El correr de un stage manager

Lunes, 25 Septiembre 2017 17:22
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Guitarra, bajo, batería y voz estrellaron los oídos de la gente. Al otro lado, cauteloso y meticuloso, detrás del telón, estaba atento a cualquier emergencia musical.

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Cuando llegué, le marqué a Oscar, el stage manager de Lika Nova, banda que lanzaba su álbum debut. “Pana, estoy re ocupado con el montaje. Márquele a Levy”, contestó acelerado. Curiosamente Levy, bajista de la banda, iba bajando y nos encontramos en la entrada de Armando Records, sitio donde tocarían. Me dijo que iría por una base para un teclado y que cuando volviera entraba con él porque no estaba en lista.

Durante mi espera comencé a detallar la entrada de Armando Records, que, aunque oculta entre un Office Depot y una remontadora de calzado, se alza fuerte desde los martes para dar una rumba alternativa a los bogotanos. Tiene una puerta pequeña que queda sobre la calle 85 por donde pasan máximo dos personas a la vez. Arriba, un letrero en luces amarillas y rojas, opacado por un árbol que recuerda en dónde se está; en Armando.

“Listo, bro. Espérame, subo y te anoto. Ya subes”, me dijo Levy apenas regresó con la base cargada en los hombros. Por el radio del vigilante que estaba en la puerta dieron la autorización, “sí, que sigan, que sigan”. Yo estaba con la novia de Levy y nos preguntaron los nombres a ambos para anotarnos en la lista de la portería.

Montaje

El toque era en el tercer piso, en el rooftop como le dicen allí. Cuando llegué miré la tarima y estaba Oscar moviéndose de un lado al otro. “Ya lo saludo bien”, me dijo y pasó corriendo por el lado.

“Dale tombs” le decían desde el máster y él tocaba los tambores de la batería. “Prueba el micrófono, man” y él hablaba por ahí. “Conéctame ese XLR, perri” y pal otro lado. “Mira los in-ears, porfa” y se ponía los audífonos a los cuales llegan el sonido de los instrumentos en tarima. “Ese patch no sirve” y desconectaba el micrófono de la batería. No paraba. No había descanso.

Había que cuadrar la zona de merch, donde ponen los productos para vender de la banda, y ahí me volví parte del staff. Con la novia de Levy y Josué, baterista de la banda, conseguimos dos mesas que forramos en tres telas; una amarilla, otra verde y otra rosada. Atrás colocamos unas luces frías que forramos en papel celofán rojo para que llamara la atención del público. Botones, carteles, el disco, calcomanías, todo listo, pero Oscar seguía montando;  corriendo.

“Qué hambre, marica”, dijo Josué, a lo que respondí, “¿no has almorzado?”. Estaban desde las dos de la tarde haciendo el montaje y ya eran las cinco, pero todo el “voleo” de llevar cosas hasta Armando había empezado a las once, o sea que solo estaban con el desayuno nada más. “Así toca, bro”, me dijo y se subió otra vez a la tarima para terminar de montar todo con Oscar.

Lista batería. Listo bajo. Listas secuencias. Lista voz. Listo micrófonos de invitados. Listas luces. Listo todo.

Soundcheck

Luis, vocalista de la banda, antes de montarse a probar los instrumentos, me saludó. “¿Muchos nervios?”, le dije entre nervioso y asustado, porque él es de esos manes grandísimos que bien pueden ser una chimba o pueden destrozarte en un segundo; un teddy bear o un oso grizzly. “Todavía no, perro. Ahorita que vea a la gente y se arme la fila”, susurro con la mirada firme en el escenario.

“¿Preguntas?”, dijo Oscar ya después de que se montaron todos para iniciar la prueba de sonido y él se bajara a mirar todo. “No, todo bien”, le respondí. Me miró con incredulidad y siguió, pero yo no lo iba a detener. Tenía mil dudas, pero cualquier demora, cualquier error afectaba el caótico orden y yo no sería el error en la mezcla.

