Sentada en las barras, al final del recinto, Andrea Padilla miraba indignada todo lo que estaba sucediendo. Consideraba que la ausencia de los servidores públicos esa mañana era no sólo una falta de respeto, sino además un acto irresponsable, pero para Andrea adquiría una magnitud personal.
Tampoco estaba allí Francisco Rojas Birry, personero de Bogotá; no llegó el secretario de salud, Héctor Zambrano; no se encontraba allí Miguel Ángel Morales Russi, contralor de Bogotá; y tampoco asistió Andrés Restrepo, secretario de gobierno. Todos ellos citados a petición de la concejala Clara Sandoval. Ninguno mandó una excusa y sólo la secretaría de gobierno envió un representante, Franz Barbosa, quién se retiró antes de que se “iniciara” el evento. La verdad es que nunca inició, “¿a quién le vamos a hacer el debate?”, replicó en su momento la Concejala, de modo que hubo que aplazarlo y la queja se envió a la Procuraduría. Andrea se sentía frustrada.
Ocho años atrás, Andrea decidió dedicar su vida a los animales. Estudiaba psicología en la Universidad Javeriana. A los 24 años se volvió vegetariana y se vinculó a la Asociación Defensora de Animales (ADA), luego realizó un máster en criminología en la Universidad de Lovaina, en Bélgica, y el contacto con otra cultura la ayudó a comprender que el problema de los derechos de los animales iba más allá de los perros y gatos callejeros. Cuando Andrea era niña, “salir con ella a la calle era espantoso, porque quería curar a todos los perritos, darles de comer, recogerlos y traerlos a la casa. Es algo que yo creo que le heredó a mi papá, él llegaba a la casa con perritos en el bolsillo y nos enseñaba a cuidar a los animales”, cuenta su madre, Myriam Villarraga, mientras consiente a Hanna, una de las dos gatas de Andrea. Más tarde viajó a Barcelona, donde realizó una especialización en ciencia política, y desde entonces ha ejercido su activismo con AnimaNaturalis, una organización internacional que vela por los derechos de los animales y de la cual es actualmente codirectora a nivel nacional.
Por otro lado, en su trabajo como auditora, porque de algo le toca vivir, Andrea desarrolla planes de justicia alternativa, distinta a la penal, con un grupo de jóvenes de la localidad de Ciudad Bolívar. De modo que, para su fortuna, sus horarios de trabajo son flexibles. “Ella dedica el 40% de su tiempo al activismo como animalista y el resto a su trabajo”, afirma su madre, quien reconoce que al principio se preocupó mucho por el futuro de su hija, pues parecía que fuera a dejar todo por la causa animalista.
Andrea es una mujer joven, más de lo que dice su cédula; independiente, pues dejó de vivir con sus padres hace varios años, consiguió las becas para estudiar en Bélgica y luego en Barcelona y ha trabajado para vivir sola, una condición que no la llena, pero tampoco la ofusca. Es una mujer segura, su madre dice que no duda al hablar porque está convencida de lo que hace; una soñadora consciente de sus límites.
De su carácter como líder innata no dudan ni sus padres, ni sus amigos ni sus compañeros de trabajo. Quizás esto se refleja en la pasión que deposita Andrea en el activismo, y en general, en su vida. Luz Estela Rodríguez, quien trabajó con ella en la Universidad Javeriana (donde Andrea fue docente), afirma que la de Andrea es una “pasión contagiosa”, no porque hable del mismo tema todo el tiempo, sino porque cuando se le pregunta, Andrea está siempre dispuesta a explicar en qué consiste el maltrato y por qué hay que respetar a los animales. Rodríguez rescata que este último valor es uno de los que la caracteriza, “Andrea es una persona que transmite respeto en todos los ámbitos”, por eso no se molesta cuando alguien que la acaba de conocer se burla de ella por ser vegana y, en cambio, prefiere contarle por qué no consume ningún producto que derive de alguna forma de explotación animal. Es tan contagiosa su pasión que sus padres decidieron volverse vegetarianos, sólo por el convencimiento que vieron en su activismo.
