El vivo que vive del muerto

Martes, 28 Mayo 2013 06:37
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Como en una escena típica de la película de horror y terror Saw o El juego del miedo; así se siente entrar en el laboratorio de una funeraria donde se realiza una profesión poco conocida. Su nombre, la tanatopraxia.

||| ||| Foto: Alejandra Soler|||
1900

Avenida Caracas con 51, cuatro de la tarde. El trancón empieza a formarse en las calles de Bogotá, se acerca la hora pico. El ruido de los pitos de los carros es desesperante. Un título llama la atención “Funeraria Inversiones y Planes de la Paz”.

Al ingresar en la funeraria, el ambiente cambia. El silencio también se torna desesperante. Aparece Gabriel Higuita, paisa, de 32 años. Profesión: técnico profesional en tanatopraxia. La palabra proviene de thanatos: muerte y praxia: práctica. Algo como práctica con la muerte -explica- más fácil. “Prácticas que se llevan a cabo sobre un cadáver para conservarlo, higienizarlo y cuidarlo estéticamente para presentarlo a sus dolientes familiares”, manifiesta.

Todo se realiza en un laboratorio escondido en la parte de atrás de la funeraria, alejado de los clientes, sólo ingresa personal autorizado. La muerte sigue siendo hoy día un tema tabú en la sociedad colombiana. Se le teme a la muerte. El tanatopractico vive de ella.

Higuita ingresa en el laboratorio, un cuarto de 4x6, paredes blancas, luces por doquier iluminan cada rincón del recinto. Frío, mucho frío. En la mitad de la sala hay dos camas metálicas, en una se encuentra el cadáver de una persona, su nombre: Miguel Gutiérrez, edad: 83 años, causa de la muerte: infarto. Higuita tiene todo un ritual. Debe protegerse físicamente de cualquier enfermedad. Se tapa la boca y el cuerpo con un traje especial, parece un científico de esos que aíslan a la población cuando hay un virus mortal en las típicas películas de Hollywood. Se pone los guantes de látex y empieza a trabajar.

Antes piensa, “llevo diez años realizando este trabajo y creo que ya superé el miedo a morir”, cuenta. Eso me ocurrió hace poco más de cinco años. Iba camino para Santa Bárbara, Antioquia. Debía preservar el cuerpo de un difunto. Viajé con los hijos de la persona muerta. Cuando llegamos empecé con mi labor y casi terminando la preservación escuché tiros, salí a ver y Dios mío, mataron a los hijos del señor que arreglaba. Había viajado con ellos y ahora estaban muertos y me tocaba preservarlos. En ese momento entendí que la muerte es lo único seguro que tenemos.

Miguel, el difunto, espera a ser preservado. Higuita termina de contar su historia, mira el cadáver y dice, “es viejo, no me duele arreglarlo, en verdad no me duele arreglar a nadie, ni a los niños, le tengo mucho respeto a la muerte. Todos algún día moriremos, tarde o temprano”.

Coge un cuchillo y le hace una incisión al muerto a cinco centímetros de la clavícula, un poco más arriba del músculo esternocleidomastoideo. Después corta la arteria aorta para sacar la sangre y paso seguido coge la arteria carótida, pero la función de ésta es totalmente contraria, la de introducir el formol, un antiséptico que conserva los tejidos y retarda la descomposición del cuerpo. Debido a su fuerte olor es mezclado con alcohol etílico y algunas veces con glicerina u otros productos.

Una vez termina este primer paso, hace lo mismo, pero a la altura del ombligo. Al introducir el formol, éste aspira los gases de los intestinos y todo lo que queda en las cavidades del cuerpo. Con eso se logra que no se descomponga.

Finaliza, tapona los orificios con aguja e hilo para evitar que se salga el líquido. Después baña y desinfecta el cuerpo antes de vestirlo. El viejo Miguel tirado en una cama de metal, parece un muñeco de año viejo. Su rostro refleja la edad, al igual que las manos, blancas y arrugadas. Higuita empieza a vestirlo con la ropa que trajeron sus familiares. Medias grises, pantalón de pana gris, camisa amarrilla con terminación de cordones en el pecho que disimula la pequeña incisión que sufrió poco tiempo antes, chaqueta gris y un rosario de pepas grises encima. Quedó lindo el viejo Miguel, visiblemente agradable, de esta manera se podrá aminorar el duelo psicológico de la familia. Falta lo más importante, el maquillaje.

Pero antes Higuita toma un descanso, está exhausto. Respira, toma asiento en una pequeña butaca que hay en el laboratorio. Y explica, -está profesión es pura pasión. Al que le gusta le sabe realmente-. Continúa. Empecé a los 22 años por curiosidad y con el tiempo me enamoré de este trabajo. No gano tan bien como quisiera, la verdad, por eso digo que es pasión. El millón 200 mil que recibo no me alcanza para mucho, para los gastos. Es una profesión mal paga. El valor simbólico del oficio es muy grande pero el valor capital no tanto. Lástima, no todo es perfecto.

“Cuando hablo del valor simbólico del oficio, me refiero que al ver estéticamente presentable el cadáver, los familiares podrán superar el duelo psicológico, ya que lo ven como era en vida. Se borra cualquier marca de sufrimiento o enfermedad. Esto psicológicamente es fundamental. Ver a su ser querido como si estuviera dormido, ayuda mucho”, asevera Higuita.

Al finalizar su reflexión se levanta del asiento. Debe terminar con Miguel, ya casi se lo llevan para ser velado. Higuita se dirige a un estante lleno con productos de maquillaje y cremas. Aplica Lubridem en la cara para suavizar la piel, ya que está un poco seca por el formol. Después coge la base y se la aplica en los cachetes y en la frente para que coja colorcito. Miguel impresiona con sus ojos azules abiertos, por eso Higuita se los cierra. Acto seguido, lo peina y le echa vaselina en los labios para humectárselos y mantenerlos cerrados.

“Aquí llegan más personas mayores que niños. Más mujeres que hombres. Y las causas de fallecimiento más común, la natural”, comenta. Higuita se nota cansado, lleva más de hora y media con Miguel. Arreglo a diario en promedio tres cuerpos. Algunos días cinco, otros siete pero mínimo, tres. A esta hora ya me siento físicamente agotado, explica.

El reloj pequeño que está ubicado en la estantería del maquillaje marca las seis menos cuarto de la tarde. Higuita le da los últimos retoques a Miguel. Recorre todo el cuerpo. Pasa la mano por las partes arrugadas del pantalón, la camisa y la chaqueta. “Todo está listo”, dice. Tiene cara de satisfacción.

Ingresa por la puerta el ataúd conducido por uno de los operarios de la funeraria. Viste una camisa blanca, corbata verde, pantalón de lino y zapatos negros. No tiene protección. Abre el féretro marrón con bordes negros. Adentro el cajón está forrado con tela blanca. El operario, de nombre Roberto, e Higuita cogen al difunto y lo ponen dentro del sarcófago.

Una vez adentro Higuita arregla los últimos detalles de Miguel. Sitúa las manos del muerto a la altura de su cintura, una sobre la otra. El rosario de pepas grises lo pone derecho y visible. Peina por última vez el cadáver antes de que Roberto ponga una pantalla de plástico entre la cabeza y la cintura de Miguel para que pueda ser visto por sus familiares. Una vez realizado todo, Higuita cierra el ataúd, se echa la bendición y sus últimas palabras son: ¡qué en paz descanse!

Seis y cuarto de la tarde. -Terminé mi labor- dice. Después se quita el traje especial, se desinfecta y se va para la casa a esperar los muertos de mañana.