Una canción, “mete el synth por estéreo y no por mono”. Otra canción, “dame más bajo y dame más voz”. La tercera, “la batería suena hermoso”. La cuarta. La quinta. Todo el sonido perfecto y desde abajo, desde donde estaría el público en unas dos horas más, alguien gritó: “¡BUENA MIS PERROS!”.

Todos se desconectaron y nos fuimos a comer. Bajamos por una salida casi secreta, al otro lado de donde la fila se estaba armando y llegamos al KFC que queda justo en frente. “¡Qué filo!”, dijo Oscar, “marica, no había comido desde las diez”. Todo el mundo se relajó, sonaba Katy Perry, Paramore, Thirty Seconds to Mars y Bruno, también Mars. Risa aquí, risa allá. “Sácale un cover a ese tema”, se gritaban irónicamente de mesa a mesa. Había que relajarse un poco.

10:00pm. A la tarima.

Concierto

Banda al camerino, manager al camerino, fotógrafo al camerino, Osquitar a la tarima. “Yo me voy allá a ver qué tal está todo”, fue lo único que musitó. Pasó entre el público como un espectador más y solo corrió una cortina para entrar a la tarima donde comenzó a revisar todo.

Una luz blanca proyectó todo el escenario y un afro se pintó al lado. El metro sesenta de estatura de Oscar no fue mínimo. Banda arriba y él pendiente, callado, concentrado. Entra el pedal del invitado, saca el pedal. Recibe la guitarra a Luis, le pasa otra. El micrófono del invitado se alza, pero después desaparece. Todo en manos de Oscar.

Todo el mundo coreaba las canciones, bailaba, saltaba, gritaba, se miraban. Un desfile de luces y el movimiento de cabezas en la banda. Había un silencio impronunciable en la tarima. No de la banda, sino el del stage como abreviaban el cargo; el de Osquitar.

Post-concierto

La banda bajó hasta la zona de merch que estaba en la entrada del rooftop de Armando. Todos los fans se abalanzaron sobre ellos a ver qué botones llevarse, qué calcomanías. Ven, una foto por aquí. Ven, fírmame el álbum. Ven, un abrazo. Ven, severo.

En el otro extremo estaba Oscar recogiendo cables, guardando micrófonos, quitando las cintas, desarmando bases, abriendo estuches, cerrando estuches. “Voy a bajar los instrumentos y le hablo, man”, me dijo, pero yo no lo solicité. Con el mismo frenesí que armó, estaba desarmando. Subió y bajó las escaleras unas siete veces, por lo que ya no parecían tres pisos, sino veintiuno. “Voy, voy”, me decía, pero seguía sin solicitarlo. Mi presencia, si bien no lo alteraba, le sumaba otro compromiso. Una gota de sudor bajó por su frente, rozó sus gafas y se perdió en su barba. La tarima, de seis metros de larga y dos metros de ancha, vacía, como Oscar al intentar dar un paso más.

“Listo, perri. ¿Cómo fue?”, me dijo con la voz exhausta y un suspiro antes. “No, fresco. Ya está”, le respondí. “Breve, man. ¿Ya se va?”, añadió, a lo que asentí con la cabeza y bajé los tres pisos, veintiuno para Oscar.

Me subí a un Toyota Corolla blanco que me estaba esperando y estaba sonando La 92 con su típico reggaetón de fondo. Yo me fui a dormir, la banda se quedó firmando autógrafos en su momento de fama y Oscar atrás, mamado, pero con el conocimiento que son casi siempre dos toques semanales. Al otro día le toca otra vez “camellar” con una banda diferente como viene haciéndolo desde hace dos años; actuar tras el telón, confundirse con el frenesí, todo lo necesario para que la banda on stage la vuelva a romper mientras él seguirá manteniendo su anonimato musical.