Roberto Sáenz, uno de los concejales que sería ponente aquella mañana en el Salón de los Comuneros, lleva algo más de un año trabajando desde el colectivo Agenda Bogotá con Andrea Padilla y otros activistas. Sáenz dice que el papel de personas como Andrea consiste en “entender su momento social”, para no convertirse en rebeldes aislados que luchan solos por una causa y pueden ser muy admirados por los sacrificios que hacen pero al final no logran nada. Según él, “Andrea es una persona muy tranquila, que sabe manejar los públicos” y ha cumplido con esta labor al buscar los medios para integrar a la ciudadanía en estos temas que, al fin y al cabo, tienen que ver con la defensa de derechos y libertades pero que, en general, son vistos como algo abstracto.
Liliana Buriticá, quien hace parte del colectivo Agenda Animal, dice que “Andrea es una persona muy racional, y eso está bien en este medio pues no sirve de nada dejarse llevar por las emociones”. Doña Myriam, por su parte, piensa que “hay que entender que no es que la gente sea mala, sino que hay mucha ignorancia al respecto, entonces no hay que enfocar su energía en la rabia hacia la humanidad, sino en el amor a los animales.”. “Yo ya dejé el odio atrás”, contesta Andrea cuando piensa en la forma de manejar su discurso, “antes tenía mucha rabia contra la humanidad por su crueldad, por su indiferencia, pero ahora pienso que lo importante es entender que hay unos procesos legales, que toman tiempo, pero implican cambios concretos”.
Sin embargo, más allá de las leyes, el sueño de Andrea tiene que ver con lograr un cambio cultural, que es más importante para ella, donde se logre una reivindicación de los derechos de los animales. Al respecto, Eduardo Peña, con quien Andrea ejerce la codirección de AnimaNaturalis, dice que, con el paso del tiempo, “Andrea tiene las ideas más claras y el pelo más corto”, un reflejo quizás de esa seguridad que ella irradia.
No teme y está dispuesta a echar raíces.
Según el concejal Sáenz, el compromiso de esta activista es íntegro. Los únicos animales que es capaz de matar son las pulgas y las moscas, afirma.
Los pasos que se dan en el mundo de la defensa de los derechos de los animales son muy cortos y demorados. Eso explica la frustración de Andrea esa mañana en el Concejo de Bogotá y la frustración que sintió cuando salió el fallo de la Corte Constitucional acerca de la demanda al artículo 7 del Estatuto Nacional de Protección de los Animales (ley 84 de 1989). Este fallo seguía permitiendo el coleo, las peleas de gallos, las corridas de toros y demás prácticas que para ella son tortura y hasta barbarie, pero que para otros son cultura y arte.
Andrea y el grupo de la Unidad Animalista de Bogotá encontraron, a pesar de todo, un triunfo en aquel fallo, el reconocimiento por parte de la Corte Constitucional del sufrimiento de los animales y la necesidad de reducirlo. Ella sabe que el camino sigue siendo largo y por eso no renuncia a escribir ponencias, asistir a debates, convocar a la población y a encontrar en el grupo creciente de animalistas el aliento para no rendirse frente a las tantas y constantes derrotas.
“Le tengo miedo a no cumplir con la tarea, con la misión del alma, y creo que la mía es esta, la defensa de los animales. Temo que llegue el final de mi vida y sienta que no se ha hecho lo suficiente”, confiesa Andrea sin un solo altibajo en la voz. Quizás por eso su sueño es precisamente tener su propio mundo justo, un refugio donde los animales, sobre todo los que tienden a ser de consumo, vivan libres y sin miedo. Una granja al mejor estilo del documental Peaceble Kingdom, de Jenny Stein, donde Andrea pueda vivir con los únicos hijos que tiene y planea tener: los animales.