Fue un viejo refrán, a rolling stone gathers no moss (a la piedra movediza nunca moho la cobija), el que dio pie a la expresión ‘rolling stone’. Se les llamó así a los trotamundos que viven de ciudad en ciudad sin quedarse mayor tiempo. Fue todo un ‘hit’ el siglo pasado cuando músicos de carretera empezaron a bautizar sus viajes como ‘rolling’ y aún más cuando cierta banda con el mismo nombre, The Rolling Stones, llegó a la fama.
Lo cierto, es que yo tendré mi propio ‘rolling’, señor lector. Sí, créame, pero no eleve sus expectativas. Aunque puede ser muy diferente a lo que se está imaginando. Va a ser algo más rápido y menos sofisticado.
No tendrá viajes a grandes ciudades, ni bares, ni escenarios grandes, mucho menos de músicos que me acompañará durante mis presentaciones. Mis espectadores no pagarán la entrada para oírme cantar. Eso sí el bus será grande, articulado. Será tan grande que me servirá también de escenario. Imagíneselo, dos rectángulos de latas rojas y gigantes unidos por un acordeón gigante de metal y plástico con un letrero gigante que diga ‘Transmilenio’.
‘Transmilenio’, señor lector, es el nombre con el cual se bautizó al medio de transporte que más personas moviliza en Bogotá. Transporta 1, 926,985 por día y cubre gran parte de la ciudad. Ahora, si usted se ha quedado un tiempo en la capital, notará que el ‘rolling’ que le contaré no es algo nuevo en la cotidianidad bogotana. Es un show que se repite con frecuencia en toda la ciudad y presenta formatos para todos los gustos: rap, reggae, rock en español, hasta música de series animadas. Pero no es un show sencillo de realizar. Requiere de ciertas aptitudes: equilibrio, manejo de escenario, pérdida de la timidez, pero sobre todo, hambre.
La mayoría de personas que lo hacen alrededor de la ciudad no lo hacen por amor al arte, o porque Dios o el destino les dio el don del canto. Es la necesidad de subsistir lo que lleva a Ian Stuary, estudiante de la Academia de Artes y Letras, o Andrés Gutiérrez, estudiante de la Universidad Distrital, a pasar los días ‘de rolling’ por Transmilenio.
Ahora que sabe, querido espectador, que mi ‘rolling’ no es algo de burla, sino que atañe a muchos, incluso a usted mismo, déjeme contarle mi experiencia.
I
El primer día de ‘rolling’ es sábado, día lluvioso y grisáceo. Las gotas golpean como redoblantes sobre el metal de los carros y en mi nariz se empieza a impregnar el olor a tela mojada. Yo salgo de mi casa y me cuelgo la guitarra. La estación más cercana está a más de un kilómetro de mi casa. Pienso en caminar a la estación, pero desisto, pues el agua cae torrencialmente y es una distancia considerable por recorrer. Camino hasta la parada de bus más cercana y espero un bus complementario, buseta color naranja que acerca a sus pasajeros a la estación de Transmilenio.
Me paro en el lugar designado para esperar los buses. No hay donde refugiarme de la lluvia, mala suerte la mía. Espero. Uno, dos tres, cinco, diez minutos, no pasa buseta. Estoy mojado y temblando. Hace frío. Por fin llega el vehículo y entro con afán. Aprovecho la cantidad de personas que hay para ganar un poco de temperatura. Me paro junto a un hombre que con cierto estrés agita la pierna derecha, parece tener afán por llegar la estación Alcalá, sobre la Autopista Norte con Calle 134. Lo que queda es subir el puente peatonal que lleva a los vagones, pagar el pasaje y entrar.
El bus llega a la estación y la lluvia no cesa, es más, empeora. Me bajo, pago mi pasaje, como buen ciudadano, y entro en la estación. En el segundo vagón de la estación me espera mi compañero de viaje, John Mira. John es un tipo muy delgado, de cara alargada, ojos oscuros y la piel morena como el roble. Lo saludo con cierta ligereza y me sumo a la primera fila que veo. Es un K23 Portal El Dorado. Según el monitor demora cinco minutos.
