvidado percibir los sabores, olores, incluso texturas de lo que consumía en el día. Alguna vez me entretuve descubriendo los puntos de la lengua en los que los sabores se sienten más. Pues esta noche, creo que esas zonas puntuales se revolvieron, fue un festín de sabores que mezclados dejaron en mi memoria sensaciones inolvidables. En donde el paladar contempló la fiesta de orgasmos culinarios.