Entre látigos y cabinas: dos fiestas sexuales en Chapinero

Lunes, 26 Agosto 2019 10:06
Escrito por

La escena underground de Bogotá vista desde dos miradas distintas, la rutina y la primera vez en una orgía. 

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  • Coautor 1: Juan Camilo Suárez Ramirez
  • Coautor 2: Diana Katherine Rodriguez Triana
  • Coautor 3: Ilustraciones: Laura Rincón

Me encuentro tiritando en medio de la calle 13 de la ciudad de Bogotá, justo al frente del Sena de la 65. El frío de la noche se logra colar en lo más profundo de mis huesos, me hace sentir constante ardor en las mejillas. Cada músculo de mi cuerpo tiembla como si me encontrara en la cima del monte Everest. Pero, no es el frío lo que me hace tiritar así. Realmente es la ansiedad. Estoy a punto de entrar en un lugar desconocido, donde el sexo depende del control de unos sobre otros. Una fiesta BDSM: Bondage (amarrarse), Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo.

El mundo subterráneo en Bogotá es, tal cual como lo traduciría su homólogo inglés, underground. Es un mundo del cual no se tiene mucho conocimiento, pero sus individuos estarán ahí para recibirte con brazos, látigos y arneses abiertos. Aunque esta experiencia era nueva para mí, sentía miedo y curiosidad de saber qué pasaría. Eran las nueve de la noche y aún no nos dejaban entrar. Mientras pasaba el tiempo mi cabeza no dejaba de preguntarse cosas: ¿cómo sería? ¿Cómo comportarme? ¿Qué decir? Poco a poco se iban juntando los hombres con las manos en los bolsillos y sus chaquetas cerradas y gruesas.

Cuando llegó la hora de entrar, casi sentí un alivio, pero el miedo que tenía se duplicó. No pude evitar aferrarme a la chaqueta de cuero de Camilo, ya que venir acá fue su idea. Una puerta con un letrero de "cabinas de internet / fotocopias en el segundo piso" se abrió y un joven en unos suspensorios, calzoncillos con una abertura en la parte de atrás, salió a recibir a los cuatro hombres que me acompañaban y, claramente, a mí, la única mujer.

 

 

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Sentí gracia al recordar a Diana en la orgía BDSM a la que fuimos. Ya estoy acostumbrado a la temperatura mientras me desplazo por Chapinero en las noches. Siempre recuerden caminar rápido, subirse la cremallera de la chaqueta todo lo que les dé y, en la espera, lo mejor es sacar un cigarrillo. Es común ver a muchos hombres que recurren estos sitios saltando de un lado a otro a lo largo de la carrera 13, es un ritual, una danza de cuerpos que se da cada noche en la comunidad gay.

Por mi parte, mi historia no se ubica en la misma fiesta que Diana. Estoy en un lugar llamado cabinas de la 63. De un tiempo atrás me acostumbré a venir a lugares así con mi grupo de amigos. Esa tarde había una orgía de sexo en vivo, empezaría a las seis de la tarde, pero el sitio abre sus puertas desde las 11 de la mañana.

Este evento es mucho más tranquilo, es el show de viernes. El costo de la entrada de ese día es de 15 mil pesos, la fiesta a la cual asistimos con Diana costó 45 mil pesos, por la barra libre y el servicio toda la noche. El jóven de la caja me saluda a la entrada, siempre que vengo lo veo con la misma gorra de Superman y camisetas de gimnasio. Ya me conoce y me entrega la llave de la cabina #15, es donde me gusta sentarme pues el pasillo me deja apartado del bullicio de la sala de vídeo, una sala en donde el ruido es lo primordial. Me pregunto cómo se relacionan las personas entre tantos sonidos.

La sala está llena de hombres que cruzan sus miradas, la mayoría tiene las manos en los bolsillos mientras recorre el espacio dejando su aura sexual. Es evidente, todos ahí quieren “culiar”. Pero nadie habla, nadie interactúa, todo se da por miradas. Este no era como el ambiente BDSM, donde el diálogo y la interacción entre los cuerpos desnudos, o con rudimentaria sado, son la base del encuentro sexual. 

