Suena el pito del árbitro y en la cancha número 4 ya rueda la pelota para definir el penúltimo lugar del torneo de Navidad de la liga bogotana de fútbol aficionado.
Autopartes González, totalmente de naranja como la Holanda del 74, equipo conformado por jugadores que seguramente vieron dicho mundial, se enfrenta a Deportivo Celeste, que de celeste sólo tiene el nombre porque su uniforme es igual al del Real Madrid y su promedio de edad un poco menor al de su rival.
Cientos de personas visitan cada domingo estas canchas ubicadas en la vía entre Mosquera y Facatativá, a la altura de la vereda “El Charquito”. Carros, motos, bicicletas y buses intermunicipales son, por lo general, los medios de transporte en los que las estrellas de la jornada llegan a cumplir su cita con el deporte y la cerveza.
Patricia Suárez, un ama de casa de 48 años que va a ver a su esposo jugar desde hace 10, afirma que el plan le encanta, porque además de hacer una actividad familiar, pasa tiempo con sus amigas y saca a “pasiar a los chinos”. Mientras habla, le sopla a su hijo de 7 años un caldo de costilla con un manojo de cilantro.
Después del receso de 15 minutos y varias botellas vacías de Gatorade, el árbitro, un hombre por encima de los 50 años, calvo y con una barriga que difícilmente le permite correr 3 o 4 veces en todo el partido, da el pitazo nuevamente. Los equipos, con más ganas que cualquier otra cosa, van en busca de la anhelada victoria. El marcador es de 2-1 a favor de Autopartes González que busca la victoria como sea. Eso se ve reflejado en su lateral izquierdo, quien inundado por las canas y la adrenalina grita “no rebota, no rebota”, tras el saque del arquero contrario.
Cobro de esquina a favor de Celeste, el balón les pasa por encima a unos cuatro jugadores, entre esos el arquero, quien a pesar de saltar los 15 centímetros que su peso le permite no evita el zurdazo del delantero oponente, quien va a abrazar a sus compañeros para celebrar ‘el golote’, como lo bautizaron las extasiadas aficionadas de silla Rimax y sombrilla. El director técnico de Autopartes, con pelusa en la nuca, bigote y cachucha como salido de una película setentera, putea y grita a sus pupilos quien le responden con un manotazo al aire y un “Alirio, coma mierda, no joda”. Al final, 4-2 a favor de Autopartes González.
Con el pitazo final, comienza tal vez la mejor parte del partido: “El Tercer Tiempo”. La estructura a medio caerse de lo que alguna vez fue una casa se ve invadida por varios profesionales del deporte, que exhaustos se sientan en unas tablas de madera colocadas sobre recipientes de pintura puestos al revés. De una manera sincronizada, comienza un concierto de tapas de cerveza que caen de la botella al suelo como si se fueran a sembrar.
A unos pocos metros en una carpa roja, unos jugadores todavía sudando disfrutan de una comida comunal digna de la concentración del Barcelona. Huesos de marrano aparentemente de 600 gr. cada uno, acompañados de las clásicas papas y yucas que se encargan de no dejar rastro de la más mínima muestra de hambre y dan un verdadero festín a estos guerreros del deporte.
Luis Ramírez tiene 23 años y es el encargado de surtir a estos sedientos caballeros de cerveza hasta las 8 de la noche. Cuenta que hay domingos en los que se llega a vender incluso 70 canastas de cerveza. Teniendo en cuenta que cada cerveza cuesta $1.900, es cuestión de números ver lo rentable que puede ser el negocio.
Uno de los principales atractivos de este lugar es, sin duda, tener la oportunidad de ver a muchas de las estrellas mundiales juntas en un solo lugar, haciendo actividades tan comunes como pelar un huevo duro al lado de la mitad de una botella plástica de gaseosa, cortada por la mitad y llena de ají. Messi, Ronaldo, Totti y Falcao, como lo indican las camisetas que llevan puestas, son vistos comúnmente con una cerveza y una empanada en la mano analizando el partido. No importa que su apariencia física sea más próxima a la de la “Cachaza Hernández” o a la del ‘Nene’ Mackenzie, en el fondo se sabe que sí son ellos.
El sol comienza a caer, los balones dejan de rodar y lo que antes era la concentración de algún mundial ahora es solo una casa a medio caer llena de borrachos, que tarde o temprano regresarán a Bogotá para esperar con ansias que regrese el domingo y se puedan volver a poner la camiseta número 10.