Los cinco minutos tienen que ser suficientes. Tengo que olvidar el miedo a equivocarme, dejar la timidez a un lado, decir el discurso planeado, recordar los más de dos años de clases de guitarra y técnica vocal, y, por último, dejar la pena en pedir plata. Lo había pensado todo la noche anterior. Lo ensayé hasta la madrugada. Sé con qué palabra empezar el discurso y con cual culminar. Sé las armonías, las melodías y las letras de las canciones, el orden con que iba a pasar por los puestos pidiendo plata. Lo recuerdo todo.
Pero el monitor cambia a cuatro minutos, se me olvidan los acordes; tres minutos, no recuerdo las letras de las canciones; dos minutos, ¿cómo era el discurso?; un minuto, ya no hay tiempo. Llego el bus.
Me acobardo. No entro.
II
Dos articulados más pasaron y yo sigo sin estar preparado. Me siento como un niño aprendiendo a montar bicicleta que justo antes de subirse al vehículo tiene miedo a caerse. John me da ánimos y me dice que en este sí, que en este tengo que montarme. El bus llegará en cuatro minutos y aunque ya no recuerdo todo lo que practiqué ayer, ya es hora de perder el miedo y entrar. Así que me armo de valor, dejo de mirar el anuncio de horarios y me digo “la tercera es la vencida”. Volverá a ser un K23.
Llega el articulado y vuelvo a sentir nervios. Pero tengo que subirme a ese, no hay de otra. Así que cierro los ojos y entro sin hacerme más preguntas.
Ya adentro abro los ojos y comprendo que no queda de otra, es mi debut. Espero que todas las personas entren al articulado. Espero a que se acomoden y me dejen un espacio donde presentar mi show. Las puertas están llenas y el único espacio posible es el acordeón que une los dos vagones del vehículo. Me muevo allí y empiezo el ritual.
Para evitar la pena no levanto la cabeza. Así que abro el forro donde cargaba la guitarra con lentitud, reviso que estuviera afinada dos veces y me la cuelgo en el cuello. Todo parece bien. Así que alzo la cabeza y miro a mi público. Me sonrojo. Son casi 40 personas. El pasillo es un infinito de sillas y personas paradas. Parece una pesadilla borgeana, un infinito interminable. Ya no tengo opción. Los preparativos están hechos. Mi público me mira expectante. Es hora del discurso.
- Buenos días, mi nombre es Leonardo Pulido. Soy estudiante y me subo a cantar para ganar algo de plata para mis gastos universitarios. Espero que les guste.
No es algo muy emotivo, pero tampoco es una mentira porque sí, la plata recogida sería usada para mis gastos universitarios. Todo lo pronuncio con afán, como quien pronuncia un trabalenguas. Me falta el aire. Primer error.
Ahora solo queda cantar. Para esta sesión cantaré dos canciones, la primera será un clásico del rock en español: Flaca, de Andrés Calamaro; la segunda: una canción muy famosa del pop colombiano, Un olor a tabaco y Chanel, de Bacilos. No hay tiempo para introducciones, toca empezar a cantar.
Al principio miro un punto fijo, la ventana que le pone fin al Transmilenio. No miro los rostros, solo la ventana. La canción pasa. La pena se pierde de a pocos. Empiezo a mirar los rostros, pero nadie me escucha con atención. Solo unos pasajeros –y solo a veces- giran la cabeza a mirar quién es el mechudo que canta. A nadie le importa. Lo miran todo, la ventana, el celular, las uñas, el pelo, el piso, todo menos a mí. Cambio un poco la canción para llamar la atención, nadie lo nota. Me muevo un poco y agito la cabeza, igual. La canción termina y con algo de esperanza me digo, puede ser que les gusté más la siguiente.