 

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Ya me encuentro dentro de la fiesta BDSM, Camilo está a mi lado en la larga hilera de casilleros que reciben la ropa de todos a mi alrededor. Arneses, látigos, prendas de cuero y condones, muchos condones, empiezan a aparecer mientras los jeans y las camisetas aguardan doblados en las cajas de metal. Por mi falta de cercanía con este ambiente tengo que desnudarme a unos cucos cacheteros rosa y un brasier negro que no combina. Me cubro con la chaqueta de cuero de Camilo, esa sí la dejan entrar al recinto, pues pasa como prenda leather (tribu urbana que sexualiza el uso del cuero).

Entramos y las luces de neón son lo único que me indica dónde queda la pasarela y la pista central. Es raro, parece un bar común y corriente de chapinero, de esos que tienen sillas chiquitas y mesas redondas. Pero al fondo se ve la entrada a otro cuarto, es donde se encuentran las sillas de cuero, los caballetes y algunas cruces de madera en los extremos de la sala. En el centro hay un columpio de cuero colgando de cuatro cadenas de hierro. Un hombre está ahí acostado, con las piernas amarradas a dos tiras de cuero en cada lado.

Miedo, repudio. Nunca había estado en un sitio donde alguien más estuviera teniendo relaciones sexuales. El pudor me limita y debo retroceder. Así que en la zona del bar decidimos empezar con el trago gratis, y ya no soy la única mujer. Detrás de la barra veo a una chica, casi de mi misma edad, con una máscara de látex y una gargantilla en el cuello de donde sale un anillo gigante. No entiendo cuál es su uso, busco en internet por el celular y es un anillo de sumisión, el cual debe ser adornado con el candado que te de tu dominante. Ella nos ofrece vodka, guaro o ron con sprite o coca cola. Me voy por un típico cuba libre, para bajar los nervios.

Aunque intento no quedarme mirando es imposible no sorprenderme con las cosas que veo alrededor. Al lado mío pasa un joven en máscara de perro en neopreno y una cola de plástico que sobresale de su ropa interior, va gateando en medio de la sala ladrándole a una de las dominantes que está justo en frente. Siento escozor en la piel, no es mi ambiente, no estoy cómoda. Siento todos los ojos encima de mi cuerpo, aunque trato de cubrirme con los brazos o con la chaqueta de cuero. Las miradas sexuales abundan el espacio.

Me siento frustrada, abrumada de estar en este espacio tan intimidante para mí. Incluso con el cuba libre encima y los múltiples sorbos que he robado de la bebida de Camilo, no me relajo. El ambiente abruma los sentidos, las luces, la música, los gemidos de la gente y el constante mirar de las personas hacen que todo alrededor sea como una tarde ajetreada en el centro de la ciudad. Han pasado apenas 40 minutos y ¡ya no puedo más!

 

 

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A diferencia de la fiesta a la cual asistimos con Diana, que solo duramos hasta las 10 de la noche, en la orgía de Cabinas de la 63 duré casi cuatro horas adentro. Este ambiente te consume y el tiempo pasa como si tuviera un bolardo en la manecilla de los minutos. Cuando salgo de allí odio ver que ya es de noche, porque en ese momento sé que pasé más de lo que debía pasar encerrado en ese sitio. Son las 7 de la noche, este sitio tiene sus puertas abiertas hasta las 10 (pero si la faena está muy buena dejan a los asistentes recorrer el lugar hasta las 12 de la noche). 

Llego a mi casa, me cambio y finalmente me acuesto pensando en todo lo que había pasado en cabinas, la música, las personas, las practicas que rondan por este lugar. Algo muy común para mí. Pero, cuando hablo con Diana entre risas me muestra su nerviosismo por la experiencia que había vivido en la orgía BDSM.

—Parce, yo allá no vuelvo, me sentía frustrada. Tenía miedo de que me pasara algo… Igual yo sé que no iba a ser así — me escribió Diana por Whatsapp.

—Jajajaja no sea cobarde, usted sabe que en el fondo la pasó rico, no fue tan grave ––

––Igual no quiero volver por allá, fue chévere conocerlo y sentir la nueva experiencia, pero eso es algo que solo a los que les gusta lo disfrutarían.–– 

 En estas fiestas se dice que  hay algo para los gustos de todos. Pero no a todos les gustan. Vivir esta experiencia abre la mirada a otros deseos, otros fetiches y nuevos mundos. Un mundo subterráneo al que te puedes acostumbrar o salir corriendo a la superficie.