Diez jugadores, cinco de un equipo y cinco de otro, recorren la cancha para reconocerla. Unos caminan pegados a la malla que delimita el campo recorriendo todo el perímetro y otros la atraviesan de un lado a otro con sus brazos extendidos como quien camina en la oscuridad. Ellos juegan en la penumbra, no ven nada, son la selección Cundinamarca de Fútbol de invidentes.
Entrenan los miércoles y viernes en las tardes en la cancha de hockey del Parque Nacional, en Bogotá. Lo hacen en este lugar porque, como explica Juan Carlos Castañeda, el entrenador del equipo, necesitan que el campo sea cerrado para poder jugar adecuadamente.
Uno de los jugadores del equipo blanco tiene que usar el baño. Sabe que en algún lugar del lado sur de la cancha hay una puerta en medio de la reja. La busca a tientas. Va hacia la izquierda cuando debería ir a la derecha y cuando llega a la esquina de la cancha, se devuelve. Sabe que el baño está justo después de esa puerta, sabe que debe atravesarla para llegar allá, pero no sabe con certeza en dónde está.
Mientras tanto, el número 8 hace tiros al arco para practicar. Casi siempre acierta. Cada vez que va a lanzar el arquero le dice “aquí estoy” para que él sepa hacia dónde debe disparar. Es tal vez el único portero que le da pistas a los del equipo contrario para que le hagan goles, pero si no lo hiciera ninguno de ellos sabría en dónde está el arco.
Juan Carlos les pide tomar posiciones. Los jugadores se reparten por toda la cancha. Primero van hacia los lados hasta encontrar la malla y cuando la encuentran se ubican. Esa es una de las razones por las que necesitan que el campo sea cerrado, necesitan saber hasta dónde llega la cancha para saber en dónde va cada uno.
Suena el pito. Comienza el partido. Rueda el balón que está lleno de algo que hace que suene cuando gira. Una vez un jugador ubica la pelota por el sonido, va hacia ella. —¡Voy!— grita cada uno cuando va al ataque. Esa es la principal regla en este deporte, me explicará luego Juan Carlos, así el jugador que tiene la pelota sabe que debe defenderse. Si alguien ataca sin decir “voy”, comete una falta.
Casi todos los que hacen parte de esta selección quedaron ciegos por alguna enfermedad. Solo hay uno que es invidente desde que nació. Juega con la camiseta 6 y es el que se mueve con más soltura.
Cuando el número 3 tiene la pelota y sus compañeros le dicen “aquí estoy” para que sepa a dónde debe pasarla, mueve sus manos hacia el sitio de donde viene el sonido, como si tratara de agarrarlo con los dedos. Así ha aprendido a moverse desde que se le apagaron las luces.
Holman Moreno, el número 2 del equipo azul, perdió la vista a los 11 años por una miopía progresiva que le causó un desprendimiento de retina. Trabaja como asesor técnico de los Consejos Locales de Discapacidad y ya jugaba fútbol antes de quedarse ciego. Duró casi 10 años en volver a entrar a una cancha. Hace 12 años entrena con este equipo, el que, afirma, ha sido tanto terapéutico como una lección de humildad.
El número 3 recibe el balón y avanza un par de metros evitando los “voy” de los jugadores del otro equipo. Luego encuentra a uno de sus compañeros y le pasa el balón por en medio de las piernas de su oponente. —¡Bien Alfonso!— le reconoce el entrenador, pero Alfonso seguramente no se enteró de que le había hecho un túnel al otro jugador porque no lo pudo ver.
El número 2 del equipo blanco, Duván, toma la pelota y avanza hacia el arco con cierta timidez, extendiendo sus brazos para evitar estrellarse con alguien o con la malla. Cuando cree estar suficientemente cerca del arco, intenta patear el balón con fuerza pero falla y el impulso lo hace caer. Se levanta riéndose y le informa a sus compañeros —me caí muchachos, qué pena—. En este deporte los jugadores muy pocas veces son conscientes de sus buenas jugadas, pero siempre se dan cuenta de sus errores. Esos sí son visibles.
—Si yo recupero por la izquierda, cambio de frente, porque normalmente los equipos están recostados hacia la izquierda— les recuerda Juan Carlos. Los jugadores vuelven a buscar los límites de la cancha para encontrar sus posiciones.
—Hábleme, Alfonso— dice Duván, el número 2 del equipo blanco. —¡Acá estoy!— le responde Alfonso para pedirle que le pase el balón. Duván se la pasa. —¿Suya Alfonso?—. —No, la perdí. Dos jugadores charlan despreocupados y otro más les grita —¡Oído!— para que lo dejen escuchar por dónde viene el balón. En este mundo, los oídos son los ojos.
Todos los jugadores usan un tapaojos. Todos ellos son nivel B1 en cuanto a capacidad visual, es decir sufren de ceguera total. Sin embargo, en ese mismo nivel de discapacidad puede haber diferencias entre lo que pueden ver, según explica Juan Carlos, así que todos deben usar el tapaojos para que la competencia sea justa.
—¡Hablen!—, les pide Holman a sus compañeros. El número cuatro le responde —aquí estoy— y levanta la mano como si se le hubiera olvidado que Holman no lo puede ver. Juan Carlos regaña al jugador 8 porque dejó que el balón le pasara entre las piernas. Alfonso hace un pase englobado y la pelota sale de la cancha. Juan Carlos le dice que se acuerde de que el pase englobado se hace solamente sobre la diagonal. Él supone que todos ellos saben cuál es la diagonal.
El partido termina 1 a 0 a favor del equipo blanco. Dos de los jugadores recogen uno de los arcos y lo llevan al lugar en donde lo deben dejar, sin que nadie les diga cuál es el camino. Mientras tanto discuten sobre política. —Esta es la Bogotá Humana— dice uno, y el otro le contesta —No señor, si ni siquiera pudimos hacer la ALO.