La canción empieza y siento otra vez la indiferencia, el silencio. La canción sigue y nada cambia. Los rostros se mueven hacia todos lados, como quien trata de esconderse de algo. A nadie le importa lo que canto. La canción termina y nada ha cambiado. Nadie me aplaude, si quiera, solo un hombre que está sentado en frente de la puerta haciendo cuentas con unas monedas me aplaude, quizás por compasión. Fueron casi ocho minutos de concierto. John se ofreció a recoger la plata. Pasó de puesto en puesto y nadie le regaló una sola moneda. Es mi debut y es un fracaso.
El monitor del bus anuncia que la siguiente parada es Calle 57. Tengo algo más de cinco minutos para reflexionar. Son varios problemas, creo. Primero, la cantidad de canciones a cantar en cada sesión; demora mucho tiempo cantar dos canciones, es preferible cantar solo una. Segundo, la forma de presentarme ante el público, tengo que ser más certero, corroborar que me escuchen. Lo cierto es que en el siguiente articulado tengo que cambiar todo lo pensado la noche anterior. Al menos eso creo. Toca empezar todo desde cero.
III
Llego a la Calle 57 y siento la conexión con la música de inmediato. La calle parece un carnaval mexicano. Mujeres y hombres vestidos con sus trajes de mariachi, cargando sus instrumentos en las manos en busca de alguien que los contrate para una serenata, a pesar de la lluvia. Pero la cosa no es solo la calle.
La 57 también es la estación predilecta para aquellos que, al igual que yo, andan de ‘rolling’ por Transmilenio revisen sus instrumentos. Por ejemplo, un hombre de traje negro, de casi cincuenta años, con los dedos muy flacos y finos revisa su arpa antes de lanzarse al ruedo. A su lado un par de acompañantes que al igual que él afinan sus instrumentos, uno movía las clavijas de su tiple, el otro probaba una consecución de acordes para comprobar la afinación de su guitarra. La concentración era absoluta. Los miro por un par de minutos y paso de largo.
Yo quiero redimir mi fracaso. Sé que todo lo planeado, salió mal. John me señala un articulado que está a punto de llegar, un J72. Me dice “súbete a este que no va tan lleno”. Yo tengo mis dudas, pero es momento de decidir y con algo de valor opto por subirme sin plan, a improvisar.
Ya son las doce y los nervios me engañan.
- Buenos días -digo mientras abro el forro y saco la guitarra de su estuche.
Los pasajeros se ríen y me corrigen.
- Buenas tardes
Mientras acomodo la correa de la guitarra a mi cuerpo John me hace caer en cuenta del error. Yo los miro apenados, pero esto en lugar de distraerlos, atrajo la atención de mis espectadores (quizás por pesar).
- Soy estudiante y me subo a cantar para ganar algo de plata para mis gastos universitarios. Espero que les guste.
La gente parece ponerme atención. Tengo la cabeza en blanco, así que toco la primera canción que se me viene a la cabeza, otra canción de Andrés Calamaro, Paloma, la cual es fácil de tocar y de letra muy pegajosa.
Toco los acordes y empiezo a cantar, pero mi público empieza a desviar la mirada, a volver a hablar con su compañero, si no van solos, a continuar el sueño que les interrumpí. Siento otra vez que me ignoran, que para ellos soy solo un elemento más del paisaje. Ya no hay de otra, continuaré hasta acabar la canción.
Ya he terminado el último acorde y bajo la mirada. Espero de nuevo el silencio, los rostros indiferentes, el fracaso. Pero un gran aplauso empieza sentirse. Yo subo mi cabeza algo extrañado. Sonrío y guardo la guitarra. John vuelve a recogerme las monedas y se empieza mover por el pasillo. Son muchos los que le entregan monedas. Parece ser una presentación exitosa. John se acerca y me entrega las monedas. Son 1200 pesos, nada creo yo. Yo le agradezco y John me responde: “si saludas y esperas respuesta la gente te pone más atención, por ejemplo la señora de enfrente apenas dijiste que eras estudiante, se revisó los bolsillos”. Tiene razón, lo aplicaré para el resto del ‘rolling’. Ya estamos en la siguiente estación, Avenida 39, y yo me digo: “es una buena redención ante el primer fracaso”.
