De lejos y con los ojos entrecerrados su imagen se parece a la de un viaje, de kilómetros y kilómetros, que hacen los venezolanos para llegar a la capital. Con el equipaje que joroba y el sol que quema la piel, ellos hacen peregrinación para dejar atrás un país que se derrumba. “Todos sabemos que primero hay que llegar acá, así te vayas o te quedes”, dice un señor mientras se zampa una cucharada de la comida que no se alcanzó a enfriar. Las risas de unos niños alcanzan a sonar antes de que los carros pasando por la calle y les roben el sonido.
Ver: Labor de hermanos (Primera entrega)
“Uno, dos, tres (…)”, empieza a contar el niño con la gorra de superhéroe, cuando llega al cinco pega la carrera. Salta entre las mujeres que nos son su sangre, pero sí su familia; se escabulle sobre la cuerda que separa el asfalto del pasto, se sostiene la gorra y da un giro sin avisar. Corre, corre, con el viento en la cara y el estómago lleno. “Gracias, gracias, ¿me das más?”, la mamá lo mira de reojo, “por favor”, la gaseosa bajando por la garganta precede la sonrisa y el niño empieza de nuevo a contar.
No es la una de la tarde y ya se repartieron más de tres docenas de almuerzos, Juan y Julián sonríen mientras buscan por las calles de Bogotá a algún otro hermano para alimentar. “Te llena el alma, no sabes que es felicidad hasta que no los ves sonreír”, ambos concuerdan mientras siguen caminando.
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El sol sí salió. A pesar del frío de la mañana los rayos de calor logran atravesar las nubes y chocar con las docenas de personas que se sientan en el pasto, con los platos en el regazo y el vaso en la mano. Se ríen y charlan entre ellos, parece conocerse de toda la vida, pero muchos son recién llegados, “es que ya se crea una hermandad, ya es el pana”. Hablan de todo, de la familia que sigue al otro lado de la frontera, del niño recién nacido y del trabajo que tienen que seguir haciendo para ganarse lo del día.
“Esto no pasa a diario”, cuchichean las señoras con niños en los brazos, una de las voluntarias les lanza una sonrisa mientras les acerca un vaso con bebida, “gracias, niña, que mi Dios le pague”. Se alejan con los labios curvados, el esbozo de una sonrisa que antes no estaba, se sientan en la esquina de la parroquia la Medalla Milagrosa y se persigan antes de darles el arroz a sus hijos.
“Nos dan un momento de paz, al saber que hoy no vamos a tener que aguantar hambre”, son tres jóvenes venezolanos que no tienen más años que los voluntarios. Se acercan con la mirada en el piso, extienden la mano y luego, lentamente, suben los ojos y como un relámpago una sonrisa se les escapa de los labios. “Son personas, como tú y como yo, no merecen que los traten como algo menos”, esas son las palabras de los jóvenes que, algunos, tuvieron que desafiar a sus padres para perseguir esta iniciativa.
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“¿Vamos por las donaciones?”, pregunta 'Vene' cuando los almuerzos se empiezan a acaba, Julián menea la cabeza y le dice que más tarde, ellos tienen que almorzar primero. Los jóvenes iniciaron a moverse por redes sociales, “les dijimos a nuestros amigos y ellos a sus amigos, así conseguimos que nos donaran mucha ropa”. En los baúles de los dos carros hay bolsas, con ropa y con juguetes, que luego van a ser repartidos a las personas que duermen en las calles.
“No es solo para venezolanos”, explican a cada rato, “se los damos a quienes necesitan”. Por eso se acercan con una sonrisa en la cara y con los brazos extendidos, quieren ser hermanos para los que no tienen calor de hogar. Esta joven fundación hace lo que está en sus manos, los fundadores se van de noche a recoger las donaciones, se recorren la ciudad y no se cansan de recalcar que: “necesitan cobijas y medias, nadie dona medias, se les congelan los pies”.
Ya no hay almuerzos en las neveras, la olla se está lavando, solo queda un rastro del olor a pollo, pero la tarde aún no se acaba. Sacan las bolsas, ordenadas por tallas y tipos de prendas, del baúl, las personas van llegando como si el instinto les dijera. Cada uno se va con las manos apretadas a su nueva adquisición, algunas señoras acarician la tela mientras suspiran y los niños abren los ojos cuando Julián saca la caja con juguetes. “No es la infancia que yo quisiera, pero al menos pueden ver que no siempre todo es malo”, hay veces que reparten libros, sin embargo, saben que un juguete a los ojos de un niño es el máximo tesoro.
La ropa va disminuyendo a medida que la numeración de las calles va aumentando, son pasadas las cuatro de la tarde, el sol empieza a bajar en el horizonte y en la cara de los voluntarios se les dibuja una sonrisa. Van en silencio, ni la radio va prendida, pero parece que todos están satisfechos. “Uno queda cansado, pero es lo mínimo que uno puede hacer”, dicen dos chicas mientras se bajan del carro.
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Otra noche comienza, la temperatura empieza a descender de nuevo, Bogotá empieza a apagarse. Los que no alcanzaron a recoger para una habitación se cubren con las mantas y todas las prendas de ropa, de los cerros empiezan a bajar los vientos y los niños empiezan temblar. A pesar de que hoy comieron no saben si mañana podrán, todos saben esto, pero igual cierran los ojos e intentan conciliar el sueño.