El frío capitalino de la mañana golpea fuerte contra los vidrios de un apartamento en Bogotá, el viento sisea mientras baja de los cerros orientales, pero un fogón en el centro de la cocina mantiene el frío a raya. Cuatro pares de ojos observan una olla llena de arroz con pollo, el olor de las especies se ha escapado hasta la sala del lugar. “La anterior vez hicimos sopa, pero mientras vamos en el carro se riegan”, dice Julián León mientras se pone la gorra, los otros asienten y siguen mirando el arroz.
Mientras tanto, en las calles, el frío es inclemente, ataca a cualquier cuerpo que no haya logrado encontrar refugio para la noche, busca cualquier espacio que no esté protegido por varias prendas de ropa e inca el diente en la piel. Los niños tiritan en los brazos de sus madres, el castañeo de los dientes es el reloj marcando los minutos que faltan para que amanezca, las tiendas no han abierto, el sol aún no se eleva en el cielo y puede que hoy no lo haga. “Es que queríamos ayudar, entonces se nos ocurrió esto”, las palabras hacen eco en las paredes blancas. Hace dos meses Julián y Juan Martínez, más conocido como 'Vene'. “Hermano, ya sé, hay que hacer una fundación”, el otro le dijo que sí sin pensarlo. Se lanzaron al agua y crearon 'Más hermanos'. Ahora, mientras sacan cucharadas del arroz para poner en los empaques blancos, se ríen antes que el timbre suene. Llegaron más hermanos, todos se ponen a la obra, pasan las cajas, las ordenan, bajan por el ascensor y cierran el carro.
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En el foro 'Oportunidades del éxodo que nos cambió para siempre', se informó que en Bogotá hay al menos 239.000 venezolanos luchando por sobrevivir, más de los que hay en países como Chile, Ecuador y Brasil. Se les ve bajo los puentes, en las esquinas, en el Transmilenio y en otras partes, donde la mayoría de bogotanos pasa de largo o, en algunas ocasiones, les da una sonrisa con una moneda. Los niños sin patria, que no son de allá ni de acá, se pegan de las barandas de los transportes, con sus pasos torpes parecen trompos que se pueden caer con cualquier frenazo en seco, la gente los mira, frunce el ceño y mira hacía la ventana.
El grupo de siete veinteañeros, liderados por Julián y Juan, se sube a los carros. Algunos llevan en las piernas las gaseosas y unas cajitas de almuerzo porque no cupieron en las neveras. El olor a comida los acompaña mientras pasean la mirada por las calles de Bogotá, los números pasan lento, de la 100 se salta a la 93 y así sucesivamente en descenso. “Normalmente unos los ve acampando en el Virrey”, pero hoy no se ven, de hecho, el parque tiene vallas verdes y puestos de comida, “el evento, no recordaba el evento”, dice Julián mientras pasa de la 85 a la 83.
'Vene' se detiene, espera a que su amigo se detenga a su lado, baja la ventana alza las cejas y el otro hace lo mismo. “¿Nos vamos a Salitre?”, todos asientes, saben que la comida se enfría y que entre más tarde se haga más complejo es hacer orden. “Una vez se nos pelearon al frente”, relatan los voluntarios de esta pequeña fundación, “todos quieren un plato, pero aun no podemos hacer para todos”. Entonces las calles siguen pasando, en descenso, hasta llegar al Terminal de Transporte de Bogotá.
Allí, en octubre del anterior año, la Alcaldía inauguró el SuperCade Social. Se reciben, en promedio, requerimientos de 82 usuarios por día. Tan solo unos meses luego de abrir sus puertas al servicio, ya había atendido a más o menos ocho mil personas, el 98% de ellas eran venezolanas. Eso quiere decir que los casos de colombianos, atendidos en el SuperCade Social, no fueron ni 200.
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Todos saben que por Salitre, un barrio de la capital colombiana, hay muchos venezolanos. “Uno los ve en cada esquina, en cada parque”, cuenta una habitante del barrio. Por eso es que se dirigen hacia allá, van lento para que el arroz de las neveras no se riegue y para que la gaseosa no se explote. Los siente voluntarios se bajan de los carros, agarran cada uno un paquete y se ponen en marcha.