A plena luz, la manifestación es pacífica y ya en la noche está la barbarie y en ese desorden, en ese caos, Ángela no regresó a su casa. A su tía la conocí un domingo en una audiencia en la Asamblea Departamental, en el centro de la ciudad, donde los jóvenes hablaron, denunciaron el abuso de la policía, acusaron a las autoridades y reclamaron el derecho a tener un país donde se pueda soñar y creer, donde se puedan educar, trabajar y crecer. Fueron implacables.
La señora, la tía de Ángela, es una mujer de estatura media, cabello oscuro hasta el cuello, ojos pequeños e introvertida. Ella estaba en un costado del recinto. Apenas me dijo que desde hace más de 25 días no ve a la niña, que salió en la mañana con su morral puesto en la espalda, el cabello recogido, jeans desgastados y camiseta de cuello redondo, y que hasta la fecha no sabe dónde está. Varios le han dicho a la tía de Ángela, que la subieron a la fuerza a un camión, donde los uniformados forcejeaban con ella y al final, en contra de su voluntad, se la llevaron.
Ese día los muchachos volvieron a las calles, cantaron, lanzaron arengas, protestaron, se rieron, brincaron de un lado al otro y al caer la tarde, vino la piedra sobre el rostro, el abuso desmedido de los uniformados, el azote del bolillo, la pata en las costillas, la ráfaga de tiros, el corre-corre de mujeres que gritan y reclaman que no lancen bombas aturdidoras y luego vino el llanto de la niña, el manoseo descarado sobre las adolescentes. La gente vomita rabia. No hay control. “Vámonos, vámonos, que nos están dando duro”, escucho decir a uno de los jóvenes mientras corren. Hay humo. Hay un dolor que va quedando en el aire.
Varios le han dicho a la tía de Ángela, que la subieron a la fuerza a un camión, donde los uniformados forcejeaban con ella y al final, en contra de su voluntad, se la llevaron.
“Anoche atendí a un muchacho que vino con esa cabeza llena de sangre y tocó cogerle nueve puntos, pobrecito. Él solo lloraba”, me cuenta una enfermera del San Jorge, uno de los hospitales de la Pereira, que atiende la emergencia. La noche cae con aguacero. Hay reporte de heridos, daños a empresas y cajeros. Hay cifras de Covid-19, que parecieran no importar. Y poco se habla de los desaparecidos. Nada se sabe de paradero de Ángela.
Para cuando salga este escrito habrán pasado 35 días de protestas y los parientes de Ángela aún se preguntan dónde está. Hoy no bajó de su alcoba a desayunar el cereal y el café que las mañanas, su tía le sirve antes de irse a la universidad. Abogadas especializadas en Defensores de Derechos Humanos informan que desde hace un mes, hay una línea jurídica, dos defensores públicos y seis abogados particulares han defendido a más de 50 jóvenes y han logrado que sus capturas sean declaradas ilegales. Los mismos defensores han elaborado un documento donde se registran 74 violaciones a los derechos humanos y dos abogadas verifican las capturas.
Ayer en la tarde estuve en la marcha por el centro de la ciudad. Y vi de nuevo a la tía de Ángela, la saludé, le tomé la mano, la sentí fría. Cruzamos pocas palabras y solo me dijo que varios de los que estaban al lado de Ángela en la marcha, han regresado, unos con signos de golpes en la espalda y la cabeza y que los han obligado a firmar actas donde se señala que los uniformados no les han hecho nada, pero que al volver a preguntar por Ángela, ninguno dio mayor pista. La tía de Ángela siguió su camino y a los pocos minutos estalló de nuevo el enfrentamiento. El desastre vino de la calle, entró por los ojos y dejó heridas.