IV
John y yo montamos un B73 en estación Calle 76. Habíamos viajado tres horas más y realizado otras siete presentaciones. Le digo John que hemos acabado la primera jornada. Son 5 estaciones más antes de volver a llegar nuestra estación de origen, Alcalá. John se queda en silencio y yo empiezo a hacer un resumen mental de lo que pasó en las demás sesiones de ‘rolling’.
En la tercera me fui sin plata, pero fue cuestión de mala suerte. La guitarra se desafinó en mitad de la canción y me desconcentró. De ahí en adelante tuve una buena racha de presentaciones con remuneración hasta acabar. En cada presentación cantaba algo diferente, salvo en la última. Opté por repetir la canción de Paloma en la última sesión, por al buen recibimiento en la primera interpretación, pero en esta última presentación el cuerpo le pesaba las tres horas de canto. El hambre me empezaba a acechar y la garganta empezaba a secarse.
Fueron 9 sesiones de canto, en algo más de 3 horas, 10 canciones en total, sin contar la repetida y 5200 pesos recogidos -nada mal para un novato, creo yo-.
Ya estamos en la estación de la Calle 127. Faltan dos estaciones para llegar. John me dice que se bajará una parada después de mí, pues lo deja más cerca a su casa. Nos despedimos, nos deseamos suerte y me hago en la puerta para salir. Llego a Alcalá y salgo del articulado con el forro de la guitarra en la mano. Me lo cuelgo a los hombros y me voy de la estación como un pasajero más. Me mezclo entre la gente y me digo: “ya no soy un cantante más de Transmilenio, al menos no por hoy”.
V
Es martes 5 de Abril. Tengo la tarde libre y es propicio para volver a mí ‘rolling’. Esta vez me acompañan dos amigas. La primera es María Alejandra –mestiza, delgada, de pelo crespo como los tornados de chocolate con que se decora los helados- quien me acompañará para conocer de primera mano la experiencia y por solidaridad. La segunda tiene el firme propósito de convencerlo a usted, señor lector, con una cámara, que lo que le cuento no es puro cuento. Se llama Manuela y es pequeña y delgada, de nariz respingada y tan rubia que Andrés Caicedo le diría “mona, no es sino que aletee ese pelo sobre mi cara y verá que me libra de esta sombra que me acosa”.
Hace sol y es hora de almuerzo. Nosotros nos habíamos adelantado a la hora para empezar antes la travesía. El camino de la universidad a la estación más cercana, Las Aguas, es corto. Los tres caminamos a la estación.
Esta vez el juego será diferente. Ellas fingirán ir por su parte, como dos desconocidas que por cuestión del azar, el destino o la divina providencia cogerán el mismo transporte que yo. La estrategia está montada. Hablaremos mientras esperábamos a las estaciones, pero cuando llegue el articulado cada uno entrará por puertas diferentes y se hará el extraño.
Entramos a la estación y nos disponemos a esperar el primer articulado que pasé. A lo lejos está llegando un B74 a la estación. La vergüenza aún persiste, aunque ya no es tan paralizante como la primera vez. Ellas se cambian de entrada. Entran por la puerta de atrás. Yo entro por la puerta del medio. Espero a que la gente se acomode y empiezo el ritual.
Abro el estuche, saco la guitarra, reviso que esté afinada y mira a los pasajeros y los saludo. Mientras tanto Manuela sacó su cámara y revisó que las fotos no fueran a quedar subexpuestas ni vibradas. Yo empiezo el repertorio con una de mis canciones favoritas, una canción de Sui Generis llamada El fantasma de Canterville. Canción que creo es muy acorde a la ocasión. Es un poco como me siento aquí y, probablemente, muchos sienten. Dice algo así:
Yo era un hombre bueno,
Si hay alguien bueno en este lugar.
