Ahí estaba yo, caminando hacia lo desconocido, creyéndome más aventurera de lo necesario, mirando disimuladamente hacia atrás como de costumbre, pensando en si mejor solo miro, o mejor hablo, o mejor me devuelvo. Fue cuestión de bajar unas cuantas calles para empezar a sentir un clima bastante extraño, intenso. Irónicamente me detuve frente a una tienda cuyo nombre confirmaba mis sospechas, “bajo cero”. Me rehúso a creer que fue una simple coincidencia. Esa fue la bienvenida, había llegado a mi destino, la zona de tolerancia de Bogotá.
Luego de establecer la interesante tienda como punto de referencia me adentré en el mundo que solo había visto en las emisiones de noticias. Desorientada me dediqué a observar. No era un lugar transitado, me sentía insegura, aunque no iba sola. Exhalaba ansiedad. Empecé a caminar por una calle donde todo parecía estar abandonado. No había tiendas, peluquerías o los típicos negocios de barrio. Al lado de cada poste de luz se encontraba una montaña de basura, el olor era imponente. Recuerdo ver pequeñas puertas con escaleras angostas que llevaban a lugares secretos. Se me erizaba la piel. Veía, olía y sentía demasiadas cosas al mismo tiempo.
A diez centímetros del suelo
A diez centímetros del suelo, allí estaban ellas, con sus piernas largas y atuendos únicos. Eran destellos de color en un lugar frío y gris. Sus zapatos altos creaban la ilusión de que estaban levitando entre las personas. No pude ver los ojos de ninguna, siempre apartaban la mirada. Dejando la curiosidad a un lado me fui dando cuenta de lo real que era todo. No las veía a través de una pantalla, estaban frente a mí.
La temperatura descendía en cada paso, me congelaba poco a poco, como si el frío que debían sentir ellas a causa del extraño clima, sus faldas y vestidos lo recibiera yo. No sabía qué pensar, no sabía a dónde ir, en cada dirección estaba el mismo panorama. Estaban ellas y estaba yo. Todas trabajando.
Era un mundo dividido. Personajes con los mismos oficios en instalaciones muy diferentes. Por las primeras calles en las que estuve, las trabajadoras sexuales se encontraban junto a los postes y puertas. Rondaban las esquinas de las casas antiguas y se sentaban en los marcos de las ventanas. Se puede reconocer de donde son, hay acentos que dominan ciertas esquinas. Una lucha silenciosa, una rivalidad inevitable entre las colombianas y sus vecinas. Quién se queda con los clientes y quién no.
Percibí de repente una línea invisible. Ya no eran postes ni puertas secretas. Eran casas grandes, de dos o más pisos. Tenían puertas coloridas y avisos llamativos. Esos eran los más nuevos, los sitios a los que “les metían más plata” y eran famosos en la capital por sus servicios, comentó Mónica, una transexual de 40 años que volvía de su hora de almuerzo. A mis ojos parecían casas de “tierra caliente”, al fin y al cabo, lo eran. Al cruzar la línea empecé a ver salones de belleza, spas, tiendas de ropa, restaurantes y más vida social. Cruzando por la peluquería en la que Mónica trabaja.
Gajes del oficio
En mi labor de observar y con el objetivo de escribir, husmeé desde afuera el Troya Night Club que se preparaba para abrir sus puertas a las dos de la tarde. Era un club al costado “caro” de la zona de tolerancia. Mis ojos se cruzaban con varios hombres que estaban pendientes de la hora de apertura, la mayoría, a juzgar por su ropa y sus expresiones eran mayores de 40 años. Con excepción de algunos adolescentes que disfrutaban de su cédula para irse a tomar una pola en alguno de estos lugares. Minutos después entré, la temática del lugar era hawaiana, flores y piñas colgando del techo, un mesero me acompañó hasta la mesa, hizo una pregunta ocasional y se fue a atender al resto de clientes.
En medio de las mesas había una pasarela con tubos brillantes, en todo el centro apareció una mujer de cabello negro que al ritmo de un reggaetón lento empezó a desnudarse, cautivando las miradas de algunos, pero evitando el contacto visual. Yo seguía helada en un ambiente que para muchos empezaba a ponerse “caliente”.
De pronto las miradas pasaron de estar sobre la mujer y se dirigieron a las pantallas que transmitían un partido de fútbol. No conocía al equipo que jugaba, pero el sonido de los himnos le anunciaron a la bailarina que su turno había terminado y no volvería a comenzar hasta dentro de mucho tiempo. El cierre informal del acto de la bailarina ocurrió cuando subió desnuda por unas escaleras oscuras que se encontraban al fondo del lugar. No volvió a bajar.
Compás de un adiós
Luego de un tiempo los clientes empezaron a notar que yo no pertenecía ahí, así que al igual que la bailarina anuncié discretamente mi salida.
Salí del club y entré a una tienda a comprar algo de tomar, aunque me pareció extraño sentir que no podía estar cuando todo el club estaba abierto a plena hora de almuerzo en una calle transitada por trabajadores de la zona y unos cuantos particulares empresarios.
Un reggaetón empezó a sonar muy fuerte en el fondo mientras una vendedora de chicles volteaba sus ojos, como si supiera que desde ese momento hasta que se fuera a su casa solo iba a poder escuchar esa música. Lentamente retomé el camino que me había llevado hasta ese lugar mientras la música me despedía.
Y ahí estaba yo, buscando un punto de referencia para subir otra vez, intentaba recordar mis pasos, no sabía cuáles eran las calles, estaba perdida, buscando la peculiar tienda con la que empezó todo. Seguí subiendo hasta que la realidad de la que creía hacer parte volvió a recibirme. La Bogotá que conocía, la fría, la de siempre.