Pagué todas mis deudas.
Pagué mi oportunidad de amar.
Sin embargo, estoy tirado.
Y nadie se acuerda de mí.
Paso a través de la gente
Como el fantasma de Canterville
Mientras canto intento mirar un poco a Manuela y quedar bien ante la cámara. Me distraigo un poco y me equivoco un poco.
Acabo la canción. Me toca recoger la plata. Paso puesto por puesto y nadie me suelta una moneda. No sé si es la suerte de la primera presentación. Le pregunto a la gente que se encuentra de pie si me quieren colaborar, pero nadie lo hace. Yo me pregunto si no escogí bien la canción o si tal vez me cobraron mi error al mirar la cámara, pero lo cierto es que no hay dinero en esta primera ocasión.
Esperamos a que pasara uno de los articulados llamados ‘ruta fácil’. Entro y canto una canción que ya había cantado el sábado, Flaca. Hay éxito, la cámara no me intimida y la gente me pone atención. Acabo la canción y recojo la plata. Son 900 pesos. Me hago al lado de María Alejandra y ella me dice: “mira, a la gente no le importa que la letra de la canción sea bonita o no, sino que la conozcan y así te ponen más atención”. Tiene razón.
Así continuo las demás sesiones. Mientras más pasa el tiempo, el sol se esconde, parece escaparse tras las nubes. Su huida trae lluvia.
Mi ‘rolling’ se acababa, al menos por el tiempo de esta crónica. Al final fueron 4000 pesos más, siete canciones y unas cuantas fotos más para la nota. María Alejandra, Manuela y yo deambulamos por más de dos horas. Ahora estamos en la estación Plaza de La Democracia. Allí María Alejandra se despide de nosotros. Seguirá su camino en otra dirección. La vemos irse en un bus. Manuela y yo cogemos un J6 para llegar a Universidades, cruzar el túnel y llegar de nuevo a Las Aguas a cumplir otros compromisos.
Son dos estaciones y mientras llegamos comprendo un poco el asunto. Mi ‘rolling’ me llevó a conocer un poco lo que le toca a decenas de cantantes que se suben a Transmilenio a ganarse la vida. Ahora comprendo un poco sus frustraciones, sus éxitos. Señor lector, créame cuando le digo que es difícil pararse ahí enfrente de la gente, cantarles y esperar al menos un aplauso. ¿Ahora imagina ser tratado con la indiferencia? ¿Se imagina tener que subirse a cantar para ganarse de plata para pagarse unas copias, una habitación o darles algo de comer a sus familias?
Es hora de hacer síntesis. Fueron 6 horas y media de ‘rolling, si se suman las dos idas, 16 presentaciones entre articulados, 17 canciones cantadas y 9200 pesos ganados en mi viaje. No es mucha plata, quizás, pero no es un mal comienzo.
Manuela y yo llegamos al final de esta última sesión. Estamos en Las Aguas. Mi ‘rolling’ llega a su fin, al menos por el momento, tal vez después me anime a hacerlo de nuevo para recordar viejos tiempos o me suba por necesidad, quién sabe las vueltas de la vida. Manuela y yo cruzamos el túnel y salimos de la estación
Llueve, como raro, y Manuela abre su paraguas. Caminamos hasta el Parque de los Periodistas, ahí nuestros caminos se separan. Ella irá a tomar fotos a otra parte, yo por mi parte me iré a otro lado. Otra canción me espera. Así que nos despedimos y cada quien continua su camino. Ella irá con su cámara a algún lado y yo, como dice una canción cuyo nombre no recuerdo, me iré con mi música a otra parte.
Por: Leonardo Pulido Salazar